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jueves, 27 de agosto de 2015

A mi amigo Carlos, en sus casi 30

Tenemos algo en común. Ambos nos comemos las uñas. Apareció frente a mí, literalmente, un jueves del 2009 en el que iniciábamos una carrera universitaria: la primera mía y la tercera suya. En el salón de clases, desde la silla de atrás, pude observarlo muy cómodo en su puesto, mordiéndose los dedos con ímpetu.

Al final de la cátedra se acercó a mí con una actitud de ‘quiero ser tu amigo’. Y entonces le respondí con mi actitud de ‘sí, de una’. Ha pasado ya seis años desde aquella vez. Compartimos otras cuantas materias y unas clases de teatro en las que incluso tuvimos que besarnos. ¡Con qué dificultad me confesó su nerviosismo porque hace rato no besaba a una mujer!

Ambos fortalecimos nuestros vínculos, nos llenamos de momentos agradables y nos enamoramos de una profesión en la que nos estábamos formando. Hicimos fiestas en su casa y una vez jugué guerra de almohadas en la cama de su mamá mientras ella estaba de viaje (doña Orfa, perdóneme). En el 2011 nos aventuramos y nos fuimos de intercambio. Yo, sin un peso. Él, con muy pocos… pero ambos con unas ganas inmensas de conquistar una ciudad en la que las oportunidades parecían ser mejores.

Allá, en ‘la nevera’, fui víctima de sus dotes culinarios: una vez le echó demasiadas 'especias' a la sopa y me puso a ver lucecitas en el cielo por unas cuantas horas. Me animó a probar sus famosos huevos con atún, una combinación que aún me parece incomprensible, y me permitió dormir en su cama todas las veces que no quise ir hasta mi casa para poder dormir un poco más al día siguiente antes de entrar a la universidad. Él vivía al frente.

Hoy está cumpliendo 28. Compañero de batallas incontables, de subidas y bajadas de ánimo, de preocupaciones sin sentido y de inmensas alegrías, Carlos siempre tiene las palabras precisas ante todos los problemas: “No sé qué hacer”. Pero detrás de esa respuesta escueta se esconden un sinnúmero de posibilidades, una gama de opciones para afrontar la vida y una  multiplicidad de caminos para elegir. Y él siempre ha elegido el correcto… porque lo que uno escoge es lo correcto, resulta imposible saber “qué hubiera pasado si”.

A sus ya mencionados huevos con atún se le suman otras pilatunas como huir cuando alguien en la universidad fotografió nuestra venta de sándwiches para delatarnos con los directivos. La señora, con un odio bastante cordial, se disculpó por habernos tomado esa foto. Y entonces Carlos le respondió con la frase más acertada que he escuchado en mi vida: “¡Pues si le da pena entonces no lo haga!”.

En otra ocasión decidimos dejar los pretextos y empezar a hacer ejercicio en un sitio poco convencional: trotábamos por toda la universidad, por los salones, por los pasillos, por las zonas verdes. 

Y escribimos crónicas y vimos películas. Y matamos penas de amores y comimos hasta no poder más.  Y me prestó sus libros y le compartí mis textos. Y así, entre letras, risas y aventuras, formamos algo muy lindo que comúnmente se llama amistad.


Lo conozco tanto que sé que ya está llorando.

¡Feliz cumpleaños, campeón de la vida!

domingo, 24 de mayo de 2015

El maravilloso oficio de compartir conocimiento

Cuando tenía 12 años y estaba en séptimo grado tuve una gran idea de negocio: iba a aprovechar mis tardes libres para dar clases a cambio de dinero. Con todos los ánimos puestos en ese nuevo proyecto hice un aviso en papel bond que decía “Asesoría en tareas y trabajos”. Lo forré con cinta transparente para protegerlo del agua y lo pegué afuera de mi casa sin certeza alguna de que a alguien le fuera a interesar.

