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jueves, 8 de septiembre de 2016

Mauro

Cuando alguien se muere uno también se renueva. Es como si esa persona le hubiera dejado la energía que le quedaba, así fuera bastante poca. La vida es un gran oxímoron. La vida trae muerte; la muerte, vida. 

Mauro llegó hoy sin barba, con sonrisa. Es mi compañero de trabajo y perdió a su papá hace una semana. Pero hoy, curiosamente, luce radiante. Nos saludó con abrazo, buena cara. Luego de escuchar que todos le daban el sentido pésame, yo solo atiné a decirle que lo había echado de menos. Y es cierto.

La mamá está bien. Más descansadita. Estaba muy estresada, dice.  Lo veo vivo. Y, claro, lo está. Muy bravo para mi mamá, pero bueno, ahí vamos, igual uno descansa y hay que volver a retomar, vuelve a decir. La mamá llevaba cuatro años dedicada a él, al papá, de tiempo completo. Tenía alzheimer desde hacía siete años. Estuvo bien hasta los 73, murió de 78. Tuvo varios médicos. Muchos. Se fue el jueves pasado.

Mauro tiene hoy una camisa de cuadros que le viene bastante bien. El pantalón gris claro le da un toque de tranquilidad. Todo está bien, todo está bien, todo está bien. Que la muerte sirva para traer vida. Porque la vida, inevitablemente, nos va a llevar a la muerte. A veces morimos en vida. A veces nos vamos aún estando. Pero en esos casos existe la posibilidad de volver. Y hay que hacerlo. Hay que irse para poder volver. 

A mí una vez se me murió Matías, mi gato. Creo que lo ahogué porque le di suero para bebés y broncoaspiró. Pero el tipo ya estaba muy mal, me parece que igual se iba a morir esa noche. Dejó de respirar en mis brazos y yo rompí en llanto. Matías era un buen hombre, de los mejores que he conocido. Fiel, cariñoso. Lo enterré en el parque. 

Un año después de la partida de Matías apareció Stephany en mi vida, y entonces todo volvió a ser lindísimo. Le enseñe a caminar a mi lado en el mismo parque en el que yace Mati. Es la mejor perra con la que me he cruzado. En serio. Stephany es magia. Como el agua, como el arequipe, como el queso que se estira: magia. 

Inevitable. Eso responde Mauricio cuando le preguntan por la muerte de su papá. Inevitable. Hace años no se me muere alguien cercano. Digo, una persona. La abuelita Nelly fue la última, creo, y eso pasó hace 17 años. Yo tenía 7.

La noche del velorio, que fue en la misma casa en la que ella vivió por un montón de años, me mandaron a dormir donde el vecino. Mis tías lloraron hasta tarde y yo, cuando logré pegar los ojitos, empecé a soñar que la abuelita se despedía de mí. Unas noches antes le había leído la biblia mientras agonizaba en la cama. Yo no entendía muy bien las cosas, pero la tía Nilsa me dijo vea, léale la biblia a la abuelita, y yo le hice caso. Leía bien ya en ese entonces. 

En el sueño ella me decía que chao, que se iba, que me cuidara. Me lo decía con la mirada, porque nunca pronunció palabra pero yo sentí todo eso. Era un cuarto blanco, lleno de almohadas blancas que parecían nubes. Esponjosas. Tranquilizantes. Al otro día la enterraron y no lloré. Nunca lloré. Tal vez desde esos tiempos me acostumbré a que no hay que llorar, a que las niñas fuertes no lloran. Y ahora eso me parece lo más tonto del mundo, entonces a veces lloro. Muchas veces. Y no es malo. 

Mauro se ve bien. Sin barba se resta un montón de años. Las gafas se le ven lindas, está más tranquilo que antes. Le duele, claro. Me imagino. Pero la muerte, a fin de cuentas, siempre trae un poco de vida. 

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