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domingo, 7 de abril de 2013

Sobre por qué no veo televisión


“Se van a hacer unos planitos de ustedes a la expectativa, o sea que hagan como si les interesara mucho”, dijo uno de los productores del programa. En ese momento me convencí completamente de que la televisión es una farsa y me entristecí un poco. Pero luego reflexioné y concluí que, de no ser así, este medio ya hubiera quebrado.

La semana pasada estuve en una de las grabaciones de las audiciones de Colombia TieneTalento, porgrama concurso que se emitirá desde mayo por el Canal RCN. Lo primero que sentí cuando llegué al último piso del lugar, donde tuve que hacerme porque no había más puestos libres, fue un aire caliente y espeso, que envolvía un olor intenso a sudor. En el primer piso, en medio de todos los que allá estaban, se veían los jurados: tan perfectos, tan pulcros; tan bien vestidos, tan decentes; tan quietos como quien no se mueve para no untarse de aquello que lo rodea.

Al frente estaba el escenario, lugar en el que los concursantes hacían sus presentaciones y recibían, la mayoría de las veces, los comentarios sarcásticos, odiosos y ofensivos de Alejandra Azcárate, Jose Gaviria y Paola Turbay. Más de los dos primeros que de la última. Además, también se paseaban por la tarima una cantidad de miembros del equipo técnico, quienes se encargaban de que todo estuviera perfecto antes de que la claqueta se cerrara y de que uno de los productores diera la señal de “aplaudan”, justo para empezar la grabación.

Vi tan solo un par de presentaciones antes del receso casi eterno que se tomaron los tres jurados. Durante este tiempo se repartió un refrigerio a las personas del público y se hicieron varios concursos para mantener entretenida a la gente. Un presentador rolo, con un sentido del humor tan pésimo como solo los rolos pueden tener, fue el encargado de tener “animados” a quienes esperábamos que las grabaciones iniciaran de nuevo.

Momentos antes de que los jurados hicieran la entrada triunfal y regresaran a sus sillas, se grabaron una serie de acciones protagonizadas por el público: “vamos a hacer aplausos levantándonos, con toda la euforia, ¡qué espetáculo tan bueno!”, ordenó un productor; “unas risas, así sean fingidas, pero ríanse”, indicó después. Las tomas se repetían tres veces cada una y fueron nueve en total. La mayoría de personas, cual robots manejados por el equipo de producción del programa, obececía a todas las órdenes dadas.

Las grabaciones se reanudaron casi dos horas después, cuando regresaron los jurados. Se presentaron más concursantes, uno cada más o menos 20 minutos porque el equipo de producción necesitaba tiempo para reordenar el escenario. Ya aquí estaba lo suficientemente decepcionada de eso a lo que equivocadamente se le llama Reality Shows, pero algunos comentarios de los jurados lograron fastidiarme más. Me consuelo un poco si pienso que ellos también están medio libretiados y que deben ser tan crudos y ofensivos porque es eso lo que despierta el morbo de la gente y eleva el rating.  

Me fui del teatro con un poco de tristeza, con un poco de fastidio; con la firme conclusión de que la “realidad” en la televisión no es más que una puesta en escena. Y como generalizar es tan sencillo, salí también con muchas razones para argumentar por qué no veo televisión.

sábado, 23 de marzo de 2013

Diatriba contra los malos profesores


Estoy cansada. No aguanto más. Llevo cuatro años soportando una cantidad de profesores mediocres. No me importa que sean unos de los mejores guionistas del país, ni que hayan publicado no sé cuántos libros, ni que sean unos empresarios exitosos y reconocidos, ni que tengan doctorado, maestría y especialización, ni que cuenten una experiencia milenaria si no son capaces si quiera de ganarse la atención de los estudiantes durante la clase.

Y es que el que es buen profesor se conoce desde un principio con cosas tan simples como la preparación de una clase. Hay algunos a los que parece que les avisan la asignación de un curso cinco minutos antes de que este inicie y no les queda más remedio que improvisar. Lo terrible llega cuando las clases continúan siendo una improvisación. Es una falta de respeto que a uno lo obliguen a asistir dos horas para escuchar a alguien que cuenta cómo estuvo su semana, cómo ha sido su vida laboral, qué experiencias ha tenido, qué miedos ha experimentado y otras cosas por este estilo.