Para mi sorpresa, varias personas tocaron el timbre por esos días para preguntar de qué se trataba. Sin embargo, la necesidad recurrente era imprimir trabajos y ese servicio no estaba incluido en mis ofrecimientos, así que el aviso tuvo su primera reforma: “Asesoría en tareas y trabajos (no se imprime)”.

Todo mejoró después de esa aclaración. Recuerdo que un día timbró Geraldine, una niña casi de mi misma edad que necesitaba ayuda con una tarea de sociales pues su mamá trabajaba todo el día y ella quedaba sola en casa. Saqué todos mis libros y nos dispusimos a hacerla. Al final, muy agradecida, me preguntó que cuánto me debía: “Son $3.000”, le dije con un poco de nervios porque solo en ese instante caí en la cuenta de que no había definido las tarifas. La niña me trajo el dinero y quedé contenta tras la jornada de trabajo con mi primera estudiante.

Geraldine regresó unas veces más para otros trabajos, pero también llegaron personas como Juan Felipe, un niño de unos seis años a quien su abuelita llevaba hasta mi casa porque se rehusaba a hacer las tareas con ella; Juan Sebastián, un adolescente claretiano que pasó el año gracias a que hicimos juntos todos los talleres de recuperación; y Kelly, una chica mayor que yo que se encontraba haciendo su bachillerato acelerado y necesitaba ayuda pues no le quedaba tiempo para el estudio porque debía cuidar a su hija recién nacida. Sé que no es arriesgado decirlo: Kelly fue bachiller gracias a mí.

Esta labor ingenua me mantuvo inserta en un camino que fui perfilando poco a poco y que tuvo una marca importante tres años después. Cuando estaba en décimo grado, cometí una falta grave que en mi colegio estaba catalogada como causal de expulsión. Sin embargo, debido a mi excelente desempeño académico durante toda la primaria y los cinco años que llevaba del bachillerato, los rectores decidieron mermar la sanción y optaron por suspenderme tres días en los que no estaría en mi salón de clases sino que debería ayudarle a la profesora de preescolar con sus pequeños estudiantes.

Sin duda alguna puedo decir que fue el mejor castigo que he tenido en mi vida. Ratifiqué mi gran vocación de maestra e incluso empecé a dudar si lo que realmente quería estudiar era Comunicación Social o Educación Preescolar. La profesora hacía fuerza para que me inclinara por la segunda, pues notó un gran potencial en mí para desenvolverme en este campo. Sin embargo, le desobedecí.

Otra experiencia fundamental fue haber tenido el privilegio de ser monitora del Centro de Escritura Javeriano. Durante los dos años que desempeñé esta labor estuve en contacto con decenas de estudiantes que buscaban ayuda en todo lo relacionado con la escritura. Con ellos tuve experiencias inigualables en lo que a enseñar se refiere y, al mismo tiempo, aprendí una cantidad de cosas que hoy valoro sobremanera.

Así fue como mi camino se bifurcó: una ruta me invitaba a seguir las letras y otra, la enseñanza. No obstante, no sé en qué momento ni de qué manera, logré unir mis dos aspiraciones. Ahora soy una comunicadora inmensamente feliz  que en ningún momento ha abandonado la labor de compartir lo que sabe con quienes lo requieren.

He tenido estudiantes de todo tipo: desde el gerente de uno de los ingenios azucareros más importantes de la región hasta mi pequeña Mariana, una primita de nueve años que necesitaba refuerzos en todas las materias. He contado también con la fortuna de trabajar con grupos empresariales y de conocer personas tan maravillosas como Valeria, una futura comunicadora javeriana con quien trabajo actualmente y en quien he evidenciado un enorme potencial para la escritura, área en la que he enfocado mi labor de enseñanza.

Aunque son casos muy diferentes, con todos funciona la misma ecuación: mi labor es ser una herramienta para que otros recuperen la confianza, me convierto en un pretexto para que vuelvan a creer en ellos mismos y para hacerles cambiar esos “es que soy malo”, “es que no sirvo para eso” por unos  “ahora sé que puedo”, “si sigo trabajando así, seguro voy a mejorar aún más”.  Esto va acompañado, claro está, de unos contenidos y una metodología que he moldeado y mejorado con el paso del tiempo.

