Hace siete años hice parte de un programa de liderazgo
juvenil organizado por la Universidad Icesi. Éramos cerca de sesenta jóvenes de
colegios del Valle del Cauca en busca de soluciones para las problemáticas más
pronunciadas de la región, una experiencia realmente enriquecedora.
Una de las actividades finales del programa consistió en
viajar a Bogotá y encontrarnos con personas influyentes en la política. Así las
cosas, se programaron reuniones con Juan Lozano, Samuel Moreno (alcalde de
Bogotá en ese entonces), Sergio Fajardo y, cómo no, con el excelentísimo
presidente Álvaro Uribe Vélez, quien nos recibiría en el Palacio de Nariño como
todos unos enviados de la paz.
Meses antes, cuando mi familia se enteró de que yo viajaría
a Bogotá y estaría cara a cara con el entonces primer mandatario, me fue
encomendada una labor muy especial: “Llévele esta carta y entréguesela como sea”.
La carta era de parte de una de mis tías, odontóloga de profesión, y en ella le
pedía una ayuda para ubicarse laboralmente. No me pareció mala idea, a fin de
cuentas cualquier respuesta iba a ser ganancia.
Guardé la carta como un tesoro durante todo el viaje, pues
el encuentro con Uribe sería uno de los últimos. Todos los días me cercioraba de
que aún conservara el documento y estuviera en buen estado, incluso estuve
practicando el pequeño discurso que precedería la entrega. En este momento ya
no lo recuerdo, pero sé que durante el viaje me lo aprendí de memoria.
Por fin llegó el tan anhelado día. Ropa formal, peinado
decente, buena actitud y carta en mano. Me resistí a llevar bolso porque
anticipaba las estrictas medidas de seguridad de la Casa de Nariño y no quería
que esculcaran mis cosas, así que guardé mi tarjeta de identidad en el bolsillo
del pantalón y agarré la carta que minutos después estaría leyendo el
presidente en su despacho.
No me había equivocado con aquello de las estrictas medidas
de seguridad. En efecto, tuvimos que esperar un par de horas afuera del recinto
porque contamos con la mala suerte de que hubiera una protesta afuera del
Palacio. Si no me equivoco, un grupo de vendedores ambulantes reclamaba las
garantías que no estaba recibiendo por parte del Estado. Nada nuevo. Nada raro.
En medio del alboroto, temí por la seguridad de la carta. Y
justo en ese momento se me ocurrió una grandiosa idea: Marcela, una de las encargadas
de los jóvenes que hacíamos parte del programa de liderazgo, tenía un bolso
gigante en el que seguramente le cabían esa y cien cartas más. Me pareció ideal
pedirle que me la guardara, además sabía que a ella no le pondrían problemas
por ingresar un papel revuelto con sus cosas. Muy amablemente, ella aceptó
hacerme el favor. Me libré de la carta y me sentí un poco más cerca de cumplir
la misión, pues el documento ya estaba en un lugar seguro y solo faltaba
pedirlo cuando ya estuviéramos adentro y entregárselo al presidente.
Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar de color. En la
fila previa al ingreso nos anunciaron que el presidente no estaba en casa
puesto que justamente por esos días habían rescatado a Ingrid Betancourt y él
se encontraba en todos los actos del recibimiento de esa apátrida que luego
quiso demandar al Estado. Bajo ese panorama, nos atendería su esposa, Lina
Moreno.
Entramos al Palacio de Nariño. Su primer nombre describía
perfectamente el interior: era un verdadero palacio. Nos hicieron un recorrido
por todas las salas, en las que había obras de arte de mucha antigüedad.
Recuerdo con claridad que estuve a punto de tumbar un costosísimo
jarrón de más de cuatrocientos años, del cual solo se habían fabricado tres y
cada uno estaba en un país diferente. Por fortuna, la reliquia no se cayó y recobré la tranquilidad. Visitamos también una pequeña capilla enchapada
en oro a la que solo habían ingresado el presidente Uribe y el papa Juan Pablo
II, lo que la convertía en un lugar aún más sagrado, nos explicó el guía.
Cuando bajó Lina Moreno, con un atuendo humilde pero con una
amabilidad desbordada, supe que era el momento justo para dar inicio a la ‘Misión
Carta’. Busqué a Marcela por todos lados para pedirle el documento, pero no la
encontré. Nadie sabía dónde estaba, ninguno me daba razón de ella. Me fui
entonces hacia donde los otros encargados del grupo y ahí me dieron la noticia
más desalentadora que hubiera podido recibir aquel día: Marcela había preferido
quedarse afuera organizando los refrigerios.
Con el ánimo por el piso, les resumí la historia y les pedí que
me ayudaran. Intentaron contactarla pero no se pudo, ya era muy complicado que
dejaran ingresar a una persona sola y apartada del grupo. Me prometieron, sin
embargo, que apenas regresáramos a Cali empezarían la gestión necesaria para
hacerle llegar la carta al presidente o a su esposa, promesa en la que nunca
confié y que hoy puedo asegurar que jamás se cumplió.
Mi tía tomó la noticia con calma y resignación. Años más
tarde se destapó todo el lío de SaludCoop, en el que estaba involucrada de
primera mano Lina Moreno de Uribe. Agradecí entonces que la carta no hubiera
sido entregada porque, de haber corrido con suerte, mi tía estaría trabajando
en esa institución. Cosas de la vida.