Hay otros profesores que, aunque muy estudiados y muy juiciosos en la preparación de sus clases, carecen de las cualidades que convierten a un profesional en un verdadero maestro. De nada vale que alguien planee su curso y tenga todos los conocimientos necesarios si no es capaz, por ejemplo, de proyectar la voz; peor aún, si no es capaz de exigir silencio; mucho peor aún, si sufre de pánico escénico; muchísimo peor aún, si es una persona tan ocupada que no puede asistir a las clases. Con el respeto que se merecen estas personas, yo sugeriría que desistieran de la docencia y se dedicaran a sus profesiones. El problema es que en este país muchos son profesores porque necesitan ese sueldo.

Sin embargo, peor que los docentes acartonados pero con pocas habilidades para la enseñanza, están también los profesores odiosos y perversos por decisión propia: los favoritistas, los chismosos, los que le dicen una cosa al estudiante y le cuentan al directivo otra muy distinta y los que creen que por ser ofensivos, toscos y regañones se van a ganar el respeto de la gente. Con estos sí que no hay nada qué hacer. Que sus vidas sean así no es el problema, el problema es que le inyecten a uno toda esa mala energía y lo hagan desmotivarse cada vez más de esta triste educación.

Lo que me parece más triste de todo es que nosotros los estudiantes, los que tanto nos quejamos en el intermedio de clases, los que hacemos reuniones en los pasillos para hablar de los regulares, malos y pésimos profesores, los que siempre prometemos hacer una carta para quejarnos ante las directivas, no seamos capaces de hacer nada. Basta con que el profesor malo nos ponga una buena nota, cosa que generalmente ocurre, para que quedemos contentos y pensemos que “en el fondo no era tan malo”, así sepamos que en esa clase no aprendimos ni M.

La invitación es entonces doble: a los profesores malos, quienes estoy segura de que saben que lo son, para que replanteen su oficio, sus clases, sus actitudes e incluso sus vidas; y a los estudiantes inconformes, para que hablen, se quejen, exijan y ayuden a mejorar esta educación colombiana. Pueden empezar con algo tan simple como una entrada en un blog. 


lunes, 4 de marzo de 2013

La moda de las cabezas agachadas (II parte)


Hace varios años, para la editorial de una revista de mi universidad, escribí un artículo sobre una preocupación enorme que tenía en aquel momento: todos mis compañeros caminaban por los pasillos con sus cabezas agachadas, como si tuvieran la pena más profunda en su corazón. La conclusión de mi escrito era que, en realidad, nada de esto era cierto: lo que sucedía simplemente era que ya todos tenían Blackberry.


Hoy, casi dos años después, puedo darme cuenta de que la situación sigue intacta, incluso peor. No acostumbro a incluir datos externos en mis artículos, pero me llamó la atención encontrar una investigación cuyos resultados afirman que el 70% de los usuarios de Blackberry consideran que no son adictos a estos aparatos; no obstante, al mismo tiempo aceptan que no podrían vivir sin ellos. Aseguraron inclusive que sus celulares tenían un valor sentimental porque los acompañaban y los alejaban de la soledad.

Por esto y mucho más, la nomofobia (“no mobile-phone phobia”) sigue creciendo. Y  es que claro, ¿quién puede despegarse de un aparato que le permite entrar a internet, enviar/recibir correos electrónicos, descargar/escuchar música, tomar/editar fotografías, grabar videos, acceder a juegos maravillosos y hablar con infinidad de personas al tiempo? Si yo tuviera uno, de seguro viviría también con la cabeza agachada.

El problema son las dimensiones que ha alcanzado este fenómeno social. Cobra sentido aquí aquel dicho común que asegura que “todo en exceso es malo”, pues el uso constante de los smartphones ya es considerado una adicción comparable con la que generan las drogas, debido a las similitudes del perfil clínico de ambos adictos. Según un estudio realizado en la Universidad de Maryland, la mayoría de estudiantes experimentan un síndrome de abstinencia cuando están lejos de sus Blackberry, con síntomas como ansiedad y preocupación. Creo yo que en nuestro país no estamos lejos de esto, si es que no sucede ya.

