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miércoles, 29 de julio de 2020

Maestros

La ducha es inspiradora. En estos días me estaba bañando mientras oía una canción que mis dos hermanos –uno mayor y otro menor- cogieron como himno cuando, de adolescentes, estaban aprendiendo a tocar guitarra. La canción habla de una muchacha que no está, que se fue, que se escapa de la vida.

Mis hermanos, en distintos momentos porque se llevan 11 años, la repetían y la repetían y la repetían. Y LA REPETÍAN. Con ese y otros himnos soltaron los dedos, aprendieron a deslizarse por el diapasón* y a sacar melodías de esas cuerdas.

El profesor era mi papá. Esas imágenes que repasé mientras me bañaba me llevaron directamente a él. Por eso el recuerdo de mis hermanos cantándole mil veces a Laura se fue pronto y empecé a ver a papá en sus clases de música.

Las daba en el garaje de la casa donde viví 20 años. Yo lo veía de un lado para otro corrigiendo a sus alumnos, ayudándoles a acomodar bien los dedos, a coordinar las manos, a no fallar, a tocar bonito, a lograr la armonía.

Su clase lo mantenía en movimiento. Dirigía. Enseñaba. Y sí, regañaba. Pero creo que le gustaba un montón ser profe y lo hacía con bastante amor.

A mí también me gusta un montón. En la ducha pensé que quizás él fue mi primer referente, mi ejemplo, la muestra de lo que significa ofrecer los conocimientos, el tiempo, las ganas y el alma para que otros aprendan algo que uno sabe.

Mi mamá también fue una gran profe. Con toda la paciencia y dulzura que la caracterizan, revisaba mis cuadernos de niña de primaria y encerraba con lápiz rojo las palabras mal escritas. Yo, que siempre he abogado por la preciosidad de la escritura, me esmeraba cada vez más para no tener errores y evitar las marcas.

Cuando entré al bachillerato recuerdo trasnochadas haciendo maquetas por las que varios compañeros preferían pagar. Una vez hicimos un libro con los trajes típicos de cada región de Colombia: los dibujé en papel pergamino y los decoré con telas. Hermoso.

Hace poco le pregunté, como lo he hecho varias veces, qué otra cosa le hubiera gustado ser en su vida.

–Profesora, -respondió.

Pero su complemento fue aún más sublime.

–Me gustaría dar una clase de amor. Los niños necesitan más amor.


Poético.
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*Cuando empecé a escribir este texto no recordaba cómo se llamaba el ‘palo de la guitarra’. Le mandé un mensaje de WhatsApp a mi papi para que me lo recordara y su respuesta en nota de voz fue una clase de dos minutos, que quiero copiar textualmente:

“Hola, hola. ¿Cómo va todo? ¿Bien? Pues el diapasón… El diapasón también lo tienen los pianos, lo tienen… los acordeones. O sea que es la estructura donde se hace todo lo que es la melodía, donde están las escalas, donde está toda la parte de la afinación del instrumento. Ahí es donde se plasma todo lo que es el pentagrama con sus escalas a precisión. Entre otras cosas le comento algo: el diapasón del violín tiene una particularidad. Si tú tocas un sonido partiendo de lo que es la boquillita, el huequito, ¿ha visto que el violín también trae un huequito donde termina el diapasón? Si tú empiezas a tocar desde allá hacia atrás y llega al punto donde toca el mismo sonido, pero si viene y lo toca no de adelante para atrás sino de atrás para delante y llega al mismo punto se encuentra que hay una mínima disonancia. Eso es algo misterioso que existe en el violín. Me explico: la misma nota que se da en el violín cuando uno empieza a traerlo de derecha a izquierda o de izquierda a derecha disuena en una milésima de sonido y todo eso obedece a que el violín no tiene los trastes, o sea, las laminitas esas que separan cada sonido. Es importante saber todas estas cositas. Bueno, hija, el mejor día”.


Si quieren seguir jalando el hilo de esta historia, aquí hay otro texto que escribí hace cinco años.


lunes, 6 de abril de 2020

Mis casas habitadas


2011

Bogotá no parecía una mala idea para vivir. La solicitud de intercambio académico salió favorable y mi nueva universidad sería la Javeriana de la capital. Me iba sola para la gran ciudad. Sola. Sin abrigo suficiente. Y yo, que a veces siento frío hasta en Cali…

Aún soy capaz de reconocer el olor de la casa a la que llegué. No puedo describirlo, pero logro reconocerlo. La habitación grande no me resultó llamativa así que elegí la pequeña, una diminuta cueva con un clóset y un baño, que parecía tener todo lo que necesitaba para salir solo por comida. Me levantaba muy temprano, como siempre, cuando aún todos dormían. Como buena cocinera inexperta, varias cosas del mercado terminaban con hongos en la nevera. A veces caminaba descalza en el patio de césped o me iba a dar vueltas por el barrio, Cedritos, intentando hacer mías esas calles que me resultaban tan ajenas. Aún en días de sol, el frío me devolvía a mi guarida. Una vez, de regreso a casa y con muchos paquetes en la mano, caí a una alcantarilla.

