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lunes, 24 de octubre de 2016

Es tan frágil, tan, pero tan frágil la vida...

Lo que menos se imagina uno cuando se levanta es que esa noche va a estar asistiendo a un funeral. Que ese es el plan. Que inmediatamente se van a la basura todas las otras posibilidades porque ese día, justo ese día y no otro, va a tener que estar llorando un muerto. Y va a querer hacerlo.

Es tan frágil, tan, pero tan, pero tan, pero tan frágil la vida que un día se acaba. Así, sin más. No avisa, no alerta. Se va y ya. Y cuando se va, cuando alguien desaparece en un segundo, cuando ya no respira, cuando uno entiende que no lo volverá a ver nunca jamás, parece que todo lo que ha podido molestarnos en algún momento es una completa estupidez. Basura. Parte del mundito en el que caminamos a diario, el que nos rompe, el que nos alegra. Pero hay algo, debe haber algo más allá. Algo a donde regresan aquellos a los que el corazón ya no les late, algo más grande. El universo.

Y los demás, los demás nos quedamos acá sintiendo el dolor que provocan las partidas. Inevitable. Pensando en la fragilidad, en que fue una bobada haber discutido aquella vez, en que a fin de cuentas en este juego no va a existir nunca un ganador; en que no son necesarias las carreras, en que la meta no existe, en que el fin será el mismo para todos. En que somos unas minúsculas partículas, unas de las miles, de las miles de millones, de las miles de las miles de las miles de millones que se crearon alguna vez en ese universo. Y en que también, claro, también somos el universo. Hoy, la vida me parece una hermosa sinécdoque.

Es tan frágil, tan, pero tan, pero tan, pero tan frágil la vida que las peleas no sirven para un carajo. Son inútiles, tontas. Enojarnos con el otro porque no hizo lo que queríamos, porque no piensa igual, porque besó a alguien que nos gustaba, porque no cumplió con su parte del trabajo, porque dejó la toalla mojada en la cama, porque nos puso a esperar. Basura. Allá, afuera del mundito, la palabra 'pelea' no existe y sus caracteres son incombinables. Marcan 'Error 404'.

Empieza uno a pensar en los que aún están. En los hermanos, en los amigos. En los papás. En los compañeros del trabajo, en todos. Hasta en aquellas personas que no le caen tan bien. En todos. Que estén bien, que no les pase nada, que puedan levantarse por la mañana, que tengan un maravilloso día. Que estén bien, que estén vivos. Que no peleen, que no peleemos. Que no escatimemos las palabras, que no nos dejemos enloquecer por los problemas tontos de cada día. Que no se nos vaya la vida haciendo cosas que no nos gustan tanto. Que comamos pizza, papitas de limón con galletas de vainilla, que nos digamos que nos amamos, que estamos lindos, que todo está bien, que toma tu abrazo. En los hermanos, en los amigos. Que no escatimemos sentimientos. Que entendamos la fragilidad, que no nos tomemos la vida tan en serio, que no odiemos, que nunca odiemos. Que amemos un montón, que digamos siempre la verdad.
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Es tan frágil, tan, pero tan, pero tan, pero tan frágil la vida que tu computador nunca más se va a iniciar con tu sesión. A vos, Fabito, a vos. A vos que apareciste un día, te quedaste un rato y me dejaste marca. A vos que me decías siempre en el gimnasio que lo que me hacía falta era comer más proteína para que por fin me saliera músculo. Ja. Lo haré, prometo que lo haré. Sos un bacán. Suerte en el universo, de seguro andás por allá rodando en tu moto.

martes, 20 de septiembre de 2016

Pipe

La vida se mantuvo un tiempo esquiva con Pipe y conmigo. Fuimos vecinos un montón de años y tuvimos varios amigos en común, pero nunca nos encontramos. Nunca. 

Tuvo que llegar un día del 2013 para que ambos coincidiéramos en el camino, que aquella vez se disfrazó de cubrimiento periodístico. Y entonces al ver a ese muchachito en medio de tantos periodistas cincuentones no pude aguantarme las ganas de preguntarle para qué medio trabajaba. Yo era una joven tesista de veintipoquitos que andaba detrás de una práctica en el periódico más reconocido de la ciudad.

Por eso cuando me dijo que trabajaba en El País quise arrebatarle también el nombre a ver si me podía ayudar con algo, con cualquier cosita: Andrés Felipe Becerra –me dijo- pero todos me conocen como Pipe.

Pipe tenía que decir su apodo de entrada porque así se llama él para todos en el trabajo. Y en la vida, creo. Tal vez su mamá le dijo Andrés Felipe alguna vez para regañarlo, pero de resto todos pronunciamos con mucho más cariño las cuatro letricas de su sobrenombre. Ahí, en ese encuentro aparentemente casual, descubrimos que había muchas cosas que unían nuestras vidas: el barrio, los amigos, la profesión.

Por esos días me dieron el sí en el periódico y empecé a trabajar en mi primera sala de redacción. Entonces me daba mucha felicidad llegar todos los días y verlo ahí. No sé por qué, pero sentía que me quería. Y que me quería gratis, así, sin más. Que me apreciaba bastante, que le alegraba verme también. Siempre lo saludaba y quedaba oliendo a él por un buen rato. Todavía me pasa. En El País vi que la gente lo quería un montón, que era alguien muy especial. Y que además escribía buenísimo.

Pipe es un gran tipo. Otra vez le pedí que recogiera unos documentos firmados y, como éramos vecinos, los llevara hasta su casa para yo ir por ellos en la noche. Pero resultó siendo tan mañoso que esa noche se fue de rumba y me obligó a ir hasta el bar por ellos.

En ese momento pensé que quizás estaba enamorado de mí. Claro, yo suelo pensar que todos los hombres están enamorados de mí, pero esa vez me parecía  bastante reveladora la obligación de ir hasta allá por mis papeles… ¡además me pagó el taxi! Resultó que la pasamos muy bien y que Pipe se portó como todo un caballero. Como siempre, como lo ha hecho cada uno de los días desde que lo conozco.