Por otra parte, si bien es cierto que a todos nos encantan aquellas cosas que nos facilitan la vida, no es racional darle tanta importancia a un minúsculo aparato electrónico. Quizás este fenómeno se deba a que no estábamos preparados para tanta tecnología junta y nos dejamos deslumbrar por las maravillas que los smartphones nos ofrecen. Lo triste del asunto es que todo es mentira, no es más que una gran fantasía: los encuentros virtuales no se compararán nunca con los personales, ni las charlas por chat serán tan divertidas y sinceras como lo podrán ser en un encuentro de verdad, verdad.

Así pues, aquella “moda de las cabezas agachadas” de la que hablé en mi artículo de hace dos años sigue siendo algo muy evidente y preocupante. Saludos a todos los nomofóbicos a quienes se les acaba el mundo cuando se les descarga el celular, a quienes parecen morir cuando se quedan sin señal, a quienes se sientan en grupo y no despegan los ojos de la pantalla; saludos también, claro está, a todos aquellos que, como yo, se niegan a dejarse absorber por una caja inerte, llena de circuitos y resistencias, que puede obligarlos incluso a visitar a un psiquiatra. 

jueves, 21 de febrero de 2013

Sigue el vivo viviendo del bobo


A mí nunca me han gustado esos eventos que alborotan a todo el mundo, regalan unas cuantas cosas, se terminan, recogen las cosas y dejan todo despelotado. Me parece que son innecesarios y que siempre la perturbación que causan es mayor a los beneficios que dejan. Y es que claro: no es para nada agradable que uno esté por ahí tranquilo y que un estruendo lo saque de ese estado, y que encima de todo vea a un poco de pendejos emocionados, esperando a ver qué se pueden ganar por ahí.

El miércoles pasado hubo un evento de estos en mi universidad. Empleados de Samsung armaron, desde el día anterior, una estructura metálica enorme que servía para sostener una réplica gigante del último celular que lanzaron al mercado. Cuando lo vi desde lejos, parecía que este aparato estuviera en el cielo. Uno tenía que levantar la cabeza y luchar con los rayos de sol que se chocaban con la retina para poder observar semejante artefacto ahí suspendido, toda una deidad.

Al otro día, a eso de las 10:00am, la fiesta comenzó. El celular gigante resultó estar lleno de papelillos plateados y varias hojitas con premios: en una, solamente en una, estaba la noticia de que se había ganado el celular (uno real, por supuesto). Con otras se obtenían descuentos para comprar el aparato. De resto,  los papeles no hicieron más que alfombrar la plazoleta con basura.

Casualmente yo pasaba por ahí y me quedé observando el espectáculo junto a dos trabajadores de la universidad. Todos nos preguntamos qué era lo que sucedía y muy pronto nos dimos cuenta: evidentemente la piñata ya se había roto porque los estudiantes se empujaban para agarrar algún papel con premio. Fue algo increíble, ni si quiera en las piñatas de niños, a las que uno iba con la ilusión de coger alguito y meterlo en la bolsa que le tenía la mamá, y si no cogía nada se iba llorando de la fiesta, sucede cosa semejante.

Lo que más extraño se me hizo fue que el día anterior, mientras armaban la estructuras, me acerqué y tuve una pequeña conversación con uno de los que ahí estaban. Me comentó que el evento lo habían hecho en muchas universidades del país y que la Javeriana no había puesto ningún problema. ¿Ningún problema?, -dije. -¡Pero si acá ponen problema para todo!  Hay ocasiones en las que uno como estudiante tiene que hablar casi que hasta con el sumo pontífice para que le permitan llevar a cabo algo.

A fin de cuentas, como dice el conocido refrán, cada loco con su cuento. Que se estreguen el sudor, que se agarren a golpes. Lo que sí me da rabia, a pesar de todos los atenuantes que pueda tener, es que sean los aseadores de la universidad los que tengan que limpiar el reguero después de que se termine todo. Lo sé porque me lo confirmaron los trabajadores con los que hablé. Samsung se encarga de montar, alborotar, regalar y desbaratar. De ahí en adelante, lo que suceda es problema de la institución. ¿Que el piso quedó lleno de papelitos plateados? Bien pueda, amigo aseador, traiga escoba y recogedor y disfrute de ese sol de mediodía.    

lunes, 4 de febrero de 2013

La supernumeraria


Cuando medio abrí el ojito, acostada en la camilla y con un pánico enorme, vi que el doctor se estaba echando la bendición. Él, al sentirse descubierto, me confesó, con una naturalidad de la que sería incapaz de dudar, que siempre se encomendaba a Dios antes de iniciar cualquier procedimiento quirúrgico. Yo suspiré e intenté relajarme un poco: “no va a doler, no va a doler. Lo puedo controlar, el dolor es mental”.

