Me monté a esa Ermita 1 un día
cualquiera de un mes cualquiera, esos datos son irrelevantes. Como de costumbre,
elegí el puesto indicado para mi práctica cotidiana: dormir en el bus de
regreso a casa. Cuando ya todo estuvo listo, cuando el turupito de la ventana no me tallaba y el otro vidrio estaba
abierto para no morir del calor, cerré mis ojos. Si todo salía como siempre, en
los próximos cinco minutos iba a estar sumergida en un sueño profundo y
deliciosito, más deliciosito que profundo.
El bus siempre viene vacío, así
que no tengo problemas para acomodarme donde se me antoje. Aquel día no fue la
excepción. Sin embargo, algo extraño estaba ocurriendo: pasaron uno, dos, tres,
cuatro, cinco, seis, siete minutos y, como el barquito que no podía navegar, yo
no podía quedarme dormida. Fui testigo de todo: de cómo una gente se subía y se
acomodaba, mientras otra timbraba y se bajaba; de cómo las personas se sentaban
a mi lado y se paraban al rato porque ya habían llegado a su destino; de cómo
el conductor frenaba cada tanto para recoger a los pasajeros que esperaban con
paciencia. No fue como los otros días y se me hizo muy extraño. Estaba
perdiendo unos minutos de sueño valiosísimos.
Quizás, pensé, había quedado muy
prevenida desde aquella otra noche en la que me había pasado por venir soñando.
Ese día me desperté unas cuadras después de mi casa, justo antes de llegar a
unas calles muy feas del centro de la ciudad, donde aún podía devolverme
caminando sin correr tanto peligro. Por fortuna, la pasada de aquella vez no fue
tan grave: no hubiera sabido qué hacer, uno medio dormido no piensa bien.
Continué mi trayecto ese día
cualquiera, mientras seguía presenciándolo todo. Cada vez se me hacía más
extraño mi insomnio inexplicado, más aún porque era de noche y había tenido
clases desde muy temprano. Igual, qué más daba: ya iba a llegar a mi casa. De
repente, un frenazo del bus me sacó de mis pensamientos… y de mi profundísimo
sueño. ¡Puta! Me había pasado de nuevo. De no ser por ese conductor incauto que
frenó en seco, yo hubiera llegado hasta no sé dónde. Lo imaginé todo, lo viví
en mis sueños. Hoy recuerdo con cariño aquel susto tan tremendo: Ay, Linita.
Qué imaginación esa tuya. Bajate y caminá, que esto por acá es peligrosísimo.