Hoy, Pipe está cumpliendo un poco menos de 30 años. En realidad no sé cuántos, no importa. Solo se me ocurre que una forma linda de felicitarlo es compartiéndole todos estos recuerdos. Podría decirle, quizá, que lo quiero un montón. Podría recordarle, tal vez, que bailar salsa es de las mejores cosas que le salen. Podría confesarle, de pronto, que nunca lo he visto jugar fútbol pero que algo me dice que es un Messi desperdiciado. Y que por aquí estoy yo para cuando necesite un abrazo, que lo escuche, que le cuente cosas, que sea su pareja de baile. Lo que sea. Lo que sea. 

jueves, 8 de septiembre de 2016

Mauro

Cuando alguien se muere uno también se renueva. Es como si esa persona le hubiera dejado la energía que le quedaba, así fuera bastante poca. La vida es un gran oxímoron. La vida trae muerte; la muerte, vida. 

Mauro llegó hoy sin barba, con sonrisa. Es mi compañero de trabajo y perdió a su papá hace una semana. Pero hoy, curiosamente, luce radiante. Nos saludó con abrazo, buena cara. Luego de escuchar que todos le daban el sentido pésame, yo solo atiné a decirle que lo había echado de menos. Y es cierto.

La mamá está bien. Más descansadita. Estaba muy estresada, dice.  Lo veo vivo. Y, claro, lo está. Muy bravo para mi mamá, pero bueno, ahí vamos, igual uno descansa y hay que volver a retomar, vuelve a decir. La mamá llevaba cuatro años dedicada a él, al papá, de tiempo completo. Tenía alzheimer desde hacía siete años. Estuvo bien hasta los 73, murió de 78. Tuvo varios médicos. Muchos. Se fue el jueves pasado.

Mauro tiene hoy una camisa de cuadros que le viene bastante bien. El pantalón gris claro le da un toque de tranquilidad. Todo está bien, todo está bien, todo está bien. Que la muerte sirva para traer vida. Porque la vida, inevitablemente, nos va a llevar a la muerte. A veces morimos en vida. A veces nos vamos aún estando. Pero en esos casos existe la posibilidad de volver. Y hay que hacerlo. Hay que irse para poder volver. 

A mí una vez se me murió Matías, mi gato. Creo que lo ahogué porque le di suero para bebés y broncoaspiró. Pero el tipo ya estaba muy mal, me parece que igual se iba a morir esa noche. Dejó de respirar en mis brazos y yo rompí en llanto. Matías era un buen hombre, de los mejores que he conocido. Fiel, cariñoso. Lo enterré en el parque. 

Un año después de la partida de Matías apareció Stephany en mi vida, y entonces todo volvió a ser lindísimo. Le enseñe a caminar a mi lado en el mismo parque en el que yace Mati. Es la mejor perra con la que me he cruzado. En serio. Stephany es magia. Como el agua, como el arequipe, como el queso que se estira: magia. 

Inevitable. Eso responde Mauricio cuando le preguntan por la muerte de su papá. Inevitable. Hace años no se me muere alguien cercano. Digo, una persona. La abuelita Nelly fue la última, creo, y eso pasó hace 17 años. Yo tenía 7.

La noche del velorio, que fue en la misma casa en la que ella vivió por un montón de años, me mandaron a dormir donde el vecino. Mis tías lloraron hasta tarde y yo, cuando logré pegar los ojitos, empecé a soñar que la abuelita se despedía de mí. Unas noches antes le había leído la biblia mientras agonizaba en la cama. Yo no entendía muy bien las cosas, pero la tía Nilsa me dijo vea, léale la biblia a la abuelita, y yo le hice caso. Leía bien ya en ese entonces. 

En el sueño ella me decía que chao, que se iba, que me cuidara. Me lo decía con la mirada, porque nunca pronunció palabra pero yo sentí todo eso. Era un cuarto blanco, lleno de almohadas blancas que parecían nubes. Esponjosas. Tranquilizantes. Al otro día la enterraron y no lloré. Nunca lloré. Tal vez desde esos tiempos me acostumbré a que no hay que llorar, a que las niñas fuertes no lloran. Y ahora eso me parece lo más tonto del mundo, entonces a veces lloro. Muchas veces. Y no es malo. 

Mauro se ve bien. Sin barba se resta un montón de años. Las gafas se le ven lindas, está más tranquilo que antes. Le duele, claro. Me imagino. Pero la muerte, a fin de cuentas, siempre trae un poco de vida. 

viernes, 26 de agosto de 2016

Sala de espera

De repente me parece que los aeropuertos son de los lugares más tristes que existen. Todo tan limpio, monocromático, inerte. Tanta gente que espera, que añora, que llora. La voz postiza de las azafatas, el discursito de siempre. El último llamado, la sala de abordaje. La vida que se pasa. Todo el mundo esperando los pájaros gigantes para irse y no volver. O para volver. O para irse y después volver.

Al muchacho que venía en el taxi conmigo se le olvidó imprimir su pasabordo y ahora deberá pagar una multa. En el camino prefirió ponerse sus audífonos en vez de intercambiar algunas palabras conmigo. Quizá me hubiera gustado hablarle.

Todo está en silencio. Nada rompe la calma. Se alcanzan a escuchar los aires acondicionados. Hay gente que camina de un lado a otro, otra que se queda aplastada en la silla. Yo, escribiendo para matar el tedio. Para despistar esa nostalgia que me producen estas salas de espera. Para entender que esta vez voy a viajar sola y no con mi compañía de siempre.

Allá, a mi llegada, me espera Carlos. Mañana cumple 29 y voy a pasar mi día con él. Me espera también María del Mar, que pronto se me va para Francia y no la veré por un par de años. Y la linda Dani, Diana, Viviana, el almirante... y el primo de Carlos a quien no conozco pero que de seguro es un buen tipo. Muy inteligente, dicen.

De repente me sigue pareciendo que los aeropuertos son de los lugares más tristes que existen. Hace un rato me quitaron un tenedor que llevaba en la maleta. ¿De dónde diablos salió, qué estaba pensando cuando lo empaqué ahí? Acto fallido.