Resulta que no tenía cuatro muelas cordales sino cinco. Lo descubrió una odontóloga en la radiografía, cuando notó la presencia una especie de alien diminuto que estaba encima de la cordal superior derecha. Mi mamá dice que esa calcificación obedece a la succión excesiva de líquido materno en mi etapa lactante, es decir, que me salió otro diente por chupar tanta teta. Y yo le creo, suena coherente. El problema, a fin de cuentas, no era la supernumeraria: eran los estragos que las “muelitas del juicio” estaban causando en mi boca. Había que sacarlas.

El doctor empezó con la de arriba. Me sacaría tres y luego, en otra cita, las otras dos. Me puso la anestesia en dos lugares con la promesa de que no dolería, aunque a mí me dolió hasta el alma. Esperó un momento, pero cuando irrumpió con sus pinzas yo aún sentía dolor. Sugirió aplicarme más anestesia y acepté sin pensarlo: prefería otro dolorcito en el alma en vez de sentir cómo me arrancaban la muelita de las entrañas. Cuando me chuzó, lo sentí todo. Efectivamente, la anestesia no me había hecho suficiente efecto.

Encontrar un buen cirujano no fue tarea fácil. Averigüé primero con una doctora y todo me salía, aproximadamente, en 900mil pesos. El estómago se me retorció y preferí abandonar ese consultorio. Fue la mejor decisión. Luego visité a otro y me hicieron de nuevo toda la cotización: “te lo dejo… mm… todo, las cinco… en… mm… 650mil”. No estaba mal, pero seguía siendo muy alto para el presupuesto de una estudiante. Después averigüé con otra odontóloga que, aún con la radiografía en mano, no se dio cuenta de que tenía una muela de más. Ay, ay. Si no notó algo tan evidente, corría el riesgo de que hasta me confundiera las muelas y terminara sacándome las que no eran. Acabé en el consultorio del doctor Villada, el cirujano elegido por haber demostrado su profesionalismo en el diagnóstico y, más importante aún, por haberme dado un muy buen precio para las extracciones.

Cuando el forcejeo comenzó, empecé a gemir del dolor. Fue tanto mi lloriqueo que el odontólogo tuvo que decirme que por favor hiciera silencio porque lo inquietaba a él. Hicimos el trato de que yo solo me quejaría en caso de que me doliera, y ahí me di cuenta de que lo mío eran ganas de joder: no sentía dolor alguno, solamente la impresión de los movimientos.  Con las mejores intenciones, el cirujano me comentaba el procedimiento para que yo fuera perdiendo los nervios: “ya te cogió la anestesia, ahora voy a introducir las pinzas, voy a agarrar la muela”. Sin embargo, en un momento me confesó algo que jamás deseé haber escuchado: “ahora voy a levantarte la encía” ¿Levantar la encía? ¿Quién no se aterroriza cuando le anuncian que le van a levantar la encía? Casi me desmayo. Logré soportarlo todo y salieron las dos primeras muelas. El pequeño alien ya estaba fuera de mí.

Me dejó sola un momento y lo que más deseé fue ver a mi mamá. A ella no la habían dejado entrar que porque el consultorio era muy pequeño. A pesar de que le rogué al doctor que le permitiera pasar, le dije que no importaba porque ella era chiquita y le aseguré que se acomodaría sin problema en cualquier parte, la respuesta fue negativa siempre. Estaba yo ahí sola, tirada en una camilla, con la boca a medio cerrar y un sabor a sangre que ya me estaba hostigando. De no ser porque me fascina ese sabor a hierro, hubiera vomitado sin remedio alguno.

