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martes, 18 de abril de 2017

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Pareciera que hay personas que existen para demostrarnos que esto no es tan en serio, que vivimos en una fiesta y que en los días aparentemente aburridos pueden nacer situaciones divertidísimas. Conozco una, por ejemplo, que una vez se pegó plastilina en las cejas y utilizó una máquina de afeitar como alternativa desesperada para quitársela. Recuperó los pelos varios meses después.

Madre de un perro que se orina de la emoción cuando uno lo acaricia y del cual soy orgullosamente tía, esta mujer tiene unos gestos de nobleza que han sido ejemplares para todos los que la rodeamos. Cuando está comiendo algo (y esto siempre me funciona), basta con mirarla fijamente y empezar a saborearme para que ella, entre risas y resignación, me comparta un trozo de su alimento. Dos, si decido repetir mi hazaña. Tres, si lo hago de nuevo.

Por eso y mucho más, siempre he estado convencida de que su llegada al mundo hace 17 años no fue ninguna casualidad. Cuando tenía cuatro años y yo unos 12 ya se declaraba enamorada de mis compañeros del colegio. Y entonces así, con sus ocurrencias y disparates, varias veces nos ha hecho partir de la risa y amarla por montones.

La única pelea que hemos tenido sucedió cuando compartíamos cuarto y no lográbamos ponernos de acuerdo con la luz. Yo la quería prender, y ella prefería mantenerla apagada para poder dormir. En la discusión le aruñé el bracito y luego me dio tanto remordimiento, pero tanto, tanto, que aún se me parte el alma cuando recuerdo el incidente.

Karen es buena para todo lo que pueda hacerse con las manos; es buena para todo lo que necesite hacerse con amor. Sabe de colores, de combinaciones, de texturas, de trazos. Sabe cuáles son las cantidades perfectas para que las cosas salgan bien. Sabe que yo no me sé maquillar y por eso es mi gran apoyo siempre que necesito hacerlo. Y sabe también, o no sé si lo sepa, que es uno de los dos regalos más hermosos que yo he recibido en mi vida y que hoy me precio de llamar hermanos.