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jueves, 19 de enero de 2017

Lo siento

Cada vez que alguien me dice ‘perdone la molestia’ me pongo a pensar en si no sería mejor evitar dicha molestia en vez de pedir perdón por ella, perdón que muchas veces se solicita por anticipado. ¿Para qué va a hacer algo que sabe que me va a molestar? ¿Para qué viene a joderme la vida después de esa frase sosa en la que pide perdón? ¿No sería más fácil vivir sin molestarnos los unos a los otros?

Mi frase favorita para pedir perdón es ‘Lo siento’, pero la uso siempre después de haber cometido la falla. Y me parece bonita porque, cuando la pronuncio, todas y cada una de las veces, de verdad siento lo que ha pasado y me parece que debo ofrecer disculpas por ello. No por cortesía. No porque tenga que decirlo. De verdad lo siento.

Lo sentí una vez que le pregunté a mi hermano menor cuál era la primera vocal, y justo cuando me estaba respondiendo le arrojé confetis en la boquita. Al pobre lo agarró la tos y lloró un momento, y yo me sentí como una completa basura. Lo sentí. Lo siento.

Lo sentí otra vez en la que sostuve una mentira para evitar que echaran a un compañero del colegio. Él había cometido una falta grave, pero yo me eché toda la culpa para protegerlo. Al final tuve que decir la verdad y él se fue al año siguiente. Y yo lo sentí. Sentí su ausencia, su vida que no sé qué camino pudo haber cogido. Lo siento.

Lo he sentido cada una de las veces que he perdido amistades por mi ingratitud, porque me da pereza llamar a la gente a preguntarle cómo está, porque estar pendiente todos los días de los demás parece ser algo que no viene conmigo. Pero se han ido personas magníficas. Lo siento.

Si un cirujano me abriera la panza seguramente encontraría un montón de letras revueltas. Porque sí, es cierto: me gusta tragarme las palabras. Pensarlo todo y luego no decir nada. Tomar esa alternativa como respuesta a la creencia de que nadie me va a entender, a nadie le va a importar lo que yo piense sobre el tema. Sobre cualquier tema. Sobre los temas que involucran sentimientos y que hacen que dos personas se unan y tengan en común algo más que la condición humana.


Pero a veces me dan ganas de escribir, como ahora que estoy en una oficina comiendo dulce de guayaba con semillas de girasol, y ahí dejo salir un poquito esas palabras que a ratos ya me causan malestar estomacal. Hoy, que es uno de esos días que me saben a lo menos agradable en la vida, de golpe se me ha ocurrido esto. Lo siento. Y si viene a molestarme, es mejor que se vaya.

martes, 17 de enero de 2017

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Recuerdo que cuando estaba en cuarto de primaria, mi compañera Ingrid Capote me quedó debiendo 400 pesos de una chocolatina que le vendí y tuve que llevar a mi  mamá al colegio para que se los cobrara porque ella se negaba a pagármelos. Finalmente saldó su deuda. Tendríamos unos nueve años y esa imagen ha permanecido intacta en mi mente durante todo este tiempo.

Una de mis cualidades sobresalientes ha sido siempre la buena memoria. Tengo presentes cosas tan aparentemente insignificantes que cualquier persona hubiera podido olvidar al día siguiente.

Recuerdo que en la primaria le pegué una cachetada a mi amigo Juan Gabriel porque él me golpeó la cara sin culpa. Sí, en serio fue sin culpa. Y más allá del golpe, recuerdo que a mi amigo Juanga lo llamaba a veces al 5524033, a Daniel y a Juliana les marcaba al 5586829 y a Camilo lo ubicaba en el 5583852. Tal vez todos hayan ya cambiado de número, pero a mí no se me olvidan sus teléfonos.

Recuerdo también el nombre de la mamá de un profesor que mi amiga Diana reconoció como su primo en la universidad justo después de que él se presentara ante toda la clase: “¿Jose Luis?, ¿Vos sos el hijo de Dufai? ¡Yo soy tu prima!”. Estábamos en primer semestre, hace unos ocho años largos, y el nombre de la señora que ni siquiera conozco se me quedó tan grabado como toda la escena que me hace reír cada que la traigo a la mente.

Recuerdo perfectamente lo que el profesor de Ciencias Sociales me escribió en quinto de primaria una vez que no había hecho una tarea. Recuerdo que a ese profesor lo quería mucho, muchísimo. Y que un día vi en las noticias que lo habían metido a la cárcel por intento de extorsión. Recuerdo que esa fue la primera vez que se me partió el corazón.

Recuerdo que mi hermanito a los cuatro años tenía una novia en el jardín que se llamaba Emily. Recuerdo que cuando nació el hombrecito a mí me pareció feísimo, pero que desde ese momento se convirtió en la vida mía. Y luego Karen, que también era fea. Esos dos son la vida mía.

De esa misma época recuerdo todas las veces que, por el patio, le grité a mi primo “enano”. Él era un par de años mayor que yo y medía unos centímetros menos, por eso yo me sentía en la libertad de chantarle semejante apodo tan poco alentador.

Recuerdo una vez en la que pasé días enteros haciendo estrellas de papel para llenar una caja en la que metería un regalo para un enamorado. Recuerdo al enamorado. Y a lo que olía.

Porque eso sí, hay muchos recuerdos que me han entrado por la nariz. Recuerdo exactamente a qué huelen cada uno de los hombres que han sido importantes en mi vida. Y hasta los que no. Por eso cuando otro huele medio parecido me genera una especie de conflicto. Los olores son irreemplazables.

Recuerdo otro día de mi infancia en el que estripé un pequeño huevo pensando que era una pastilla de alcanfor que mi papá había tirado en la terraza. Después de eso quedé con remordimiento varios días, me sentía culpable de haber arruinado la vida de la torcacita que venía en camino.

Pero no todo es tan hermoso. Mi buena memoria a veces me juega malas pasadas. Recuerdo perfectamente a cada persona cuyas actitudes me han causado dolor, y recuerdo cuáles han sido esas actitudes. Los desplantes, las mentiras, las malas palabras, los gestos anti-amor. Los recuerdo tan bien que algunos me duelen cuando pienso en ellos.

Eso sí, hay algo en lo que inevitablemente me falla la memoria y que no he podido combatir aún a mis 24 años: las marcas de los vehículos. Para mí solamente existen dos tipos de carros: los que tienen colita y los que no.

Por eso cuando un carro se vuelve importante para mí, o más bien la persona que lo conduce, prefiero más bien aprenderme la placa. Se me facilita más quedarme con esas tres letras y tres números que grabarme la forma, el color, el modelo y todo lo demás por lo que la gente normal suele distinguir los vehículos.


Y hay días como hoy en los que no quisiera recordar. En los que quisiera olvidarlo todo, volver a nacer. Resetearme. No recordar, no extrañar. Pero de seguro se me pasará pronto, recuerdo que ya me he sentido así en otras ocasiones.