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lunes, 28 de enero de 2013

La maldita manía de dormir en los buses

El que nunca lo haya hecho, se ha perdido de uno de esos grandes pequeños placeres, y el que se haya pasado por no despertar a tiempo, conoce lo que es tener un susto de verdad.


Me monté a esa Ermita 1 un día cualquiera de un mes cualquiera, esos datos son irrelevantes. Como de costumbre, elegí el puesto indicado para mi práctica cotidiana: dormir en el bus de regreso a casa. Cuando ya todo estuvo listo, cuando el turupito de la ventana no me tallaba y el otro vidrio estaba abierto para no morir del calor, cerré mis ojos. Si todo salía como siempre, en los próximos cinco minutos iba a estar sumergida en un sueño profundo y deliciosito, más deliciosito que profundo.

El bus siempre viene vacío, así que no tengo problemas para acomodarme donde se me antoje. Aquel día no fue la excepción. Sin embargo, algo extraño estaba ocurriendo: pasaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete minutos y, como el barquito que no podía navegar, yo no podía quedarme dormida. Fui testigo de todo: de cómo una gente se subía y se acomodaba, mientras otra timbraba y se bajaba; de cómo las personas se sentaban a mi lado y se paraban al rato porque ya habían llegado a su destino; de cómo el conductor frenaba cada tanto para recoger a los pasajeros que esperaban con paciencia. No fue como los otros días y se me hizo muy extraño. Estaba perdiendo unos minutos de sueño valiosísimos.

Quizás, pensé, había quedado muy prevenida desde aquella otra noche en la que me había pasado por venir soñando. Ese día me desperté unas cuadras después de mi casa, justo antes de llegar a unas calles muy feas del centro de la ciudad, donde aún podía devolverme caminando sin correr tanto peligro. Por fortuna, la pasada de aquella vez no fue tan grave: no hubiera sabido qué hacer, uno medio dormido no piensa bien.

Continué mi trayecto ese día cualquiera, mientras seguía presenciándolo todo. Cada vez se me hacía más extraño mi insomnio inexplicado, más aún porque era de noche y había tenido clases desde muy temprano. Igual, qué más daba: ya iba a llegar a mi casa. De repente, un frenazo del bus me sacó de mis pensamientos… y de mi profundísimo sueño. ¡Puta! Me había pasado de nuevo. De no ser por ese conductor incauto que frenó en seco, yo hubiera llegado hasta no sé dónde. Lo imaginé todo, lo viví en mis sueños. Hoy recuerdo con cariño aquel susto tan tremendo: Ay, Linita. Qué imaginación esa tuya. Bajate y caminá, que esto por acá es peligrosísimo.

*Imagen tomada de: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg54GSPMuBGflKfe3LdXjuVugadm7zt9uY-iTWGdQoZIqNypI0qS7ntLeTb1t5KGEnTEj58JsIvVXIw5gNv4XsEdHx1GpTnsbcajGrB_0Ilb-_x5r9e0vKKbimPYn6s7nmc69w2pBXWnVps/s1600/dormir-bus.png

lunes, 14 de enero de 2013

Otra vez pisé algo blandito


Otra vez pisé algo blandito y no sé qué pudo haber sido.
Era casi baboso, casi jugoso.
Era casi esponjoso, casi resbaloso.
Otra vez pisé algo blandito y me da miedo haberle hecho daño.
Era casi tan bueno, casi tan noble.
Era casi tan tímido, casi tan tierno.
Otra vez pisé algo blandito y creo que me voy dando cuenta.
Me decía cosas lindas y me daba besos a la madrugada.
Me acariciaba la cara y me cogía la mano.
Otra vez pisé algo blandito y creo que lo herí bastante.
Estaba ya remendado y tenía pisadas fuertes.
Se movía muy lento y se tropezaba a menudo.
Otra vez pisé algo blandito y no me arrepiento de lo que hice.
Me tenía cansada y no quería verlo más.
Estorbaba en mi vida y no le encontraba utilidad alguna.
Otra vez pisé algo blandito y ya lo descubrí.
Llévatelo lejos y no lo traigas nunca.
Mira que está herido y puede morir pronto.
Porque otra vez pisé algo blandito y ese es tu corazón.

martes, 8 de enero de 2013

Fantasía de balcón en marzo

Y ella seguía ahí, cabalgando velozmente como quien huye de una batalla que amenaza con arrebatarle la vida. Yo la observaba desde el balcón de mi cuarto y me dejaba seducir por los dibujos que hacían sus rizos negros al ritmo del viento de aquella tarde de marzo. En ocasiones me sentía preso del desespero por no poder acudir a su rescate y ayudarla a escapar sin que sufriera ningún daño, pero al mismo tiempo sabía que estaba actuando de la mejor manera: nadie mejor que ella para completar aquella misión. Si mi intervención le arruinaba los planes, no iba a poder perdonármelo jamás.

Me estremecí aún más cuando pasó por el lado de aquel monstro con collar de cuero, que quiso derribarla del  caballo para comérsela de a pedacitos. Por fortuna, la princesa logró escapar y superar su mayor obstáculo. Sin darme cuenta, yo ya estaba sentado en la reja, preparado para saltar hasta el primer piso cuando el riesgo incrementara.

El sudor ya le recorría la cara y el barro se abrazaba a sus pantalones. La princesa de rizos negros seguía cabalgando con ímpetu, decidida a conseguir la victoria. Su bestia parecía inanimada, sin sentimientos. Corría siempre con la misma expresión y no se estremecía ni ante el más terrorífico ataque. Sin darme cuenta, ya estaba sudando yo también. Tenía el corazón acelerado y me estaba mordiendo las uñas, pero seguía bien agarrado del balcón.