Se me ocurre entonces que, con todo esto, la ecuación de mi vida también se organizó y generó una variable de la que estoy aún más enamorada: el periodismo. Las letras y la gente se unen para dar cabida al periodismo. Escribir por la gente, para la gente y con la gente. Escribir para recordar, para informar, para homenajear y para enseñar. Meterse en ese maravilloso mundo de las letras y esculcarlo hasta más no poder. Esculcar también a la gente y ayudarla para que derrote sus miedos. Invitarla a escribir su historia mientras yo escribo la mía.

Ahora ya no tengo el aviso afuera de mi casa ni cobro $3.000 por las clases. No sé qué será de las vidas de Geraldine, Juan Felipe y Juan Sebastián, pero los recuerdo siempre como los ángeles que me encaminaron en esa maravillosa labor de compartir conocimiento.


domingo, 15 de marzo de 2015

La carta que le llevé a Álvaro Uribe Vélez

Hace siete años hice parte de un programa de liderazgo juvenil organizado por la Universidad Icesi. Éramos cerca de sesenta jóvenes de colegios del Valle del Cauca en busca de soluciones para las problemáticas más pronunciadas de la región, una experiencia realmente enriquecedora.

Una de las actividades finales del programa consistió en viajar a Bogotá y encontrarnos con personas influyentes en la política. Así las cosas, se programaron reuniones con Juan Lozano, Samuel Moreno (alcalde de Bogotá en ese entonces), Sergio Fajardo y, cómo no, con el excelentísimo presidente Álvaro Uribe Vélez, quien nos recibiría en el Palacio de Nariño como todos unos enviados de la paz.

Meses antes, cuando mi familia se enteró de que yo viajaría a Bogotá y estaría cara a cara con el entonces primer mandatario, me fue encomendada una labor muy especial: “Llévele esta carta y entréguesela como sea”. La carta era de parte de una de mis tías, odontóloga de profesión, y en ella le pedía una ayuda para ubicarse laboralmente. No me pareció mala idea, a fin de cuentas cualquier respuesta iba a ser ganancia.

Guardé la carta como un tesoro durante todo el viaje, pues el encuentro con Uribe sería uno de los últimos. Todos los días me cercioraba de que aún conservara el documento y estuviera en buen estado, incluso estuve practicando el pequeño discurso que precedería la entrega. En este momento ya no lo recuerdo, pero sé que durante el viaje me lo aprendí de memoria.

Por fin llegó el tan anhelado día. Ropa formal, peinado decente, buena actitud y carta en mano. Me resistí a llevar bolso porque anticipaba las estrictas medidas de seguridad de la Casa de Nariño y no quería que esculcaran mis cosas, así que guardé mi tarjeta de identidad en el bolsillo del pantalón y agarré la carta que minutos después estaría leyendo el presidente en su despacho.  

No me había equivocado con aquello de las estrictas medidas de seguridad. En efecto, tuvimos que esperar un par de horas afuera del recinto porque contamos con la mala suerte de que hubiera una protesta afuera del Palacio. Si no me equivoco, un grupo de vendedores ambulantes reclamaba las garantías que no estaba recibiendo por parte del Estado. Nada nuevo. Nada raro.

En medio del alboroto, temí por la seguridad de la carta. Y justo en ese momento se me ocurrió una grandiosa idea: Marcela, una de las encargadas de los jóvenes que hacíamos parte del programa de liderazgo, tenía un bolso gigante en el que seguramente le cabían esa y cien cartas más. Me pareció ideal pedirle que me la guardara, además sabía que a ella no le pondrían problemas por ingresar un papel revuelto con sus cosas. Muy amablemente, ella aceptó hacerme el favor. Me libré de la carta y me sentí un poco más cerca de cumplir la misión, pues el documento ya estaba en un lugar seguro y solo faltaba pedirlo cuando ya estuviéramos adentro y entregárselo al presidente.

Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar de color. En la fila previa al ingreso nos anunciaron que el presidente no estaba en casa puesto que justamente por esos días habían rescatado a Ingrid Betancourt y él se encontraba en todos los actos del recibimiento de esa apátrida que luego quiso demandar al Estado. Bajo ese panorama, nos atendería su esposa, Lina Moreno.

Entramos al Palacio de Nariño. Su primer nombre describía perfectamente el interior: era un verdadero palacio. Nos hicieron un recorrido por todas las salas, en las que había obras de arte de mucha antigüedad. Recuerdo con claridad que estuve a punto de tumbar un costosísimo jarrón de más de cuatrocientos años, del cual solo se habían fabricado tres y cada uno estaba en un país diferente. Por fortuna, la reliquia no se cayó y recobré la tranquilidad. Visitamos también una pequeña capilla enchapada en oro a la que solo habían ingresado el presidente Uribe y el papa Juan Pablo II, lo que la convertía en un lugar aún más sagrado, nos explicó el guía.

Cuando bajó Lina Moreno, con un atuendo humilde pero con una amabilidad desbordada, supe que era el momento justo para dar inicio a la ‘Misión Carta’. Busqué a Marcela por todos lados para pedirle el documento, pero no la encontré. Nadie sabía dónde estaba, ninguno me daba razón de ella. Me fui entonces hacia donde los otros encargados del grupo y ahí me dieron la noticia más desalentadora que hubiera podido recibir aquel día: Marcela había preferido quedarse afuera organizando los refrigerios.

Con el ánimo por el piso, les resumí la historia y les pedí que me ayudaran. Intentaron contactarla pero no se pudo, ya era muy complicado que dejaran ingresar a una persona sola y apartada del grupo. Me prometieron, sin embargo, que apenas regresáramos a Cali empezarían la gestión necesaria para hacerle llegar la carta al presidente o a su esposa, promesa en la que nunca confié y que hoy puedo asegurar que jamás se cumplió.


Mi tía tomó la noticia con calma y resignación. Años más tarde se destapó todo el lío de SaludCoop, en el que estaba involucrada de primera mano Lina Moreno de Uribe. Agradecí entonces que la carta no hubiera sido entregada porque, de haber corrido con suerte, mi tía estaría trabajando en esa institución. Cosas de la vida. 

viernes, 13 de marzo de 2015

Reflexiones acerca del día en el que Álvaro Uribe pisó mi universidad (literal y metafóricamente)

A las 2:20 hizo su entrada triunfal. Mientras la multitud que estaba afuera del auditorio le gritaba improperios, adentro lo recibieron con muestras de cariño y admiración que rayaban en fanatismo: fui testigo de cómo algunas señoras le besaban las manos y se inclinaban ante él como haciéndole una reverencia.

Ayer, el senador Álvaro Uribe Vélez visitó la Pontificia Universidad Javeriana Cali en calidad de supuesto participante del  foro ‘Visiones para Colombia’. Y digo ‘supuesto’ porque terminó siendo prácticamente el único participante: si discurso arrollador, redundante y jactancioso opacó la dinámica de foro que se quería promover. En este sentido, hubiera sido mejor denominar el evento ‘Comparaciones entre los gobiernos Uribe y Santos, desde la perspectiva de Álvaro Uribe’.

Antes de que entrara Uribe, el padre Luis Fernando Granados, quien se encargó de darle apertura al evento, explicó que no se podía permitir el ingreso a quienes estaban a fuera por cuestiones de seguridad: y es que claro, por lógica simple se entiende que no es conveniente ocupar las vías de evacuación de un auditorio al que le caben unas 300 personas. No obstante, cuando el venerable expresidente preguntó el porqué de la restricción en el ingreso, el padre flaqueó en su decisión y fue cómplice de una violación a los protocolos de seguridad: “Que entren todos los que están afuera, abran las puertas”, dijo justo después de que Uribe expresara que debían ingresar todos los que cupieran “por respeto a la universidad y al pluralismo”. ¿Respeto, señor Uribe? Usted no sabe qué es eso.