Atravesar el cielo es una vaina divertida. Una cosa muy seria. Dejar abajo a la gente, a los recuerdos, a la vida. Abrirse a nuevas experiencias así las vacaciones sean cortas. Despedirse. Duele siempre despedirse.

Nada qué hacer. De repente concluyo que los aeropuertos son de los lugares más tristes que existen.

viernes, 12 de agosto de 2016

Junín

Alguien se asombró hace días cuando le dije que llevaba más de 20 años viviendo en el mismo barrio. Y se asombró, sobre todo, porque creo que imaginó la relación tan fuerte que tenía yo con esas cuadras que había recorrido durante tanto tiempo, con los vecinos a los que había visto a diario y con las miles de cosas que pude haber vivido durante esos días.

A mí me pareció un tanto exagerado: conozco a pocos vecinos, las calles no fueron más que el paisaje de siempre y los amigos, los escasos amigos que conseguí, se esfumaron. Así, sin más. Ya no vivo en ese barrio. Llevo una semana por fuera. No volveré a vivir ahí, al menos no por ahora.

Y entonces así, estando lejos, empiezo a ver con más claridad las cosas. A recordar. A extrañar a ratos. A sentir el olor de los buñuelos de Carlos, el de la panadería, cuando recién los sacaba del freidor. A saborear de nuevo sus arepas de setecientos a las que me parecía que antes les echaba más queso, pero que siguen estando buenísimas.

Veo en mi mente a Jimmy, el tipo del carrito de helados que vendía cremas de Don Rico y que pasaba todas las tardes con su gran sonrisa. Siempre saludaba. Siempre. Así hacía mucho tiempo yo hubiera dejado de comprarle. Escucho su "¿Van a chupar hoy?", refiriéndose a que si le íbamos a comprar conos.

Recuerdo a don Antonio, el viejo de la casa del frente al que se le murió su esposa Graciela hace muy poco. La señora tenía un montón de enfermedades y un montón de años, pero siempre era lindo verla ahí sentadita al lado de él. Don José también se murió. Y sus últimos días de vida, cuando permanecía ahí afuera de la casa, siempre lo saludé. Yo sabía que se iría pronto, entonces rompí mi silencio y empecé a regalarle un "Buenas, don José", siempre que lo veía.

Doña Inés, la modista, vive a la vuelta. Es incumplidísima, varias veces le mandé a hacer ropa y me quedó mal. Mi mamá dice que todas las modistas son incumplidas, que tienen mucho trabajo y que siempre se dejan alcanzar. Pero doña Inés es la más incumplida de todas.

Por allá por otras cuadras, más cerca a la panadería de Carlos, tengo hermosos recuerdos de un parque. Y de la casa que queda al frente. Y de la persona de esa casa a la que abracé por tantos años. Ese es quizás el recuerdo más frecuente, más abierto: mi ruta hacia esa casa, mi estancia en ella. Mis salidas de ahí por la noche, a la madrugada, al otro día. Stephany y yo jugando en ese parque. Ella, sin correa. Aprendiendo a caminar a mi lado, a seguir mis pasos.

Al otro lado de la 13, cruzando la calle en la que una vez casi me levanta una moto, vivía mi amiga Juliana. Yo la quería un montón y dejamos de ser amigas, creo, porque le bajé el novio. Con ella recorrí muchas calles, uno de nuestros planes favoritos era caminar y caminar hasta que la ruta nos pareciera peligrosa. Ahí nos devolvíamos.

La conocí en el colegio, el San Alberto Magno, donde estudié desde la tercera semana de primero de primaria hasta grado once. Si no la hubiera conocido ahí, creo que el destino igualmente iba a juntarnos. Ella estudió hasta quinto en la escuela Olga Lucía Lloreda, la misma en la que estudié las dos primeras semanas de primero y de la que mis papás me sacaron porque entró en paro indefinido. No me podía quedar sola en casa y necesitaban encontrarme un colegio con prontitud. El San Alberto era más caro, pero estaba a cuadra y media.

Afuera de la casa de Juliana una vez me robaron un anillo. Era de oro y tenía una esmeralda, una vaina lindísima que heredé de mi madre. A ella, creo, se lo había regalado mi abuela. Después del atraco a mano armada lloré por mucho tiempo, sentía que el corazón se me iba a estallar y que me iba a ganar un gran regaño por haber perdido esa reliquia.

Cuajada, un señor que creo que vende helados, pasaba todas las tardes con su particular sonsonete: "Cuajaaaada". Los miércoles y los sábados, a eso de las ocho y treinta, pasaba la señora de los tamales a mil. Este año subieron a mil doscientos: "Tamalejamildoscientos, a mil doscientos los tamales. Bolsas para la basura". Nunca los probé, pero la señora es inolvidable porque me despertaba todos los sábados cuando no tenía que madrugar. Andaba con megáfono y un carrito metálico en el que guardaba sus productos.

Debieron ser ricos porque doña Yolanda, mi vecina, casi siempre le compraba. Era una señora pinchadísima, esposa de don Armando, que salía bien arreglada a comprar 'tamalejamil'. Don Armando tenía una orquesta y ensayaba con ella ahí en la casa, entonces todos los jueves por la noche había una bulla tremenda de trombones, trompetas, congas y todos los demás instrumentos que participan en la salsa. Odié siempre ese sonido porque no me dejaba hacer tareas en paz. Siempre he sido malísima para el ruido, pero don Armando es un buen tipo y de algo tenía que vivir.

En el parque de La Luna pasaron también varias cosas. Una vez, trotando, pisé un hueco y me lesioné un pie. Después de eso tuve una férula que me obligó a andar con muletas durante dos semanas, y entonces la cuadra y media que me separaba del San Alberto Magno se me hacía larguísima, interminable.

A tres casas de la mía vivía Chucho, el señor de la papelería. Es un buen tipo, me fiaba cuando no tenía sencilla. De hecho creo que le quedé debiendo quinientos. Más allá, en la esquina, está el asadero de pollos de don Herman y su esposa. Antes, hace muchos años, ahí quedaba la tienda de Gustavo, un paisa buenísima gente al que recuerdo con especial cariño porque a veces me regalaba cocadas de arequipe.