De repente, en un pestañeo, la princesa pareció perder el equilibrio y se derrumbó inevitablemente: era el momento perfecto para mi intervención heroica. Vi el suelo demasiado lejos, así que preferí deslizarme por la baranda de las escaleras para llegar al primer piso. Salí a su rescate y me tropecé con la bestia tirada en el suelo, casi sin dolor, casi sin vida. No me detuve ahí sino que fui a salvar a la dueña de esos hermosos rizos de ensueño. Tenía un roto en su pantalón embarrado y le chorreaban unas goticas de sangre de la rodilla derecha. Nuestro pequeño French Poodle ladraba con vehemencia y hacía sonar la campanita que le colgaba de su collar de cuero. Agarré a la princesa en mis brazos y traté de calmar su llanto, pero mi esfuerzo fue inútil.

-¿Qué le pasó a tu hermana? –preguntó mamá, desesperada, desde la puerta.

-Tranquila, madre. Se cayó de su caballito de madera y se raspó la rodilla.

miércoles, 2 de enero de 2013

De rotos, enojos y amenazas


El 31 de diciembre del año que acaba de irse, mi hermano menor decidió hacerse una expansión de 3,5mm en la oreja derecha. Como en otros casos, en este no importó el tamaño: así hubiera sido de 1mm, mi mamá se hubiera molestado profunda y rotundamente. De hecho, su disgusto fue tanto que amenazó con irse a dormir justo después de repartir la cena a las 12 para dejarnos aburridos a todos.

Esta situación anunció una noche traumática y me hizo revivir lo sucedido seis años atrás: un sábado del 2007, a mis 14 años, salí con un grupo de amigos a un centro comercial. En el camino, decidimos entrar a un lugar donde hacían piercings y tatoos, simplemente para curiosear. Jamás se me había pasado por la cabeza perforarme algo que no fueran las orejas, pero ese día el mundo conspiró para que yo decidiera hacerme un roto en la lengua.

Aun consciente de que mi mamá, como mínimo, me echaría de la casa, acepté invertir esos 20mil pesitos que, por cierto, no salieron de mi bolsillo. Firmé los documentos con datos falsos y pasé a una salita en la que me perforarían sin compasión.  Fue un dolor traumático, molesto y fastidioso. Tenía los ojos cerrados, pero algo me impulsó a abrirlos cuando tenía una aguja gigante atravesada en la lengua y lo vi todo en el espejo. Quise no haber tomado nunca esa decisión, pero ya el hueco estaba hecho y no había marcha atrás. Introdujeron la joya, me dieron unas indicaciones básicas de higiene y cuidado y seguí mi camino con una mezcla entre felicidad y dolor.

Cuando llegué a mi casa ya estaba preparada para ocultarlo todo. Al día siguiente le regalé la arepa del desayuno a mi hermano, sin que mamá se diera cuenta, porque no podía ni siquiera mover mi músculo con papilas. De los días siguientes no recuerdo mucho, de hecho no sé qué sucedió ni cuántos días pasaron hasta aquella vez que mi hermana menor me preguntó que qué era lo que me brillaba en la boca. Estaba comiéndome un sándwich en el recreo del colegio y Karen, a sus siete años y con su curiosidad de siempre,  me hizo aquel cuestionamiento fatal. Logré convencerla de que no era nada y creí haber logrado la misión. Pero ella, muy astuta, llegó a la casa a contarle a mi mamá que yo tenía un piercing en la lengua y que ya me lo había visto.

Aquella tarde, mi mamá me dio la orden más atemorizante que recuerdo de estos 20 años de vida: “saque la lengua”. El regaño no vale la pena recordarlo, porque lo que más me dolió fue la condición: “no vuelve a salir hasta que no se quite eso”. Como buena adolescente, rebelde y caprichosa, preferí idear la forma de engañar a mamá. Y claro, me di cuenta de que, si quitaba las dos bolitas de la joya, parecía que no tuviera nada. Todo fue efectivo y puede salir aquella vez. Sin embargo, mi mamá se interesó por el estado de mi lengua después de haberme quitado esa “cosa horrible” y quiso revisarme al día siguiente. Ahí supo que aún tenía la barra incrustada.

Le expliqué que lo que sucedía era que yo no podía quitarme eso sola porque podría infectase, así que debía ir al lugar donde me habían hecho la perforación… y con esta otra mentira pude disfrutar aquel sábado con mis amigos. De ahí siguieron días de discusiones y molestias, porque nunca me quité mi piercing. Ella seguía firme en la idea de que eso era feo, que no iba conmigo, que los rotos eran para otro tipo de gente; yo decía que eso era libertad, que no tenía malos significados y que con mi lengua yo hacía lo que quisiera.

Un día cualquiera mi mamá aceptó que yo no me quitaría la joya por más de que ella insistiera y, con resignación, estuvo de acuerdo con mi piercing en la lengua. Sin embargo, por alguna de esas extrañas leyes de Murphy, después de eso dejó de gustarme mi perforación. Ya no la veía bonita, ya no me sentía mejor con ella. Ya me la quería quitar y así lo hice.

Conservo todavía el orificio y uso mi joya de vez en cuando, aunque no por más de un día. La mejor parte de esta historia desviada es que el 31 de diciembre mi mamá no se acostó temprano y pudimos compartir en familia la llegada del año nuevo, como sucede siempre. Mi hermano continúa con su expansión y el mundo no se detuvo ni se acabó, ni por los mayas ni por ese hueco en la oreja. Estamos bien y estamos vivos. Eso es lo importante.