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lunes, 9 de marzo de 2020

Manifiesto


1.       Me gustan las flores
Crecí escuchando a mamá decir que las flores eran para los muertos. A ella no le gustan, creo. No las considera un buen regalo y solo quebró su ley cuando me compró un ramo de rosas rojas por mis 15 años. Calqué ese dicho y durante mucho tiempo repetí que las flores no me gustaban, que eran para los muertos. Pero no es así. En el forcejeo interior de mis preferencias ganó la verdad sentida y no la aprendida. Me gustan las flores. Me fascinan. Quizá no las rosas, pero sí los girasoles. Me gustan las flores porque le dan vida a la casa, vida a mi vida; me gustan las flores porque cuando alguien me las regala siento que está sembrando amor en mí.

2.       Si me aman, la aman
Tengo una hija de cinco años. No me valen los discursos de lo malo que es humanizar a una mascota, que es una animal y no una niña, los sermones de “mire, Lina, esa perra tan malcriada”. Es mi hija. Punto. Hay días en los que el único ser al que veo desde que me levanto hasta que me acuesto es a ella. Compartimos el desayuno, la salida al parque, las caricias en la cama, las siestas, las noches, las lágrimas que a veces me lame, los momentos en los que ella duerme a mi lado mientras yo estudio o escribo. Compartimos la vida y yo estoy feliz de haberme cruzado con ese pedacito de amor, la última de una caja en la que había cachorros listos para la adopción. Si alguien me quiere, debe querer a Stefi. Aceptar mi relación con ella. No pretender cambiarla. No decirme nunca que la lleve a dormir a la sala.

3.       Coqueteo con cuentos
Como amante manifiesta de la literatura, una de mis estrategias frecuentes para entablar una relación más cercana con alguien es compartirle un cuento que me guste mucho. Sí, coqueteo con cuentos: “te regalo este cuento”, digo. Y envío un enlace por WhatsApp. Por lo general empiezo con Conejo, de Alberto Chimal. Si la cosa fluye pueden seguir Pollito Chicken, de Ana Lydia Vega, o La Composición, uno bellísimo de Skármeta. A veces, alguna de las instrucciones de Cortázar. En un nivel más avanzado regalo mi crónica favorita: Fuiste mi primavera, de Pablo Ramos. Hace poco hice una antología de cuentos latinoamericanos para una persona a la que creía querer mucho. Me tardé varios meses escogiendo cada pieza y diseñando la portada. Quisiera tenerla de nuevo. La antología, claro; no la persona.

4.       Parezco ruda, pero no lo soy
Es difícil autodefinirse. Aquí va un intento: La seriedad que caracteriza un primer encuentro conmigo no es un indicador de las sustancias inalterables que me componen. Soy seria, sí. Algo tímida. No me abro en la primera conversación. Quizá tampoco en la segunda ni en la tercera. A mis veintitantos años estoy en proceso de aprender a mostrar mis vulnerabilidades sin sentir que me estoy inmolando. Ahí voy. Me gusta que me abracen y que la otra persona ponga mi cara sobre su pecho. Que me escuchen, que me cuiden. Que me desenreden el cabello. También estoy en proceso de desmitificar el amor romántico. En eso tal vez no voy tan bien.

5.       Tengo relaciones rotas
Con papá, por ejemplo. Nunca nos entendimos en el nivel en el que deben estar un padre y una hija. Cuando era muy chiquitita, él me veía y yo me sentía vulnerable y desprotegida. Crecí y fui yo la que empecé a orientar algunas decisiones en casa. Tener la relación rota con papá es algo tan frecuente como jodido para muchas mujeres. Ese vacío se filtra en otros espacios de la vida y arde, muchas veces arde.

6.       Dudo
No soy siempre lo que Google dice de mí cuando alguien escribe mi nombre en el buscador. Dudo. Caigo. Soy más que premios, reconocimientos y artículos publicados en un periódico. Soy más que fotos sonriente y redes sociales en las que la vida es perfecta. Dudo. Lloro. Me da miedo que una cucaracha se entre al apartamento. Me da miedo pensar que los seres que amo algún día se van a morir. Dudo. Temo. Me da miedo hacerle daño a la gente o que me lo hagan o que nos lo hagamos.