Si sigo pensando, hay muchas otras cosas que hacen que el barrio cobre más sentido. Por la casa de Juliana había un árbol que se llenaba de orugas. Eran espantosamente bellas: llenas de colores, pero gusanos a fin de cuentas. Mi hermano una vez recogió varias y vendió en el colegio. Yo lo acompañé ese día.

Por la 23 quedaba Fotocírculo, un negocio que durante mucho tiempo atendió un muchacho de nombre Leo. Él era el encargado de tomarme todas las fotos para los carnés. Creo, inclusive, que me tomó la foto de la contraseña cuando cumplí los dieciocho. A mis hermanos y a mí, Leo nos tomaba fotos cada halloween con los disfraces improvisados que cosía mi mamá.

Y en diciembre la cita era afuera de la casa de doña Ruca, la esposa de don Memo y abuelita de Felipe y Nicolás. Ella armaba un pesebre grandísimo y reunía a muchos niños para rezar la novena. Nunca he sido de creencias católicas, de hecho a veces me pregunto en qué creo y creo que no creo en nada, pero doña Ruca hacía unas novenas divertidas y daba refrigerios ricos al final de los rezos. El 24 repartía regalos entre quienes habían asistido sin falta.

En 'La mocha', una calle ciega que queda a la vuelta pero hacia el otro lado, pasé gran parte de mi adolescencia. Era el punto de encuentro de mis amigos todos los fines de semana y todos los veinticuatros y los treinta y unos después de las doce. En 'La mocha' vive don Jaime, el papá de Germán, un señor al que alguna vez me encontré después de haberme escapado del colegio y con el que tuve una conversación tan linda que me hizo dar ganas de regresar y pedirle disculpas a la profesora.

A don Jaime lo veo a veces en El País, donde trabajo ahora. Va a poner unos clasificados del juzgado en el que trabaja él. Me ve siempre y me dice "Te felicito". No sé por qué me felicita, pero se siente bien que me felicite por algo.

Sos lindo, Junín. Lleno de sentido para mí. Lleno de cosas lindas, de recuerdos que dan nostalgia. Lleno de olores a parva fresca, de sonidos de "tamalejamil", de imágenes de dos amigas midiendo tus calles. Gracias siempre, gracias por tanto.

lunes, 8 de agosto de 2016

Sin razones

¿No les pasa que a veces quieren a alguien sin razones, porque sí, sin que haya hecho mérito alguno para ganarse ese cariño? ¿No les pasa que a veces aprecian mucho a una persona después de solo haber leído el apunte que dejó en su escritorio, la nota que escribió en el tablero, alguna entrada que publicó en su blog? ¿No les pasa que sienten ese amor inexplicable, algo completamente loco, pero lo sienten ahí? Como si conocieran a ese alguien desde hace mucho tiempo, como si el vínculo de alguna vida pasada se hubiera reactivado solo con el choque de dos miradas, el roce minúsculo de la piel, las letras por ahí regadas.

A mí me ha pasado un montón de veces. Con hombres y mujeres. Sobre todo con hombres. Sucede que si un día alguno me sonríe lindo, con una de esas sonrisas que dejan ver el alma en una humilde mueca, ya me dio las razones suficientes para quererlo. Y qué decir de los ojos brillantes: un hombre al que le brillen los ojos merece que yo lo quiera así, sin más. Si sonríe lindo y le brillan los ojos, a veces siento que lo amo.

Me ha pasado también con mujeres. Hace varios meses conocí a una a la que quise desde la primera conversación porque descubrí que se parece mucho a una gran amiga: olvidadiza, algo torpe para hablar; risueña, de pelo lindo. Por el simple hecho de encontrarle esas similitudes con mi amiga sentí que la adoraba, que quería abrazarla por mucho tiempo.

¿No les pasa que a veces sienten ganas de abrazar a alguien sin razones, porque sí, sin que haya hecho mérito alguno para ganarse ese abrazo? También me pasa con cierta frecuencia. Voy por ahí, caminando por una calle, por un pasillo, por la vida, y de repente se cruza alguien a quien percibo completamente abrazable, esponjosito, con cara de querer un buen apretón.

Para sentir ganas de abrazarlo no hay necesidad de que lo quiera. Puede tener sonrisa fea, ojos opacos. Las ganas de abrazar no están ligadas a las ganas de querer, son dos cosas completamente independientes. Pocas veces se conocen. Y cuando logran conocerse, ay, cuando quiero a alguien y siento ganas de abrazarlo, empiezo a sentir algo muy lindo. Me asusto, pero siento algo lindo. Y me asusto de nuevo.

¿No les pasa que a veces quieren a alguien sin razones, porque sí, y sienten ganas de abrazar a ese alguien sin razones, porque sí, y se asustan, pero sienten algo lindo, y se asustan de nuevo?

viernes, 5 de agosto de 2016

El quesito amarillo de Melissa

Cuando estaba en el kínder, unos cinco años tendría, estudiaba en un jardín con un patio magnífico que siempre era el culpable de que llegara a casa llenita de tierra. Quedaba en el barrio Centenario, supongo, porque incluía esta palabra en su nombre. De ahí recuerdo pocas cosas como el patio, los buñuelos que una vez preparamos en una clase y a mi compañera Melissa. No tengo idea de cómo era su rostro. Pelo liso, creo. Negro. Lo que nunca he olvidado es que para el recreo le mandaban quesito amarillo y yo, tan ingenua y tan tímida, siempre quise probarlo pero nunca me atreví a pedirle un mordisco de su sándwich.

Ni siquiera sé qué me mandaban a mí para la lonchera, y ni siquiera sé si a ella le mandaban quesito amarillo todos los días o si bastaron unas cuantas veces para que esa imagen se quedara atravesada en mi mente. Quizá yo llevaba granadilla. Algo más y granadilla.

Mi amor por las granadillas había empezado unos años atrás cuando estaba en la guardería con mi hermanito. Mis papás me dejaban ahí porque nadie más me podía cuidar, entonces me llevaban justo antes del almuerzo, esperaban a que comiera y se marchaban sin más. Siempre vomitaba, la comida me llegaba hasta la parte alta del estómago y se devolvía de inmediato. Era feísima. La comida y la vomitada.

