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lunes, 6 de abril de 2020

Mis casas habitadas


2011

Bogotá no parecía una mala idea para vivir. La solicitud de intercambio académico salió favorable y mi nueva universidad sería la Javeriana de la capital. Me iba sola para la gran ciudad. Sola. Sin abrigo suficiente. Y yo, que a veces siento frío hasta en Cali…

Aún soy capaz de reconocer el olor de la casa a la que llegué. No puedo describirlo, pero logro reconocerlo. La habitación grande no me resultó llamativa así que elegí la pequeña, una diminuta cueva con un clóset y un baño, que parecía tener todo lo que necesitaba para salir solo por comida. Me levantaba muy temprano, como siempre, cuando aún todos dormían. Como buena cocinera inexperta, varias cosas del mercado terminaban con hongos en la nevera. A veces caminaba descalza en el patio de césped o me iba a dar vueltas por el barrio, Cedritos, intentando hacer mías esas calles que me resultaban tan ajenas. Aún en días de sol, el frío me devolvía a mi guarida. Una vez, de regreso a casa y con muchos paquetes en la mano, caí a una alcantarilla.

La canción de mi pequeña vida allí fue Como camarón, de Estopa.

2016

Lo primero que hice cuando me fui a vivir definitivamente sola fue comprar un bloque de queso mozzarella, partirlo en bastones, apanar los rectángulos y guardarlos en el congelador. Esa era la comida que más disfrutaba todas las noches cuando llegaba a casa: fritaba cinco o quizá seis deditos y me los comía con mostaza mientras veía alguno de esos realities de música que me gustan tanto. El paraíso, creía. El paraíso del silencio y de la intimidad, lejos del agite de una casa con papás y hermanos y vecinos y ruido y caos. Me perdía en el mutismo, me acostaba a mirar el techo, me asomaba por la ventana a buscar la luna llena (que coincidió con mi semana de mudanza) y disfrutaba el olor de mi nuevo hogar. Un par de domingos bajé al mirador de Sebastián de Belalcázar, que me quedaba a dos cuadras, y tuve allá mis tardes de lectura. En ese momento estaba con Tokio blues, de Murakami.

La canción de esa primera mudanza fue Me llaman calle, de Manu Chao.

2017

Mi segundo hogar en la vida de adulta independiente quedaba en un tercer piso sin ascensor. Tenía dos ventanas gigantes que durante varios meses estuvieron sin cortinas y entonces el vecino del frente, creo, logró verme muchas veces cuando el calor no me dejaba otra salida que andar sin ropa. Solo en los últimos meses que estuve en ese apartamento descubrí que debía abrir los ventanales y, además, una ventana que estaba en la parte de atrás: así lograba que el aire circulara y no me seguía cocinando al vapor. Colseguros es un barrio muy fresco. La falla era mía, definitivamente.

En la habitación que utilicé como estudio pinté un mural con tizas en la pared más grande. Del costado superior derecho salía una jirafa. Debajo, como mantra, escribí “La acción correcta del universo no requiere tu esfuerzo”. Había dibujos coloridos, muy coloridos, que me tomaron varias noches mientras me sentía feliz por aquello en lo que se iba convirtiendo mi pared. Mi espacio. Mi hogar.

En la mesa de centro de la sala me fascinaba tener flores.

Como el lugar era pequeño, en diciembre no me quedó de otra que hacer un árbol de Navidad en origami.

A veces ponía una silla al lado de una ventana, estiraba los pies y me entregaba a ver el día caer.

La canción que selló mi vida en ese momento fue Una y otra vez, de Manuel Medrano.

2018

En el apartamento de La Hacienda tuve por primera vez un comedor y una estufa con horno. Yo, acostumbrada ya a comer en los muebles o en la cama, recordé las maravillas de tener dónde apoyar el plato y minimizar los regueros. Con el horno disfruté muchos días haciendo tortas que empacaba en cajitas y les regalaba a mis amigos o a mis papás. La más grande era para mí, obvio. Tenían banano y almendras.

Por las mañanas meditaba en el balcón. Como vivía justo al frente de la zona de juegos infantiles de la unidad, en un segundo piso, oía los gritos de los niños que salían a divertirse. Alternaba mi trabajo como periodista con jornadas de refuerzo escolar para los nenes que lo necesitaran y un par de veces hice la clase con mis dos estudiantes en ese parquecito, así que era normal escuchar luego llamados insistentes: “Profe, profe, profe, ¿puedes bajar a jugar con nosotras?”. Y yo, ¿adivinen qué? Bajaba.

Ese año pasó otra gran cosa: me llevé a Stefi a vivir conmigo definitivamente. A mis rutinas diarias se incorporaron dos salidas al parque y muchos “ven, mi amor, no tengas miedo, no te van a hacer nada. Tranquila, chiquita, estoy aquí”: Stefi quería correr hasta el fin del mundo cada vez que un perro, así fuera diminuto, se le acercaba a olerla. En el parque había un grupo de gente que cada tarde sacaba a sus mascotas. Terminamos de amigos e incluso una noche nos tumbamos a tomar cerveza al lado de nuestras bendiciones.

Mi canción del año fue, sin duda, Por fin, de Pablo Alborán.

2019

El mundo se fue haciendo pequeño y me terminé mudando a dos cuadras de un apartamento que desistí de rentar un año antes porque me parecía que estaba en una esquina del mundo. Lejos de todo. Mi nuevo hogar está en Santa Anita.

Fue amor a primera vista: paredes blancas y puertas cafés. ¿Qué otro contraste se necesita en la vida de una minimalista autoproclamada? Cuarto piso. Ascensor. Ventana. Silencio. Acostumbrada ya a vivir sola, cada espacio era una hermosa conquista. Los primeros meses tendía una cobija al lado de la ventana y me acostaba a ver las estrellas. Creo ahora que uno de mis planes favoritos siempre ha sido tumbarme a mirar hacia arriba.

Ubiqué la cama de tal manera que el ángulo en el que entra el sol por las mañanas coincidiera con el espacio que ocupa Stefi. Los domingos son casi siempre de picnic en el parque que queda a dos cuadras: sobre una manta de cuadritos, yo leo algún libro mientras ella explora los alrededores. Desde la terraza se ve un nevado que el señor portero no ha sabido decirme cuál es y yo, tan mala siempre para esas cuestiones de ubicación, tampoco he logrado descubrir.

La canción de este momento ha sido Ley de vida, de Nano Stern.

Posdata

No sé qué me enseñaron para haber crecido con ganas de que mi casa fuera la casa de todos. Cuando va alguien a verme, desde los operarios de Claro hasta los amigos más queridos, lo primero que atino a decir es “Sigue, estás en tu casa”. Si voy de viaje y hago nuevas amistades, les ofrezco mi apartamento como hospedaje en caso de una posible visita.

Podemos, algún día, no sé, tumbarnos a ver las estrellas.

La canción de mi vida ha sido Pasa, de Pedro Guerra.