Momentos después, quizás unos 10 minutos más tarde, regresó el doctor Villada. Esta vez se alistaba para sacarme la muela cordal inferior derecha, la que más me molestaba. Sus raíces estaban hacia lados contrarios y esto complejizaba la situación. Gaza, pinzas y alicate: la muela no quería salir. Abajo no me cogió muy bien la anestesia y en esta ocasión no pude contener las lágrimas. Lloré tanto que, creo, la camilla quedó empapada. El doctor no me puso cuidado sino que siguió con el procedimiento: entre más rápido, mejor. No podíamos dejar que el poco adormecimiento que tenía se pasara por completo. Yo, en la mente, le hacía promesas a mi muelita para que saliera sin problemas: “Sal de ahí, chiquita, que te quiero conocer. Te prometo que no te dejaré, estarás siempre conmigo. Apúrate que me estás haciendo daño”. Por todas mis súplicas, creo, la muela se partió. El doctor la sacó en dos partes y yo seguí llorando, pero de la alegría. Me cogieron los puntos y se dio por terminada la operación. Estaba viva, eso era lo importante. Viva y con tres muelas menos.

Lo último que me preguntó del doctor, después de haberme parado de la camilla mojada y haber visto a mi madre de nuevo, no se me hizo nada gracioso: “Bueno, ¿para cuándo programamos la próxima cita?”. “Para nunca, doctor”, le grité en mis adentros. Pero como la buena educación fue algo que me enseñaron desde chiquita, preferí decirle que luego planeábamos eso. Muy bueno el doctor, pero ese tipo de dolores son poco tolerables para mí. Guardé mis muelas en una servilleta, pero antes las observé con detenimiento. Estaban asquerosas,  llenas de sangre y de tejidos blandos. Sin embargo, debía cumplirles la promesa que les hice para que salieran fácil: que las iba a conservar siempre conmigo.

lunes, 28 de enero de 2013

La maldita manía de dormir en los buses

El que nunca lo haya hecho, se ha perdido de uno de esos grandes pequeños placeres, y el que se haya pasado por no despertar a tiempo, conoce lo que es tener un susto de verdad.


Me monté a esa Ermita 1 un día cualquiera de un mes cualquiera, esos datos son irrelevantes. Como de costumbre, elegí el puesto indicado para mi práctica cotidiana: dormir en el bus de regreso a casa. Cuando ya todo estuvo listo, cuando el turupito de la ventana no me tallaba y el otro vidrio estaba abierto para no morir del calor, cerré mis ojos. Si todo salía como siempre, en los próximos cinco minutos iba a estar sumergida en un sueño profundo y deliciosito, más deliciosito que profundo.

El bus siempre viene vacío, así que no tengo problemas para acomodarme donde se me antoje. Aquel día no fue la excepción. Sin embargo, algo extraño estaba ocurriendo: pasaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete minutos y, como el barquito que no podía navegar, yo no podía quedarme dormida. Fui testigo de todo: de cómo una gente se subía y se acomodaba, mientras otra timbraba y se bajaba; de cómo las personas se sentaban a mi lado y se paraban al rato porque ya habían llegado a su destino; de cómo el conductor frenaba cada tanto para recoger a los pasajeros que esperaban con paciencia. No fue como los otros días y se me hizo muy extraño. Estaba perdiendo unos minutos de sueño valiosísimos.

Quizás, pensé, había quedado muy prevenida desde aquella otra noche en la que me había pasado por venir soñando. Ese día me desperté unas cuadras después de mi casa, justo antes de llegar a unas calles muy feas del centro de la ciudad, donde aún podía devolverme caminando sin correr tanto peligro. Por fortuna, la pasada de aquella vez no fue tan grave: no hubiera sabido qué hacer, uno medio dormido no piensa bien.

Continué mi trayecto ese día cualquiera, mientras seguía presenciándolo todo. Cada vez se me hacía más extraño mi insomnio inexplicado, más aún porque era de noche y había tenido clases desde muy temprano. Igual, qué más daba: ya iba a llegar a mi casa. De repente, un frenazo del bus me sacó de mis pensamientos… y de mi profundísimo sueño. ¡Puta! Me había pasado de nuevo. De no ser por ese conductor incauto que frenó en seco, yo hubiera llegado hasta no sé dónde. Lo imaginé todo, lo viví en mis sueños. Hoy recuerdo con cariño aquel susto tan tremendo: Ay, Linita. Qué imaginación esa tuya. Bajate y caminá, que esto por acá es peligrosísimo.