Mis papás se preocupaban. Mijo, qué le pasará a la niña que todo lo devuelve. Mija, no sé, ¿será que tiene algún problema digestivo? Profe, ¿qué le damos? Denle granadillas, eso le abre el apetito. Ahí descubrí las maravillas de ese sabor dulzón con textura extraña. Me parecía magnífico no tener que masticar las pepas, era una forma fácil de comer, sin tanto tiempo invertido. Me sabía delicioso, quizá tanto como me sabe ahora el helado de arequipe.

Pero la niña seguía vomitando los almuerzos. Mijo, sigue igual. Mija, llevémosla al médico. Profe, ¿qué hacemos? Denle 'juete', a ella lo que le hacen falta son unos buenos correazos para que deje tanto GA-DE-JO. Mijo, démosle juete. Taz, taz, taz. Vas a dejar la pendejada de estar vomitando. Te vas a comer todo sin devolverlo. La niña dejó de vomitar y, por fortuna, las granadillas siguieron siendo deliciosas.

Años más tarde, cuando iba a cumplir unos 8 años, la tía Nilsa me preguntó qué quería de regalo. Sin dudarlo ni un instante le respondí que una libra de granadillas, así, sin más. Sería un regalo perfecto para mí. No quería ropa, no quería juguetes, quería UNA-LIBRA-DE-GRANADILLAS. Me la dio y es uno de los detalles más deliciosos que he recibido en mi vida.

Por ese entonces y sobre todo en los cumpleaños, mi mamá me hacía poner unos vestidos feísimos que me confeccionaba la abuelita Nelly. Tal vez no eran tan feos, pero yo prefería vestirme siempre con pantalón y tenis. La vida sin falda me resultaba más sabrosa. La feminidad mantenía guardada en otro bolsillito. Tenía un vestido blanco con pepas rojas horroroso. Me daba rabia de solo verlo tendido en la cama. Zapaticos formales, mediecitas hasta la canilla. Amé el día en el que ya no me quedó bueno.

Hoy, veintipico años después, me acabo de comer un quesito amarillo. Lo encontré en la casa en la que estoy viviendo hace dos días y armé con él un sándwich por la mañana. Estoy ahí hace tan poco porque me fui de mi casa, probaré suerte lejos de los papás. Tal vez ese era el tema del que quería hablar desde el comienzo, porque justo en esta parte del texto me entraron unas ganas inmensas de comerme las uñas.

Me muerdo las uñas desde que tengo memoria. Cuatro años. O cinco, tal vez. Siempre me han parecido un manjar buenísimo, aunque me alteran los nervios en vez de calmármelos. Muerdo una uña y sigo escribiendo más rápido, sin pausa, ya no las ideas del texto sino los párrafos en su versión final. Este lo voy a dejar así, prometo no cambiarlo ahora que escriba en serio.

Los papás quedaron bien, tal vez un poco nostálgicos por mi partida. Los hermanitos, bellísimos como siempre, siguen estando en casa. Stephany, mi preciosa Sthephany, ha pasado algunas penas cuando nadie la acompaña al baño por la mañana y entonces no le queda de otra que hacer sus necesidades en su cuarto, en el que era nuestro cuarto, en el que ahora es de mi hermano y de ella.

El quesito amarillo es mágico, ya veo por qué me había tenido tantos años a la expectativa. Me quedan dos, quizás tres lonjas en casa. Tengo también unas cuantas granadillas, varios vestidos que uso a ratos y un montón de recuerdos que nunca se despegan. De la infancia, de la familia, de los papás, de los hermanos, de Stephany. El quesito amarillo de Melissa también hace parte de ellos.

martes, 12 de julio de 2016

Hablé con siete pilos de la Javeriana sobre la supuesta discriminación, y esto fue lo que dijeron

Hace días leí un artículo en El Chontaduro que se titulaba 'Así es el infierno que vivo por ser becado en la Javeriana'. Aunque debo decir que jamás he confiado en ese portal, me llamó la atención que algo de tal magnitud pudiera estar ocurriendo. Y me alertó más todavía porque yo estudié nueve semestres becada en esa universidad, me gradué de allá y jamás, jamás fui blanco de ningún tipo de rechazo. Por el contrario, mi condición de becada generaba admiración entre mis compañeros que luchaban semestre a semestre por ganarse alguno de los reconocimientos a la excelencia.

No le creí ni una palabra a ese escrito lleno de clichés, como ya lo dije. Sin embargo, decidí darle el  beneficio de la duda y me conseguí los teléfonos de siete estudiantes beneficiados con el programa 'Ser pilo paga' para preguntarles cómo les había ido y qué tanta discriminación habían sentido desde que estudiaban en la Javeriana. La respuesta uniforme se resume en una palabra: "Ninguna".

Coincidieron en que habían leído el artículo y les había parecido bastante mal intencionado. Juana, Julián, Juan David, Maryam, Melissa, Juan José y Luisa, estudiantes Arquitectura, Ingeniría Civil, Ciencia Política, Derecho y Diseño de la Comunicación Visual, aseguraron nunca haber sido víctimas o testigos de burlas o comentarios venenosos por ser 'pilos'.

Claro, en todas las universidades hay compañeros recocheros y que hacen bromas pasadas de tono. También en el colegio, en el trabajo, en toda parte... y de esto son conscientes mis 'pilos', pero no son motivos para causar semejante revuelo. Aquí les copio parte de sus testimonios:

"Nunca he tenido ese tipo de problemas, hasta ahora no he sido discriminado. La mayoría de mis amigos de la u no son becados, pero sí conozco a muchos becados que tienen un círculo social muy cerrado... se relacionan solamente con gente becada, es como si ellos mismos pusieran esa barrera". Julián.