Después de que el padre Granados y el director del programa de Derecho le dieran la bienvenida al ‘presidente’ (así se dirigían a él, pese a que hace cinco años finalizó su gobierno),  el invitado principal (y único) propuso un mecanismo que él mismo aprobó sin consultar con el auditorio: primero hablaría de lo que hizo en su gobierno 2002-2010 y luego daría inicio a una sesión de preguntas en la que le podían hablar sobre cualquier tema: los paramilitares, las Convivir, sus hijos, etc.

Cerca de media hora duró la primera intervención, en la que Uribe se dedicó a pronunciar frases como (léanse con entonado acento uribesco) “En mi gobierno, la tasa de desempleo disminuyó”, “En mi gobierno, logramos atraer la inversión extranjera para apoyar el emprendimiento”, “En mi gobierno…”, “En mi gobierno…”, “En mi gobierno…”. Queda claro que Uribe no se considera un senador sino que sigue hablando como expresidente.

Y si las preguntas no fueron muy interesantes, las respuestas sí que menos. El invitado recogió una primera tanda de cinco cuestionamientos que replanteó a su manera para seguir hablando de (léase otra vez con entonado acento uribesco) “En mi gobierno…”, “En mi gobierno…”, “En mi gobierno…”.

Me llamó especialmente la atención un estudiante de Derecho cuyo nombre no recuerdo, pero que se pude reconocer fácilmente en la universidad porque es tan bajito, tan bajito, que parece que Gulliver lo hubiese sacado de Lilliput. Se paró con entusiasmo y pronunció unas pocas palabras, pero tuvo que hacer señas para que Uribe lo pudiera ubicar en medio de todos los que estaban sentados. En ese momento, con digno acento de leguleyo, le preguntó al senador que por qué no proponía un nuevo referendo y recogía firmas “entre todos los que queremos que usted vuelva a la presidencia”. El comentario fue ovacionado de inmediato, como cuando uno de niño le decía a la mamá que se había portado bien solo para sentir su aprobación. No, compañero. Por su dignidad, por su seguridad y por su tranquilidad y la de todos los demás, no haga esas propuestas.

Tuve que retirarme del ‘foro’ antes de que se terminara. Más que un análisis del discurso político que he escuchado desde hace 13 años, me centré en observar comportamientos y captar sensaciones. Y si así piensan y actúan los futuros abogados de nuestro país, no hay muchas esperanzas…

Sé que a la salida se consolidó la oposición. Pancartas y arengas en contra del senador protagonizaron el momento. Hubo heridos. Sí, en una universidad privada quisieron acallar a la oposición. A Juan Pablo Ortega, de Comunicación, le reventaron la boca cuando le hizo un reclamo a Uribe. Sé también de otras personas que salieron golpeadas por expresar su desacuerdo ante una política de sangre y dolor, pero todo se quedó así y los malestares intentaron calmarse con frases como “usted sabe cómo es Uribe, mejor no se meta con él”.

Es interesante que la universidad abra espacios de debate y conversación, pero sería más interesante aún que no se note el sesgo desde el principio, que no se les salga el “presidente” a quienes presidan el evento y que no se revienten las bocas de los que no están de acuerdo, de los que no estamos de acuerdo.

jueves, 19 de febrero de 2015

Cuando las buenas intenciones se convierten en delito

Conocer a Linda fue una grata experiencia. A sus escasos 13 años, la fluidez de su discurso y su absoluta sencillez la convertían en un buen prospecto para entablar una conversación despreocupada, como cuando uno se sienta con viejos amigos a hablar de cosas de la vida. Sus enormes ojos y su piel morena eran bandera de su nombre. Sin embargo, nunca pensé que haberme cruzado con esta niña y sus amigos pudiera traer tantos problemas.