La canción de mi pequeña vida allí fue Como camarón, de Estopa.

2016

Lo primero que hice cuando me fui a vivir definitivamente sola fue comprar un bloque de queso mozzarella, partirlo en bastones, apanar los rectángulos y guardarlos en el congelador. Esa era la comida que más disfrutaba todas las noches cuando llegaba a casa: fritaba cinco o quizá seis deditos y me los comía con mostaza mientras veía alguno de esos realities de música que me gustan tanto. El paraíso, creía. El paraíso del silencio y de la intimidad, lejos del agite de una casa con papás y hermanos y vecinos y ruido y caos. Me perdía en el mutismo, me acostaba a mirar el techo, me asomaba por la ventana a buscar la luna llena (que coincidió con mi semana de mudanza) y disfrutaba el olor de mi nuevo hogar. Un par de domingos bajé al mirador de Sebastián de Belalcázar, que me quedaba a dos cuadras, y tuve allá mis tardes de lectura. En ese momento estaba con Tokio blues, de Murakami.

La canción de esa primera mudanza fue Me llaman calle, de Manu Chao.

2017

Mi segundo hogar en la vida de adulta independiente quedaba en un tercer piso sin ascensor. Tenía dos ventanas gigantes que durante varios meses estuvieron sin cortinas y entonces el vecino del frente, creo, logró verme muchas veces cuando el calor no me dejaba otra salida que andar sin ropa. Solo en los últimos meses que estuve en ese apartamento descubrí que debía abrir los ventanales y, además, una ventana que estaba en la parte de atrás: así lograba que el aire circulara y no me seguía cocinando al vapor. Colseguros es un barrio muy fresco. La falla era mía, definitivamente.

En la habitación que utilicé como estudio pinté un mural con tizas en la pared más grande. Del costado superior derecho salía una jirafa. Debajo, como mantra, escribí “La acción correcta del universo no requiere tu esfuerzo”. Había dibujos coloridos, muy coloridos, que me tomaron varias noches mientras me sentía feliz por aquello en lo que se iba convirtiendo mi pared. Mi espacio. Mi hogar.

En la mesa de centro de la sala me fascinaba tener flores.

Como el lugar era pequeño, en diciembre no me quedó de otra que hacer un árbol de Navidad en origami.

A veces ponía una silla al lado de una ventana, estiraba los pies y me entregaba a ver el día caer.

La canción que selló mi vida en ese momento fue Una y otra vez, de Manuel Medrano.

2018

En el apartamento de La Hacienda tuve por primera vez un comedor y una estufa con horno. Yo, acostumbrada ya a comer en los muebles o en la cama, recordé las maravillas de tener dónde apoyar el plato y minimizar los regueros. Con el horno disfruté muchos días haciendo tortas que empacaba en cajitas y les regalaba a mis amigos o a mis papás. La más grande era para mí, obvio. Tenían banano y almendras.

Por las mañanas meditaba en el balcón. Como vivía justo al frente de la zona de juegos infantiles de la unidad, en un segundo piso, oía los gritos de los niños que salían a divertirse. Alternaba mi trabajo como periodista con jornadas de refuerzo escolar para los nenes que lo necesitaran y un par de veces hice la clase con mis dos estudiantes en ese parquecito, así que era normal escuchar luego llamados insistentes: “Profe, profe, profe, ¿puedes bajar a jugar con nosotras?”. Y yo, ¿adivinen qué? Bajaba.

Ese año pasó otra gran cosa: me llevé a Stefi a vivir conmigo definitivamente. A mis rutinas diarias se incorporaron dos salidas al parque y muchos “ven, mi amor, no tengas miedo, no te van a hacer nada. Tranquila, chiquita, estoy aquí”: Stefi quería correr hasta el fin del mundo cada vez que un perro, así fuera diminuto, se le acercaba a olerla. En el parque había un grupo de gente que cada tarde sacaba a sus mascotas. Terminamos de amigos e incluso una noche nos tumbamos a tomar cerveza al lado de nuestras bendiciones.

Mi canción del año fue, sin duda, Por fin, de Pablo Alborán.

2019

El mundo se fue haciendo pequeño y me terminé mudando a dos cuadras de un apartamento que desistí de rentar un año antes porque me parecía que estaba en una esquina del mundo. Lejos de todo. Mi nuevo hogar está en Santa Anita.