"No he sentido burlas ni bullying, realmente a mí nunca me han hablado mal ni me han dicho groserías y no he visto que a alguno de mis compañeros le haya pasado eso. Cuando voy a reclamar el almuerzo y debo poner mi huella, alguna gente me mira extraño. Sin embargo pienso que no hay que ponerle cuidado a esas cosas, si nos ganamos una beca fue por inteligentes entonces es ilógico pensar en lo que puede que digan. En mi carrera todos son compañeros de los becados". Juana, bachiller del Instituto Técnico Aquileo Parra, de Barichara (Santander)

"Mi experiencia ha sido muy buena, tengo unos muy buenos compañeros y somos muy unidos. Los profesores siempre están pendientes e intentando ayudarnos, de verdad me he sentido superbién en la universidad, estoy muy contenta y en ningún momento me he sentido rechazada". Melissa, bachiller de la I.E. María Antonia Ruiz, de Tuluá.

"No entiendo por qué hay un supuesto pilo que dice eso. Por mi parte debo decir que nunca he sido víctima del bullying o desprecio. La gente de la universidad es muy amable y cálida. He hablado con otros pilos a ver cómo se sienten y me han dicho que a veces los culpan cuando se pierden cosas, pero no sé hasta qué punto sea cierto porque me lo contó alguien ajeno al hecho". Juan David, bachiller del Colegio Integrado Cristo Rey, de Armenia.

"Desde que empecé la carrera, mi experiencia ha sido muy gratificante. Todas las personas con las que me he encontrado son maravillosas, jamás me he sentido discriminada ni hecha a un lado por parte de los estudiantes, los 'profes' o alguien de la universidad. Tengo varios amigos pilos javerianos y ninguno se ha sentido discriminación. Para mí ha sido maravilloso tener la oportunidad de estudiar en esta universidad que abre tantas puertas. Solo he sentido una actitud incómoda por parte de una de las personas que atienden en un restaurante, pero ya hablamos con la jefe para que dejara de ser odiosa con los becados". Luisa, bachiller del colegio Isaías Gamboa.

"No tengo quejas de la universidad, lo acoge mucho a uno y pone al personal a nuestra disposición para que nos colaboren en todo. Tampoco he tenido problemas con mis compañeros, creo que muchas veces las barreras se las ponen las mismas personas...". Juan José, bachiller de la IE Cárdenas Centro, de Palmira.

"La oportunidad de estudiar en la Javeriana ha sido muy grata porque he hecho muchos copañeros y no solo de mi carrera sino de otras facultades. Los profesores también son muy amables, nos ayudan mucho durante el semestre. Cuando empezamos a estudiar nos presentaron a un 'padrino javeriano' y es muy bonito que alguien esté ahí para ayudarlo a uno y estar pendiente del proceso de adaptación". Maryam, bachiller de la IE San José, de La Unión.

¿Qué pasó entonces con el supuesto pilo al que le gritaban "Guiso, marginal, ¿por qué no volvés a tu favela?", ¿estaría mintiendo el supuesto Nelson?, ¿El Chontaduro quiere viralizar contenido a toda costa, haciendo un 'periodismo' sucio e irresponsable? No lo sé. En todo caso, creo que siete es un buen número de experiencias y no es gratuito que todas coincidan en que... ¡esa tal discriminación no existe!

Dato clave:
La Universidad Javeriana Cali ha desarrollado un programa de alistamiento para los pilos que ingresan a la institución. Durante dos semanas previas al inicio de clases se les dan refuerzos en matemáticas y lectoescritura, y se les ofrecen recorridos por el campus para que conozcan todos sus espacios. Además hay un proceso de acompañamiento durante todo el semestre: los trabajadores se convierten en padrinos de los pilos para despejar todas sus dudas y estar pendientes de su desempeño en la universidad.

domingo, 19 de junio de 2016

Soñarlo de nuevo


Anoche soñé con mi primo. En ese mágico escenario onírico, él se interponía en mi camino y me saludaba con esa sonrisa de siempre, con la que aún lo recuerdo a diario. Me decía que se había devuelto del país en el que vive hace algunos años porque allá no había oportunidades laborales, entonces que se venía 'del todo'.

Siento en mi cuerpo el abrazo que le di en el sueño. Puedo recordarlo y revivirlo. El beso que le di en la mejilla, la sonrisa que le regalé de vuelta. Las palabras que intercambiamos antes de que yo diera la vuelta en la cama y empezara a soñarme otra cosa seguramente no tan divertida.

La semana pasada cumplió años. 26, tres más que yo. De esos, casi 14 los disfrutamos juntos: jugamos, peleamos, aprendimos y nos ganamos varios regaños por todas nuestras travesuras. Siempre lo vi como mi hermano, más hermano que todos mis hermanos porque en ese entonces ellos estaban muy pequeños y no compartíamos los mismos gustos.

No pude felicitarlo, no tuve cómo. Ni siquiera las redes sociales fueron cómplices ese día, curiosamente una vez dejó de estar entre mis amigos de Facebook. Hasta hace algún tiempo le reclame con rabia a la vida que me lo hubiera quitado de esa forma, que nuestras vidas hubieran empezado a construirse de formas tan distintas. Que mientras yo seguía siendo la mejor estudiante de mi colegio, él hubiera decidido abandonar el suyo. Que mientras yo devoraba libros, él prefería devorar cigarrillos... sobre todo esos que no tienen marca. Que mientras yo planeaba todo mi futuro académico, él se quedara planeando cuál iba a ser su próxima fechoría para ganarse algo de dinero 'fácil'.

En mi cabeza permanecía una pregunta constante: ¿por qué te fuiste, por qué me dejaste? ¿Por qué de esa forma? Sin embargo, hace poco decidí despojarme de todas esas culpas y dejé de pensar en lo que pudo ser. Las cosas son así, no pudieron haber sido de otra forma, no fueron de otra forma. La realidad es otra y a partir de ahí debo empezar a construir. Los recuerdos, en ocasiones, terminan siendo un arma de tortura.

Me gustaría que él leyera esto, que me recordara, que supiera cuánto lo quiero. Me gustaría decirle que aquí sigo estando yo por si necesita algo, por si quiere hablar, por si quiere contarme algo de su vida. Me gustaría decirle que aún siento ese abrazo del sueño y el otro que le di en diciembre cuando vino un par de días de visita. Me gustaría que supiera que le deseo lo mejor, que respeto las decisiones que ha tomado, que todos los días le mando un millón de bendiciones para que las cosas le salgan bien.