Estaba yo en cuarto semestre de mi carrera (a principios del 2011) y tomé una materia que relacionaba directamente la comunicación con las problemáticas de la ciudad. Con el objetivo de ‘sensibilizarnos’ (como si fuéramos seres de piedra, qué se yo), el profesor optó por llevarnos a una casa cultural en el barrio Marroquín III, uno de los sesenta y pico que conforman el Distrito de Aguablanca en Cali, para que conociéramos los procesos que allí se adelantaban y lográramos relacionarnos con la comunidad.  

En el curso habíamos cerca de 25 estudiantes y la gran mayoría cumplió la cita en la Javeriana, un sábado en la mañana, para abordar una van que nos llevaría a ese barrio que, estoy segura, ninguno conocía. Cuando llegamos a las calles de Marroquín III me sentí en un safari: varios compañeros fotografiaban con vehemencia las viviendas del sector y todo lo que se encontraban a su paso. Saludaban a los niños con una amabilidad lastimera y hacían cara de ‘fo’ al ver esa realidad que distaba tanto de sus modos de vida. Aunque la intención era integrarnos con la comunidad, se sentía que la línea divisoria estaba cada vez más marcada.

Al tantear este panorama se me aumentaron las ganas de establecer una relación sincera con los habitantes de este sector, que a fin de cuentas era similar a aquel en el que yo había pasado mi feliz infancia. En ese entonces yo ni siquiera tenía Smartphone y lo único que me acompañaba era una libreta y un lápiz, pero eso y mi cabeza eran suficientes para salvaguardar las sensaciones experimentadas durante la visita.

Al final del recorrido, cuyo objetivo específico era recolectar lo necesario para elaborar una noticia, una crónica, una historia de vida y un informe general de la visita, gran parte de mis compañeros de curso tomaron un par de fotos, hicieron un par de preguntas y se fueron del lugar. Recuerdo que una, incluso, optó por llevar escolta. Y confieso que me dio más susto verle el arma al tipo que estar sentada en un andén de Marroquín.

Cuando todo el alboroto había pasado, mi equipo de trabajo (tres compañeros y yo) nos sentamos con algunos chicos de la casa cultural, entre los que estaba Linda, y empezamos a hablar de temas banales. Sin embargo, en la conversación fueron aflorando cosas fuertes que dibujaban la problemática del sector: jóvenes asesinados por cruzar fronteras invisibles, desplazamientos forzados, entre otras. Sentados en el andén de una esquina y con bananos como plato fuerte pudimos conocer a unos chicos maravillosos, llenos de ganas de cambiar el mundo y completamente de acuerdo con que la comida más rica del mundo era el arroz con huevo y salsa de tomate.

Después de un fin de semana de dedicación absoluta a escribir nuestros cuatro textos, terminamos con satisfacción. Con mucha satisfacción. En nuestra crónica “Marroquín III: un lugar donde se come arroz con huevo y se vive con swing” habíamos logrado plasmar, con la ayuda de recursos literarios y técnicas periodísticas, todas las experiencias y sensaciones que nos había suscitado la visita. O al menos eso creíamos.

Entregamos la tarea al profesor y a los pocos días recibimos una grata calificación, muy acorde a nuestro esfuerzo: 4,8. Interpretamos esa nota como una validación de nuestro trabajo y una garantía de su buena calidad, razón por la cual uno de los integrantes del grupo, mi gran cómplice de vida Carlos Castaño, optó por compartirle los textos a un estudiante de Ciencias Políticas que en aquel entonces dirigía la revista virtual de su carrera. Este chico se interesó en los escritos y nos comunicó que iba a publicar uno en su revista, noticia que nos puso muy felices.

Y así pasaron un par de días, quizás unas semanas. Teníamos una nota de 4,8, pero más allá de eso estábamos satisfechos con nuestro trabajo y la relación que habíamos logrado establecer con los chicos de la comunidad. Incluso ya varios de ellos nos habían agregado a Facebook y hablábamos de vez en cuando.