7.       No estaba embarazada
Cuando tenía siete años, mi panza parecía la de una niña con una dieta de ponqués al desayuno, alpinitos al almuerzo y nucitas a la cena. Era delgada, pero esa protuberancia estomacal me hacía ver un tanto extraña. En la tienda de la esquina atendía Mery, una señora diez veces más voluminosa que yo a la que le gustaba sobarme el abdomen y decirme tres palabras que odiaba: “¿Usted está embarazada?”. No sé cómo se atrevía a preguntarme eso. No sé por qué le causaba tanta gracia hacerme sentir mal. No, Mery. No estaba embarazada.

8.       Odio escribir
Me paro, me siento, dibujo, rayo, me muerdo las uñas, camino de un lado para otro, hago carteleras, tomo agua, agua, más agua. Escribir no se trata de sentarse frente a un computador y recibir la iluminación divina que dicta las palabras antes de poner un punto final. Odio escribir. A casi todos mis textos les meto el alma y por eso soy tan exigente. Lejos de lo valiosos que puedan resultar para otras personas, para mí son como un parto semanal. Y cuando los veo, tan bellos y tan valientes, impresos en la página de un periódico o publicados en un blog, solo siento gratitud y felicidad. Le robo la frase a Dorothy Parker: Odio escribir, pero amo haber escrito.

9.       Les daría un riñón
Si algo bueno hicieron papá y mamá fue criarme junto a mis hermanos como un gran equipo para afrontar la vida. Si nos peleábamos, mamá nos amarraba las manos y no nos soltaba hasta que fuéramos amigos de nuevo. En las discusiones, cada uno tenía oportunidad para exponer sus molestias. Cuando les hacía maldades, la risa me duraba cinco minutos y el remordimiento, toda la vida. Hace poco les pregunté a los tres que si ellos me donarían un riñón en caso de que lo necesitara para vivir. Estoy bien, no lo necesito. Solo quería tantear ese amor. Todos dijeron que sí. Yo también haría lo mismo. Sin duda, les daría un riñón.

10.   No sé nada de nada de nada
¿Cómo se construye lo que uno no conoce? Mi discurso más reciente es que quiero una relación madura, en la que haya confianza, en la que ambos crezcamos. En la que se pueda disfrutar la vida. Pero… ¿Cómo se construye lo que uno no conoce? Yo crecí en una montaña rusa, volando en picos de adrenalina, en un hoy estamos bien, mañana mal, pasado mañana bien, luego mal. Y así, la vida. La tranquilidad emocional es un terreno casi inexplorado. En mi búsqueda de paz, me sigue atrayendo el caos. No sé nada. Quiero deconstruir, revalorar. Quiero renacer, parirme otra vez, ver el mundo con unos ojos lejos de la convulsión. Por lo pronto, no sé nada.

lunes, 2 de marzo de 2020

Llamado

De repente sucede algo que te hace desviar la mirada, levantar la cabeza, respirar más profundo. Algo que trae otros aires, otras ilusiones, otras enseñanzas. Desde hace mucho tiempo no me veía los tan almendrados, tan abiertos, tan secos. ¿Puede uno enamorarse sin conocer, habiendo explorado solo un poco? ¿Puede enamorarse uno de una metáfora perfecta, un gran juego de palabras, mensajes que solo existen en el mundo virtual? De una anáfora inigualable, de sus palabras que ya no son para el mundo sino para mí, de sus sentimientos puestos ahí, ahí, en algo tan inerte como una pantalla.

El miedo predispone, prefiero no estar asustada. ¿Qué sería de los ríos si empezaran a dudar en su nacimiento?, ¿qué sería de las aves si no tuvieran el coraje de empezar a batir las alas sin siquiera pensar en que puede llegar una tormenta? Mientras tanto, él sigue ahí, ahí. Escribiendo, diciendo oye tengo miedo de lo que pueda pasar, oye tengo miedo de desearlo con estas ganas que tengo, y entonces yo le respondo oye no es tan chévere empezar con miedo, tengo un abrazo que sirve para eso.