Fue amor a primera vista: paredes blancas y puertas cafés. ¿Qué otro contraste se necesita en la vida de una minimalista autoproclamada? Cuarto piso. Ascensor. Ventana. Silencio. Acostumbrada ya a vivir sola, cada espacio era una hermosa conquista. Los primeros meses tendía una cobija al lado de la ventana y me acostaba a ver las estrellas. Creo ahora que uno de mis planes favoritos siempre ha sido tumbarme a mirar hacia arriba.

Ubiqué la cama de tal manera que el ángulo en el que entra el sol por las mañanas coincidiera con el espacio que ocupa Stefi. Los domingos son casi siempre de picnic en el parque que queda a dos cuadras: sobre una manta de cuadritos, yo leo algún libro mientras ella explora los alrededores. Desde la terraza se ve un nevado que el señor portero no ha sabido decirme cuál es y yo, tan mala siempre para esas cuestiones de ubicación, tampoco he logrado descubrir.

La canción de este momento ha sido Ley de vida, de Nano Stern.

Posdata

No sé qué me enseñaron para haber crecido con ganas de que mi casa fuera la casa de todos. Cuando va alguien a verme, desde los operarios de Claro hasta los amigos más queridos, lo primero que atino a decir es “Sigue, estás en tu casa”. Si voy de viaje y hago nuevas amistades, les ofrezco mi apartamento como hospedaje en caso de una posible visita.

Podemos, algún día, no sé, tumbarnos a ver las estrellas.

La canción de mi vida ha sido Pasa, de Pedro Guerra.

lunes, 9 de marzo de 2020

Manifiesto


1.       Me gustan las flores
Crecí escuchando a mamá decir que las flores eran para los muertos. A ella no le gustan, creo. No las considera un buen regalo y solo quebró su ley cuando me compró un ramo de rosas rojas por mis 15 años. Calqué ese dicho y durante mucho tiempo repetí que las flores no me gustaban, que eran para los muertos. Pero no es así. En el forcejeo interior de mis preferencias ganó la verdad sentida y no la aprendida. Me gustan las flores. Me fascinan. Quizá no las rosas, pero sí los girasoles. Me gustan las flores porque le dan vida a la casa, vida a mi vida; me gustan las flores porque cuando alguien me las regala siento que está sembrando amor en mí.

2.       Si me aman, la aman
Tengo una hija de cinco años. No me valen los discursos de lo malo que es humanizar a una mascota, que es una animal y no una niña, los sermones de “mire, Lina, esa perra tan malcriada”. Es mi hija. Punto. Hay días en los que el único ser al que veo desde que me levanto hasta que me acuesto es a ella. Compartimos el desayuno, la salida al parque, las caricias en la cama, las siestas, las noches, las lágrimas que a veces me lame, los momentos en los que ella duerme a mi lado mientras yo estudio o escribo. Compartimos la vida y yo estoy feliz de haberme cruzado con ese pedacito de amor, la última de una caja en la que había cachorros listos para la adopción. Si alguien me quiere, debe querer a Stefi. Aceptar mi relación con ella. No pretender cambiarla. No decirme nunca que la lleve a dormir a la sala.

3.       Coqueteo con cuentos
Como amante manifiesta de la literatura, una de mis estrategias frecuentes para entablar una relación más cercana con alguien es compartirle un cuento que me guste mucho. Sí, coqueteo con cuentos: “te regalo este cuento”, digo. Y envío un enlace por WhatsApp. Por lo general empiezo con Conejo, de Alberto Chimal. Si la cosa fluye pueden seguir Pollito Chicken, de Ana Lydia Vega, o La Composición, uno bellísimo de Skármeta. A veces, alguna de las instrucciones de Cortázar. En un nivel más avanzado regalo mi crónica favorita: Fuiste mi primavera, de Pablo Ramos. Hace poco hice una antología de cuentos latinoamericanos para una persona a la que creía querer mucho. Me tardé varios meses escogiendo cada pieza y diseñando la portada. Quisiera tenerla de nuevo. La antología, claro; no la persona.

4.       Parezco ruda, pero no lo soy
Es difícil autodefinirse. Aquí va un intento: La seriedad que caracteriza un primer encuentro conmigo no es un indicador de las sustancias inalterables que me componen. Soy seria, sí. Algo tímida. No me abro en la primera conversación. Quizá tampoco en la segunda ni en la tercera. A mis veintitantos años estoy en proceso de aprender a mostrar mis vulnerabilidades sin sentir que me estoy inmolando. Ahí voy. Me gusta que me abracen y que la otra persona ponga mi cara sobre su pecho. Que me escuchen, que me cuiden. Que me desenreden el cabello. También estoy en proceso de desmitificar el amor romántico. En eso tal vez no voy tan bien.

