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martes, 20 de septiembre de 2016

Pipe

La vida se mantuvo un tiempo esquiva con Pipe y conmigo. Fuimos vecinos un montón de años y tuvimos varios amigos en común, pero nunca nos encontramos. Nunca. 

Tuvo que llegar un día del 2013 para que ambos coincidiéramos en el camino, que aquella vez se disfrazó de cubrimiento periodístico. Y entonces al ver a ese muchachito en medio de tantos periodistas cincuentones no pude aguantarme las ganas de preguntarle para qué medio trabajaba. Yo era una joven tesista de veintipoquitos que andaba detrás de una práctica en el periódico más reconocido de la ciudad.

Por eso cuando me dijo que trabajaba en El País quise arrebatarle también el nombre a ver si me podía ayudar con algo, con cualquier cosita: Andrés Felipe Becerra –me dijo- pero todos me conocen como Pipe.

Pipe tenía que decir su apodo de entrada porque así se llama él para todos en el trabajo. Y en la vida, creo. Tal vez su mamá le dijo Andrés Felipe alguna vez para regañarlo, pero de resto todos pronunciamos con mucho más cariño las cuatro letricas de su sobrenombre. Ahí, en ese encuentro aparentemente casual, descubrimos que había muchas cosas que unían nuestras vidas: el barrio, los amigos, la profesión.

Por esos días me dieron el sí en el periódico y empecé a trabajar en mi primera sala de redacción. Entonces me daba mucha felicidad llegar todos los días y verlo ahí. No sé por qué, pero sentía que me quería. Y que me quería gratis, así, sin más. Que me apreciaba bastante, que le alegraba verme también. Siempre lo saludaba y quedaba oliendo a él por un buen rato. Todavía me pasa. En El País vi que la gente lo quería un montón, que era alguien muy especial. Y que además escribía buenísimo.

Pipe es un gran tipo. Otra vez le pedí que recogiera unos documentos firmados y, como éramos vecinos, los llevara hasta su casa para yo ir por ellos en la noche. Pero resultó siendo tan mañoso que esa noche se fue de rumba y me obligó a ir hasta el bar por ellos.

En ese momento pensé que quizás estaba enamorado de mí. Claro, yo suelo pensar que todos los hombres están enamorados de mí, pero esa vez me parecía  bastante reveladora la obligación de ir hasta allá por mis papeles… ¡además me pagó el taxi! Resultó que la pasamos muy bien y que Pipe se portó como todo un caballero. Como siempre, como lo ha hecho cada uno de los días desde que lo conozco.

Hoy, Pipe está cumpliendo un poco menos de 30 años. En realidad no sé cuántos, no importa. Solo se me ocurre que una forma linda de felicitarlo es compartiéndole todos estos recuerdos. Podría decirle, quizá, que lo quiero un montón. Podría recordarle, tal vez, que bailar salsa es de las mejores cosas que le salen. Podría confesarle, de pronto, que nunca lo he visto jugar fútbol pero que algo me dice que es un Messi desperdiciado. Y que por aquí estoy yo para cuando necesite un abrazo, que lo escuche, que le cuente cosas, que sea su pareja de baile. Lo que sea. Lo que sea. 

jueves, 8 de septiembre de 2016

Mauro

Cuando alguien se muere uno también se renueva. Es como si esa persona le hubiera dejado la energía que le quedaba, así fuera bastante poca. La vida es un gran oxímoron. La vida trae muerte; la muerte, vida. 

Mauro llegó hoy sin barba, con sonrisa. Es mi compañero de trabajo y perdió a su papá hace una semana. Pero hoy, curiosamente, luce radiante. Nos saludó con abrazo, buena cara. Luego de escuchar que todos le daban el sentido pésame, yo solo atiné a decirle que lo había echado de menos. Y es cierto.

La mamá está bien. Más descansadita. Estaba muy estresada, dice.  Lo veo vivo. Y, claro, lo está. Muy bravo para mi mamá, pero bueno, ahí vamos, igual uno descansa y hay que volver a retomar, vuelve a decir. La mamá llevaba cuatro años dedicada a él, al papá, de tiempo completo. Tenía alzheimer desde hacía siete años. Estuvo bien hasta los 73, murió de 78. Tuvo varios médicos. Muchos. Se fue el jueves pasado.

Mauro tiene hoy una camisa de cuadros que le viene bastante bien. El pantalón gris claro le da un toque de tranquilidad. Todo está bien, todo está bien, todo está bien. Que la muerte sirva para traer vida. Porque la vida, inevitablemente, nos va a llevar a la muerte. A veces morimos en vida. A veces nos vamos aún estando. Pero en esos casos existe la posibilidad de volver. Y hay que hacerlo. Hay que irse para poder volver. 

A mí una vez se me murió Matías, mi gato. Creo que lo ahogué porque le di suero para bebés y broncoaspiró. Pero el tipo ya estaba muy mal, me parece que igual se iba a morir esa noche. Dejó de respirar en mis brazos y yo rompí en llanto. Matías era un buen hombre, de los mejores que he conocido. Fiel, cariñoso. Lo enterré en el parque. 

Un año después de la partida de Matías apareció Stephany en mi vida, y entonces todo volvió a ser lindísimo. Le enseñe a caminar a mi lado en el mismo parque en el que yace Mati. Es la mejor perra con la que me he cruzado. En serio. Stephany es magia. Como el agua, como el arequipe, como el queso que se estira: magia. 

Inevitable. Eso responde Mauricio cuando le preguntan por la muerte de su papá. Inevitable. Hace años no se me muere alguien cercano. Digo, una persona. La abuelita Nelly fue la última, creo, y eso pasó hace 17 años. Yo tenía 7.

La noche del velorio, que fue en la misma casa en la que ella vivió por un montón de años, me mandaron a dormir donde el vecino. Mis tías lloraron hasta tarde y yo, cuando logré pegar los ojitos, empecé a soñar que la abuelita se despedía de mí. Unas noches antes le había leído la biblia mientras agonizaba en la cama. Yo no entendía muy bien las cosas, pero la tía Nilsa me dijo vea, léale la biblia a la abuelita, y yo le hice caso. Leía bien ya en ese entonces. 

En el sueño ella me decía que chao, que se iba, que me cuidara. Me lo decía con la mirada, porque nunca pronunció palabra pero yo sentí todo eso. Era un cuarto blanco, lleno de almohadas blancas que parecían nubes. Esponjosas. Tranquilizantes. Al otro día la enterraron y no lloré. Nunca lloré. Tal vez desde esos tiempos me acostumbré a que no hay que llorar, a que las niñas fuertes no lloran. Y ahora eso me parece lo más tonto del mundo, entonces a veces lloro. Muchas veces. Y no es malo. 

Mauro se ve bien. Sin barba se resta un montón de años. Las gafas se le ven lindas, está más tranquilo que antes. Le duele, claro. Me imagino. Pero la muerte, a fin de cuentas, siempre trae un poco de vida.