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domingo, 2 de marzo de 2014

Disfraces, vergüenzas y otras travesuras



Hasta ahora, en los 21 años que llevo de vida, he conocido pocas cosas tan vergonzosas como disfrazarte de vaca cuando tienes nueve años, estudias en un colegio mixto y ya te gustan algunos compañeros de clase. Será imposible olvidarlo: fui la vaca de mi curso aquel 31 de octubre del año 2002. Me sentí mal, había muchos súper héroes y princesas, pero ningún otro animal además de mi hermano y yo, aunque él era un lindo perrito y apenas estaba en kínder.

Algunos años después, mientras esculcaba entre las hojas de un álbum fotográfico, descubrí que mi primer disfraz fue de una  fresa. ¿Qué gracia puede tener esa fruta roja y ácida representada por una tela  tosca sobre el cuerpo de una niña? Afortunadamente, según lo que me mostraron las imágenes, creo que fui feliz ese día con el ramo verde en mi pequeña cabecita.

No sé de dónde sacaba mi mamá esas macabras ideas para disfrazar a su primera y adorada hija, y lo peor de todo, no sé por qué se empeñaba en guardar todos mis disfraces para mostrármelos constantemente y recordarme aquellas vergüenzas. A pesar de todo, no puedo negar que sentí algo de tristeza el día que los vi por última vez, metidos en una bolsa de basura.

Sin tener en cuenta el inconveniente de todos los octubres y algunas otras penas que tiene cualquier cristiano, confieso haber vivido una infancia maravillosa: fui la niña preferida por haber sido la primera hija, nieta y sobrina. Todo cambió, como era de esperarse, cuando nacieron mis hermanos y me arrebataron algunos privilegios.

En mi adolescencia, debo aceptar, fui algo odiosa con mis compañeros del colegio, ¿pero es que yo qué culpa si siempre sacaba 10 en las evaluaciones y ellos no? A algunos les caía mal, aunque siempre me buscaban cuando necesitaban algo y yo, ignorando que no les agradaba, les ayudaba. Me decían “Jalisco” y yo odiaba ese apodo que me había puesto el profesor de español cuando una vez le dije que omitiéramos un tema del curso por su poca importancia, a lo que él me respondió: ¿Qué tal que un día estés en un concurso como “¿Quién quiere ser millonario?” y te preguntaran sobre esto? Yo, que no me quedaba callada nunca, le contesté que si pasaba eso yo usaba la ayuda de llamada al público y lo llamaba a él. “¡Ay, Jalisco!  Jalisco nunca pierde, y cuando pierde arrebata”, dijo con su voz ronca e hizo reír a todo el curso.


Me costó trabajo lograr que dejaran de llamarme así, pero después de algunos meses ninguno de mis compañeros recordaba aquel sobrenombre que me hacía sentir como la villana de una telenovela mejicana. Al profesor lo hice sentir mal durante un tiempo, o por lo menos esa era mi intención cuando le decía que dejara de tirar babas cuando hablaba y que los temas que nos enseñaba no nos iban a servir. Él hacía caso omiso a mis comentarios malintencionados y continuaba con sus clases. Al final me aburrí y olvidé la pena que me había hecho pasar, lo perdoné y lo empecé a querer. En realidad fue un buen maestro que me ordeñó el conocimiento durante varios años, tan bueno que me atrevo a decir  que sin sus enseñanzas se me hubiera dificultado narrar mis particularidades con los disfraces y algunas anécdotas del colegio.