Pero toda calma tiene su tormenta. Un día, uno de los compañeros de la clase le preguntó a Carlos, con un tono que me pareció burlesco y retador, que si habíamos visto los comentarios que tenía nuestra crónica en la publicación de la revista digital. Y no, no los habíamos visto, pero lo hicimos de inmediato. Vasta sorpresa  nos produjo encontrar un extenso comentario que se fundamentaba en que era una falta de respeto hablar así de los niños de Marroquín III, que no era prudente exponer sus condiciones de vulnerabilidad y que cómo se nos ocurría burlarnos de que tuvieran que comer arroz con huevo.

La tormenta se incrementó cuando otro grupo de trabajo del curso regresó a Marroquín III y los niños, confundiéndolos con nosotros y quién sabe influenciados por qué adulto irresponsable, les mentaron madres y hasta los amenazaron de muerte por “haber hablado mal de ellos”. Hago hincapié en eso de ‘adulto irresponsable’ porque estoy segura de que los chicos ni siquiera habían leído la crónica, su rabia y sus argumentos se fundamentaban en el discurso de algún adulto que los había envenenado luego de depositar todo su resentimiento social en nuestro texto inocente. Si bien luego comprendimos que había sido un error garrafal  no haber protegido la identidad de los niños al escribir sus nombres reales, esto no era suficiente para generar ese rechazo y odio.

Justo ahí me di cuenta de que nuestras buenas intenciones habían sido tiradas a la basura. El profesor de la asignatura tomó una actitud traidora y nos dio la espalda, tal vez sin recordar que él mismo, con el 4,8 que nos puso como calificación, había validado completamente nuestros planteamientos. Nos prohibió continuar el trabajo con la comunidad y nos obligó a hacer una carta en la que, en forma de arrepentimiento, explicáramos al dedillo todo lo sucedido. Pero, ¿por qué arrepentimiento? ¡Yo no me arrepentía de nada! No podía echarme culpas por las interpretaciones erróneas que otros habían hecho de mi trabajo, a mí me seguía pareciendo normal que la comida favorita de alguien fuera el arroz con huevo. Es la mía también, aunque a veces lo prefiero con pan y sin salsa de tomate.

Me ofendió profundamente que estos niños, que ya de por sí se sentían diferentes a ‘los ricos’ (así denominaban a las personas que vivían al otro lado de la ciudad, entre esos a nosotros y a nuestros compañeros de universidad), se sintieran de nuevo pisoteados luego de que alguien les hubiera dicho que nos burlamos de ellos y que los usamos para escribir un texto macabro, al que paradójicamente no tuvieron acceso.

Yo opté por guardar silencio el resto de la materia. Por fortuna, se acercaba el fin del semestre. Mi amigo Carlos ofreció un discurso público el día de la presentación final de los proyectos del curso ante los integrantes de la casa cultural. Entre las exposiciones de compañeros que proponían como soluciones a los problemas de Marroquín III crear camisetas con el logo de la casa cultural o botones que los identificaran, Carlos habló sobre las buenas intenciones que siempre habíamos tenido y se disculpó por los malos entendidos. El profesor se convirtió en nuestro enemigo momentáneo y nos puso una calificación que apenas alcanzó para no perder la materia.


Cuatro años después, cuando revivo minuto a minuto esta poco grata experiencia, me doy cuenta de que la supuesta integración que se pretendía no terminó siendo más que la reafirmación de esa línea divisoria entre nosotros y ellos, entre ‘los ricos’ y ‘los pobres’, entre los que tienen y los que no. Haber conocido a Linda ya no es una experiencia tan grata porque nos convertimos en sus enemigos, en los que estamos al otro lado de sus intereses, en los que vivimos al otro lado de la línea. Y esa línea es precisamente la que nos tiene jodidos como país, la que no nos permite que vayamos a un barrio desconocido sin escolta, la que nos hace creer que el asistencialismo es la solución a los problemas, la que nos impulsa a hacer un referendo a ver si reconocemos los derechos del otro y la culpable de que, a veces, las buenas intenciones se conviertan en delito.