*Imagen tomada de: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg54GSPMuBGflKfe3LdXjuVugadm7zt9uY-iTWGdQoZIqNypI0qS7ntLeTb1t5KGEnTEj58JsIvVXIw5gNv4XsEdHx1GpTnsbcajGrB_0Ilb-_x5r9e0vKKbimPYn6s7nmc69w2pBXWnVps/s1600/dormir-bus.png

lunes, 14 de enero de 2013

Otra vez pisé algo blandito


Otra vez pisé algo blandito y no sé qué pudo haber sido.
Era casi baboso, casi jugoso.
Era casi esponjoso, casi resbaloso.
Otra vez pisé algo blandito y me da miedo haberle hecho daño.
Era casi tan bueno, casi tan noble.
Era casi tan tímido, casi tan tierno.
Otra vez pisé algo blandito y creo que me voy dando cuenta.
Me decía cosas lindas y me daba besos a la madrugada.
Me acariciaba la cara y me cogía la mano.
Otra vez pisé algo blandito y creo que lo herí bastante.
Estaba ya remendado y tenía pisadas fuertes.
Se movía muy lento y se tropezaba a menudo.
Otra vez pisé algo blandito y no me arrepiento de lo que hice.
Me tenía cansada y no quería verlo más.
Estorbaba en mi vida y no le encontraba utilidad alguna.
Otra vez pisé algo blandito y ya lo descubrí.
Llévatelo lejos y no lo traigas nunca.
Mira que está herido y puede morir pronto.
Porque otra vez pisé algo blandito y ese es tu corazón.

martes, 8 de enero de 2013

Fantasía de balcón en marzo

Y ella seguía ahí, cabalgando velozmente como quien huye de una batalla que amenaza con arrebatarle la vida. Yo la observaba desde el balcón de mi cuarto y me dejaba seducir por los dibujos que hacían sus rizos negros al ritmo del viento de aquella tarde de marzo. En ocasiones me sentía preso del desespero por no poder acudir a su rescate y ayudarla a escapar sin que sufriera ningún daño, pero al mismo tiempo sabía que estaba actuando de la mejor manera: nadie mejor que ella para completar aquella misión. Si mi intervención le arruinaba los planes, no iba a poder perdonármelo jamás.

Me estremecí aún más cuando pasó por el lado de aquel monstro con collar de cuero, que quiso derribarla del  caballo para comérsela de a pedacitos. Por fortuna, la princesa logró escapar y superar su mayor obstáculo. Sin darme cuenta, yo ya estaba sentado en la reja, preparado para saltar hasta el primer piso cuando el riesgo incrementara.

El sudor ya le recorría la cara y el barro se abrazaba a sus pantalones. La princesa de rizos negros seguía cabalgando con ímpetu, decidida a conseguir la victoria. Su bestia parecía inanimada, sin sentimientos. Corría siempre con la misma expresión y no se estremecía ni ante el más terrorífico ataque. Sin darme cuenta, ya estaba sudando yo también. Tenía el corazón acelerado y me estaba mordiendo las uñas, pero seguía bien agarrado del balcón.

De repente, en un pestañeo, la princesa pareció perder el equilibrio y se derrumbó inevitablemente: era el momento perfecto para mi intervención heroica. Vi el suelo demasiado lejos, así que preferí deslizarme por la baranda de las escaleras para llegar al primer piso. Salí a su rescate y me tropecé con la bestia tirada en el suelo, casi sin dolor, casi sin vida. No me detuve ahí sino que fui a salvar a la dueña de esos hermosos rizos de ensueño. Tenía un roto en su pantalón embarrado y le chorreaban unas goticas de sangre de la rodilla derecha. Nuestro pequeño French Poodle ladraba con vehemencia y hacía sonar la campanita que le colgaba de su collar de cuero. Agarré a la princesa en mis brazos y traté de calmar su llanto, pero mi esfuerzo fue inútil.

-¿Qué le pasó a tu hermana? –preguntó mamá, desesperada, desde la puerta.

-Tranquila, madre. Se cayó de su caballito de madera y se raspó la rodilla.

miércoles, 2 de enero de 2013

De rotos, enojos y amenazas


El 31 de diciembre del año que acaba de irse, mi hermano menor decidió hacerse una expansión de 3,5mm en la oreja derecha. Como en otros casos, en este no importó el tamaño: así hubiera sido de 1mm, mi mamá se hubiera molestado profunda y rotundamente. De hecho, su disgusto fue tanto que amenazó con irse a dormir justo después de repartir la cena a las 12 para dejarnos aburridos a todos.