5.       Tengo relaciones rotas
Con papá, por ejemplo. Nunca nos entendimos en el nivel en el que deben estar un padre y una hija. Cuando era muy chiquitita, él me veía y yo me sentía vulnerable y desprotegida. Crecí y fui yo la que empecé a orientar algunas decisiones en casa. Tener la relación rota con papá es algo tan frecuente como jodido para muchas mujeres. Ese vacío se filtra en otros espacios de la vida y arde, muchas veces arde.

6.       Dudo
No soy siempre lo que Google dice de mí cuando alguien escribe mi nombre en el buscador. Dudo. Caigo. Soy más que premios, reconocimientos y artículos publicados en un periódico. Soy más que fotos sonriente y redes sociales en las que la vida es perfecta. Dudo. Lloro. Me da miedo que una cucaracha se entre al apartamento. Me da miedo pensar que los seres que amo algún día se van a morir. Dudo. Temo. Me da miedo hacerle daño a la gente o que me lo hagan o que nos lo hagamos.

7.       No estaba embarazada
Cuando tenía siete años, mi panza parecía la de una niña con una dieta de ponqués al desayuno, alpinitos al almuerzo y nucitas a la cena. Era delgada, pero esa protuberancia estomacal me hacía ver un tanto extraña. En la tienda de la esquina atendía Mery, una señora diez veces más voluminosa que yo a la que le gustaba sobarme el abdomen y decirme tres palabras que odiaba: “¿Usted está embarazada?”. No sé cómo se atrevía a preguntarme eso. No sé por qué le causaba tanta gracia hacerme sentir mal. No, Mery. No estaba embarazada.

8.       Odio escribir
Me paro, me siento, dibujo, rayo, me muerdo las uñas, camino de un lado para otro, hago carteleras, tomo agua, agua, más agua. Escribir no se trata de sentarse frente a un computador y recibir la iluminación divina que dicta las palabras antes de poner un punto final. Odio escribir. A casi todos mis textos les meto el alma y por eso soy tan exigente. Lejos de lo valiosos que puedan resultar para otras personas, para mí son como un parto semanal. Y cuando los veo, tan bellos y tan valientes, impresos en la página de un periódico o publicados en un blog, solo siento gratitud y felicidad. Le robo la frase a Dorothy Parker: Odio escribir, pero amo haber escrito.

9.       Les daría un riñón
Si algo bueno hicieron papá y mamá fue criarme junto a mis hermanos como un gran equipo para afrontar la vida. Si nos peleábamos, mamá nos amarraba las manos y no nos soltaba hasta que fuéramos amigos de nuevo. En las discusiones, cada uno tenía oportunidad para exponer sus molestias. Cuando les hacía maldades, la risa me duraba cinco minutos y el remordimiento, toda la vida. Hace poco les pregunté a los tres que si ellos me donarían un riñón en caso de que lo necesitara para vivir. Estoy bien, no lo necesito. Solo quería tantear ese amor. Todos dijeron que sí. Yo también haría lo mismo. Sin duda, les daría un riñón.

10.   No sé nada de nada de nada
¿Cómo se construye lo que uno no conoce? Mi discurso más reciente es que quiero una relación madura, en la que haya confianza, en la que ambos crezcamos. En la que se pueda disfrutar la vida. Pero… ¿Cómo se construye lo que uno no conoce? Yo crecí en una montaña rusa, volando en picos de adrenalina, en un hoy estamos bien, mañana mal, pasado mañana bien, luego mal. Y así, la vida. La tranquilidad emocional es un terreno casi inexplorado. En mi búsqueda de paz, me sigue atrayendo el caos. No sé nada. Quiero deconstruir, revalorar. Quiero renacer, parirme otra vez, ver el mundo con unos ojos lejos de la convulsión. Por lo pronto, no sé nada.

lunes, 2 de marzo de 2020

Llamado

De repente sucede algo que te hace desviar la mirada, levantar la cabeza, respirar más profundo. Algo que trae otros aires, otras ilusiones, otras enseñanzas. Desde hace mucho tiempo no me veía los tan almendrados, tan abiertos, tan secos. ¿Puede uno enamorarse sin conocer, habiendo explorado solo un poco? ¿Puede enamorarse uno de una metáfora perfecta, un gran juego de palabras, mensajes que solo existen en el mundo virtual? De una anáfora inigualable, de sus palabras que ya no son para el mundo sino para mí, de sus sentimientos puestos ahí, ahí, en algo tan inerte como una pantalla.

El miedo predispone, prefiero no estar asustada. ¿Qué sería de los ríos si empezaran a dudar en su nacimiento?, ¿qué sería de las aves si no tuvieran el coraje de empezar a batir las alas sin siquiera pensar en que puede llegar una tormenta? Mientras tanto, él sigue ahí, ahí. Escribiendo, diciendo oye tengo miedo de lo que pueda pasar, oye tengo miedo de desearlo con estas ganas que tengo, y entonces yo le respondo oye no es tan chévere empezar con miedo, tengo un abrazo que sirve para eso.