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lunes, 21 de marzo de 2016

Miedo

Cuando tenía cinco años mi miedo más grande era pensar en el diablo. Me daba rabia conmigo misma cuando permitía que este sujeto se atravesara en mis pensamientos y repetía casi de inmediato “el diablo es malo, no debo pensar en esas cosas”. Quizás un día alguien me había hablado de la maldad que se le atribuye a este ser y desde ese entonces, como un gesto de inocente terquedad, había empezado a pensar en él con exagerada frecuencia y esto me generaba cierto sentimiento de culpa.

En mi mente aparecía como un viejo con cachos y capa roja, idéntico al de los disfraces que veía todos los diciembres. Recuerdo que en una ocasión vi una película en la que dos niños construían un avión de madera y se echaban a volar en él, pero la aventura terminaba en un siniestro que les dejaba varios huesos rotos. Le eché, por supuesto, la culpa al diablo y de inmediato se reavivaron mis pensamientos en ese cachón. “El diablo es malo, no debo pensar en esas cosas”, repetí una vez más.

Pero un día, en uno de esos ataques repentinos de madurés que llegan a los seis años de edad, decidí que no le iba a seguir teniendo miedo a algo que solamente existía en mi imaginación. ¿Acaso alguna vez había visto a ese supuesto diablo?¿había experimentado su presencia? La respuesta a todas mis preguntas fue un rotundo no. A fin de cuentas, el viejito bigotudo no me había hecho nada malo, no debía odiarlo sin razón. Y entonces de ahí en adelante, cuando ocasionalmente asaltaba mis pensamientos, le echaba un saludo y me concentraba de inmediato en cualquier otro tema.

Hoy, a mis 23 años, estoy viviendo quizá la situación más compleja por la que he pasado en toda mi vida y que me suscita varios miedos aún no superados. La vida me ha puesto en medio del proceso de separación de las dos personas que me trajeron al mundo. No estoy sola, claro, me acompañan en este camino espinoso mis dos hermanos menores.

La elección está hecha sin duda alguna: los tres hijos se van con la mamá. Es lo más lógico en una familia en la que nunca existió una relación del todo cercana entre el papá y sus muchachos: los abrazos se reemplazaron muchas veces por palmadas en el hombro, los besos fueron bastante esquivos y las palabras de afecto no fueron frecuentes en los oídos de ninguna de las partes.

Sin embargo, a pesar de todas sus fallas, queda en este hombre un gran pedazo de la vida así no sepamos si algún día volveremos a encontrarnos, así él haya dicho que no quiere saber nada de nadie cuando vivamos en casas separadas.

¿Podrán dejar los padres algún día de ser padres? ¿podremos dejar los hijos algún día de ser hijos? ¿Se podrán olvidar esos lazos con la misma facilidad con la que uno olvida qué ropa se puso la semana pasada?

Tengo miedo, no lo puedo evitar. Escribo entonces algo a modo de catarsis y aprovecho para recordar que a mis cinco años sentía un miedo tan incómodo como el que quizá siento ahora. Las situaciones no son parecidas, claro, pero coinciden en el hecho de que nacen en mi imaginación. Eso es. Asustarse con el futuro es asustarse con la propia imaginación. Nadie, por sabio que sea, sabe qué va a pasar mañana.