Prestarle dinero a un amigo requiere tener la fortaleza de
alma para entender que esa arriesgada hazaña puede terminar en toda una
tragedia. Requiere ser valiente de corazón para que, en caso de que por líos
económicos la amistad llegue a su fin, la nostalgia no se torne en un odio
repentino.
Una amistad no debería medirse con números, mucho menos si
están antecedidos por el signo de pesos. Lo doloroso de la situación es el poco
valor que termina teniendo la palabra de alguien en quien alguna vez uno confió
por completo, el desperdicio de promesas que jamás se cumplieron y el juego con
una relación que tardó varios años en construirse.
Por supuesto no soy una estudiosa del tema, hoy simplemente
hablo desde mi experiencia. Camilo me quedó debiendo una cifra con varios ceros
y desde entonces su ausencia en mi vida fue bastante notoria. Se hicieron
escasos hasta los saludos por redes sociales y los encuentros esporádicos
murieron por completo.
Parecía entonces que esa cifra y su vergüenza por el
compromiso incumplido fueran más fuertes que los 14 años que llevábamos siendo
amigos, más de la mitad de la vida de cada uno. Era como si alguna vez la
persona que había conocido a los 9 años y a quien le había confiado mis tazos
en repetidas ocasiones hubiera mutado completamente con la llegada de la
maldita adultez.
Nunca apareció ni siquiera para decirme que no me podía
pagar, que le condonara la deuda. No fue capaz de responder ni uno de mis
mensajes ni de devolverme las llamadas que le hice varias veces. Se
desapareció, prefirió incluso cambiar sus rutas para asegurarse de que no nos
íbamos a cruzar en el camino.
Me es difícil confiar en alguien que no le otorga valor a
algo tan sublime y tan complejo como la palabra. Prestarle plata a un amigo
requiere tener la plena conciencia de que se puede sufrir una doble pérdida.