Me gustaría decirle que no hay culpas, que no hay reclamos, que todo está bien; que feliz cumpleaños, que mis mejores deseos, que muchas felicidades; que ya lo perdoné por decirme gorda, que me perdone por decirle enano; que todo bien por el negocio de burbujas de jabón que no nos prosperó porque él le reveló la receta a nuestros clientes; que siempre que veo a su hermanito, a mi Cami, lo recuerdo a él y lo veo dibujado en esa misma sonrisa. Y que aquí sigo yo, que aquí estaré siempre.

Ojalá esta noche pueda soñarlo de nuevo.

jueves, 19 de mayo de 2016

Duda

Quizá se trate simplemente de disfrutar, de divertirse, de pasarla bien. Sea cual sea la situación, todo termina en una sublime calma luego de esa angustia aparentemente interminable. ¿Qué va pasar? No lo sabemos. Vamos a veces por nuestras vidas mirando sin mirar, como quien ve llover. Como quien no aprecia la lluvia, como quien no se deleita con ella. Como quien no siente ganas de vivir.

¿Vivir? Un verbo, cinco letras, dos vocales, doble v y ese sonido que nos rasca el paladar. ¿De qué se trata todo esto? ¿Por qué van y vienen los dolores, los sufrimientos, las quejas, los desencantos? ¿Por qué no se quedan un ratico más la alegría, la tranquilidad, las mariposas en el estómago? Quizá se trate simplemente de disfrutar, de divertirse, de pasarla bien. Quizá se trate de aprender y no volver a cometer los mismos errores, de utilizar la culpa solo cuando de ella nacen impulsos de cambio y no cuando cuando está ahí para seguirnos desgarrando.

¿De qué se trata todo esto? No lo sabemos. Quizá se trate de necesitar al otro porque vemos en él eso de lo que no tenemos tanto, de formar complementos, de cruzar el camino en parejas o grupos. Todo tendría menos sentido aún si fuéramos seres completos, sin necesidad de los demás, sin deseo de los demás.

Toda mi vida me he sentido rota. Es esa y solo esa la respuesta que siempre he querido dar luego del común “¿Cómo estás?”. Rota, estoy rota. Me falta algo, no me siento completa, ¿de qué se trata todo esto? Andará por ahí más de uno que se siente igual, pero camufla todo eso en un escueto “bien”. Y sí, a fin de cuentas si todos estamos rotos, todo estamos bien. ¿Qué va a pasar? No lo sabemos.


Tantos dolores encerrados en tantos cuerpos, tantas historias caminando en la calle. Tantas cosas por decir, tantas cosas jamás dichas. Tantas cosas mías, tantas de vos. Esos “te extraño”, “me haces falta”, “te necesito”, “no te demores tanto”. No nos demoremos tanto. Esos “no sé si quiera”, “tengo miedo”, “ahora no puedo”. Esos abrazos que se quedaron solo en ganas, esos besos que preferimos dejar para más tarde. El egoísmo, la culpa, el dolor. ¿De qué se trata todo esto? Quizá se trate simplemente de disfrutar, de divertirse, de pasarla bien. Quizá se trate de aprender y no volver a cometer los mismos errores. 

martes, 3 de mayo de 2016

Vida

De repente te das cuenta de que todo puede cambiar, de que en un minúsculo instante y tras unas cuantas palabras la vida deja de ser la misma. Llegan las dudas, las inseguridades, los reproches; aparecen la desesperanza, el llanto imparable, los 'todo va a estar bien'; hay días en los que parece encenderse la luz, pero al momento te cubre una oscuridad avasalladora.

Esos ratos de angustia en el que todas las heridas se abren al tiempo pintan también una oportunidad perfecta para empezar a sanar, para tomar la decisión de curarse, renovarse y reconocerse. Invitan a reflexionar cómo vemos al otro y, sobre todo, cómo nos vemos a nosotros mismos. Qué líos queríamos que nos resolvieran, qué dolores intentamos excusar en él, en ella, en ellos. Es duro. Duele.

Sin embargo, aunque las únicas ganas que sienta al día sean las de salir corriendo y pedirle perdón, sé que esta vez debo dejar actuar al tiempo. Será él quien, en compañía de mi trabajo profundo, me muestre el camino. Será él quien disipe toda la niebla, quien me invite a tomar decisiones sinceras.

Es fuerte cuando un día dejas el rol de conductor de tren y te animas a ser un surfista. Para el conductor, el camino siempre es el mismo. Podría decirse que casi tiene todo bajo control, su ruta en la vida no le exige mayores esfuerzos. Por su parte, el surfista debe enfrentarse a una cantidad de olas incontables, innombrables, inesperadas. Decide saltar, mojarse, intentarlo. Permite que le ardan los ojos y al final, en un final feliz, logra salir de aquel mar turbulento.

Abandoné mi tren y me lancé al agua. Es curioso ver cómo las olas traen consigo líos que pensé que ya estaban resueltos, pero que por el contrario siguen ahí… ahí, esperando a que logre superarlos con mi tabla. He tragado agua salada como nunca antes en mi vida, y yo que soy experta en tragar agua...

¿Es posible amar sin estar, sentir sin tocar, hablar sin decir? Claro, es posible. Yo todos los días le hablo, todos los días lo siento, todos los días lo amo. Desde la distancia, me da por pensar que él también lo hace: todos los días me habla, todos los días me siente, todos los días me ama. Todos los días le digo que debe confiar, es necesario confiar. Los vuelos más hermosos no los ven las aves desde el suelo sino que los viven en el aire. Todos los días le digo que confío. Confío en él, en mí. Confío en nosotros juntos y en cada uno por separado.

Confío en que la recuperación va a ser exitosa, en que van a cicatrizar las heridas que en algún momento se pusieron tan sensibles. Y va a estar bien si al final nos encontramos en el agua, en el cielo o en la tierra. Donde sea. Va a estar bien también si no nos volvemos a encontrar. Va a estar bien seguirnos comunicando desde la distancia o volver a hacerlo mirándonos a los ojos. Eso es vivir, y vivir está bien.