Esta situación anunció una noche traumática y me hizo revivir lo sucedido seis años atrás: un sábado del 2007, a mis 14 años, salí con un grupo de amigos a un centro comercial. En el camino, decidimos entrar a un lugar donde hacían piercings y tatoos, simplemente para curiosear. Jamás se me había pasado por la cabeza perforarme algo que no fueran las orejas, pero ese día el mundo conspiró para que yo decidiera hacerme un roto en la lengua.

Aun consciente de que mi mamá, como mínimo, me echaría de la casa, acepté invertir esos 20mil pesitos que, por cierto, no salieron de mi bolsillo. Firmé los documentos con datos falsos y pasé a una salita en la que me perforarían sin compasión.  Fue un dolor traumático, molesto y fastidioso. Tenía los ojos cerrados, pero algo me impulsó a abrirlos cuando tenía una aguja gigante atravesada en la lengua y lo vi todo en el espejo. Quise no haber tomado nunca esa decisión, pero ya el hueco estaba hecho y no había marcha atrás. Introdujeron la joya, me dieron unas indicaciones básicas de higiene y cuidado y seguí mi camino con una mezcla entre felicidad y dolor.

Cuando llegué a mi casa ya estaba preparada para ocultarlo todo. Al día siguiente le regalé la arepa del desayuno a mi hermano, sin que mamá se diera cuenta, porque no podía ni siquiera mover mi músculo con papilas. De los días siguientes no recuerdo mucho, de hecho no sé qué sucedió ni cuántos días pasaron hasta aquella vez que mi hermana menor me preguntó que qué era lo que me brillaba en la boca. Estaba comiéndome un sándwich en el recreo del colegio y Karen, a sus siete años y con su curiosidad de siempre,  me hizo aquel cuestionamiento fatal. Logré convencerla de que no era nada y creí haber logrado la misión. Pero ella, muy astuta, llegó a la casa a contarle a mi mamá que yo tenía un piercing en la lengua y que ya me lo había visto.

Aquella tarde, mi mamá me dio la orden más atemorizante que recuerdo de estos 20 años de vida: “saque la lengua”. El regaño no vale la pena recordarlo, porque lo que más me dolió fue la condición: “no vuelve a salir hasta que no se quite eso”. Como buena adolescente, rebelde y caprichosa, preferí idear la forma de engañar a mamá. Y claro, me di cuenta de que, si quitaba las dos bolitas de la joya, parecía que no tuviera nada. Todo fue efectivo y puede salir aquella vez. Sin embargo, mi mamá se interesó por el estado de mi lengua después de haberme quitado esa “cosa horrible” y quiso revisarme al día siguiente. Ahí supo que aún tenía la barra incrustada.

Le expliqué que lo que sucedía era que yo no podía quitarme eso sola porque podría infectase, así que debía ir al lugar donde me habían hecho la perforación… y con esta otra mentira pude disfrutar aquel sábado con mis amigos. De ahí siguieron días de discusiones y molestias, porque nunca me quité mi piercing. Ella seguía firme en la idea de que eso era feo, que no iba conmigo, que los rotos eran para otro tipo de gente; yo decía que eso era libertad, que no tenía malos significados y que con mi lengua yo hacía lo que quisiera.

Un día cualquiera mi mamá aceptó que yo no me quitaría la joya por más de que ella insistiera y, con resignación, estuvo de acuerdo con mi piercing en la lengua. Sin embargo, por alguna de esas extrañas leyes de Murphy, después de eso dejó de gustarme mi perforación. Ya no la veía bonita, ya no me sentía mejor con ella. Ya me la quería quitar y así lo hice.

Conservo todavía el orificio y uso mi joya de vez en cuando, aunque no por más de un día. La mejor parte de esta historia desviada es que el 31 de diciembre mi mamá no se acostó temprano y pudimos compartir en familia la llegada del año nuevo, como sucede siempre. Mi hermano continúa con su expansión y el mundo no se detuvo ni se acabó, ni por los mayas ni por ese hueco en la oreja. Estamos bien y estamos vivos. Eso es lo importante.