¿Es posible amar sin estar, sentir sin tocar, hablar sin decir? Todos los días le cuento mis días y hago un esfuerzo por escuchar los suyos. Lo siento. Yo lo siento. De repente las letras se hacen inútiles cuando la comunicación se da a través del aire, de la energía, del amor. Las letras, mis amadas letras, a veces no entienden estos lenguajes.

Llega de pronto una ola que parece hundirte en el océano, llega de repente un viento que parece fracturarte las alas fuertes. Llega así como llegan tantas cosas en la vida, como llegan las alegrías y los dolores: llegan de forma inesperada. ¿Qué sentido tendría saber todo nuestro futuro, saber qué vueltas dará el camino? Resulta quizá más divertido estar ahí, pendiente para lidiar con todo, dispuesto a superar. Superarse, renovarse, reconocerse. Ser fuerte, valiente y capaz. Fuerte, valiente y capaz.

lunes, 21 de marzo de 2016

Miedo

Cuando tenía cinco años mi miedo más grande era pensar en el diablo. Me daba rabia conmigo misma cuando permitía que este sujeto se atravesara en mis pensamientos y repetía casi de inmediato “el diablo es malo, no debo pensar en esas cosas”. Quizás un día alguien me había hablado de la maldad que se le atribuye a este ser y desde ese entonces, como un gesto de inocente terquedad, había empezado a pensar en él con exagerada frecuencia y esto me generaba cierto sentimiento de culpa.

En mi mente aparecía como un viejo con cachos y capa roja, idéntico al de los disfraces que veía todos los diciembres. Recuerdo que en una ocasión vi una película en la que dos niños construían un avión de madera y se echaban a volar en él, pero la aventura terminaba en un siniestro que les dejaba varios huesos rotos. Le eché, por supuesto, la culpa al diablo y de inmediato se reavivaron mis pensamientos en ese cachón. “El diablo es malo, no debo pensar en esas cosas”, repetí una vez más.

Pero un día, en uno de esos ataques repentinos de madurés que llegan a los seis años de edad, decidí que no le iba a seguir teniendo miedo a algo que solamente existía en mi imaginación. ¿Acaso alguna vez había visto a ese supuesto diablo?¿había experimentado su presencia? La respuesta a todas mis preguntas fue un rotundo no. A fin de cuentas, el viejito bigotudo no me había hecho nada malo, no debía odiarlo sin razón. Y entonces de ahí en adelante, cuando ocasionalmente asaltaba mis pensamientos, le echaba un saludo y me concentraba de inmediato en cualquier otro tema.

Hoy, a mis 23 años, estoy viviendo quizá la situación más compleja por la que he pasado en toda mi vida y que me suscita varios miedos aún no superados. La vida me ha puesto en medio del proceso de separación de las dos personas que me trajeron al mundo. No estoy sola, claro, me acompañan en este camino espinoso mis dos hermanos menores.

La elección está hecha sin duda alguna: los tres hijos se van con la mamá. Es lo más lógico en una familia en la que nunca existió una relación del todo cercana entre el papá y sus muchachos: los abrazos se reemplazaron muchas veces por palmadas en el hombro, los besos fueron bastante esquivos y las palabras de afecto no fueron frecuentes en los oídos de ninguna de las partes.

Sin embargo, a pesar de todas sus fallas, queda en este hombre un gran pedazo de la vida así no sepamos si algún día volveremos a encontrarnos, así él haya dicho que no quiere saber nada de nadie cuando vivamos en casas separadas.

¿Podrán dejar los padres algún día de ser padres? ¿podremos dejar los hijos algún día de ser hijos? ¿Se podrán olvidar esos lazos con la misma facilidad con la que uno olvida qué ropa se puso la semana pasada?

Tengo miedo, no lo puedo evitar. Escribo entonces algo a modo de catarsis y aprovecho para recordar que a mis cinco años sentía un miedo tan incómodo como el que quizá siento ahora. Las situaciones no son parecidas, claro, pero coinciden en el hecho de que nacen en mi imaginación. Eso es. Asustarse con el futuro es asustarse con la propia imaginación. Nadie, por sabio que sea, sabe qué va a pasar mañana.

viernes, 22 de enero de 2016

Prestarle plata a un amigo

Prestarle dinero a un amigo requiere tener la fortaleza de alma para entender que esa arriesgada hazaña puede terminar en toda una tragedia. Requiere ser valiente de corazón para que, en caso de que por líos económicos la amistad llegue a su fin, la nostalgia no se torne en un odio repentino.

Una amistad no debería medirse con números, mucho menos si están antecedidos por el signo de pesos. Lo doloroso de la situación es el poco valor que termina teniendo la palabra de alguien en quien alguna vez uno confió por completo, el desperdicio de promesas que jamás se cumplieron y el juego con una relación que tardó varios años en construirse.

Por supuesto no soy una estudiosa del tema, hoy simplemente hablo desde mi experiencia. Camilo me quedó debiendo una cifra con varios ceros y desde entonces su ausencia en mi vida fue bastante notoria. Se hicieron escasos hasta los saludos por redes sociales y los encuentros esporádicos murieron por completo.

Parecía entonces que esa cifra y su vergüenza por el compromiso incumplido fueran más fuertes que los 14 años que llevábamos siendo amigos, más de la mitad de la vida de cada uno. Era como si alguna vez la persona que había conocido a los 9 años y a quien le había confiado mis tazos en repetidas ocasiones hubiera mutado completamente con la llegada de la maldita adultez.

Nunca apareció ni siquiera para decirme que no me podía pagar, que le condonara la deuda. No fue capaz de responder ni uno de mis mensajes ni de devolverme las llamadas que le hice varias veces. Se desapareció, prefirió incluso cambiar sus rutas para asegurarse de que no nos íbamos a cruzar en el camino.


Me es difícil confiar en alguien que no le otorga valor a algo tan sublime y tan complejo como la palabra. Prestarle plata a un amigo requiere tener la plena conciencia de que se puede sufrir una doble pérdida.