Hace poco más de un mes, esa noche de jueves, momentos previos a la
desgracia, recorrí la ciudad de sur a norte y pude revivir ante mis ojos los
trancones de la calle quinta, que atrapan a mucha gente ansiosa por llegar a su
hogar; los mariachis que se paran en las esquinas a la espera de algún cliente
que quiera pedirle perdón a su novia o celebrar el cumpleaños de su madre, y
las banderas ondeantes del Parque Panamericano que se mueven sensualmente tras
las caricias del viento mezclado con humo de carro.
Me acompañaban dos compañeros de la universidad en los que ahora no
quiero pensar, un joven que acababa de conocer y una emisora que no se cansaba
de preguntarme que qué estaba haciendo, ve. Por fin llegamos al norte después
de casi una hora y media de viaje. Nos bajamos del carro y sacamos todos los
equipos que llevábamos arrumazados: era nuestro segundo día de rodaje de un
documental.
Después de casi tres horas de grabación, salimos a la calle con el fin
de hacer unas tomas en la avenida. Ya eran cerca de las 10:00pm y el lugar
estaba solo. Antes de reiniciar la grabación, uno de mis compañeros pudo abrir
el automóvil sin necesidad de usar su llave. “Ay, intentaron robar el carro”,
dijo con su voz de adolescente; revisó todo por dentro y lo encontró en orden.
El radio estaba intacto y eso era una buena señal. Yo lo aparté del camino e
ingresé con las vanas esperanzas de tomar mis pertenencias: “¡Mi maleta! ¡Se
robaron mi maleta!”
“No fue tan grave”, pensé mientras lloraba sentada en las escaleras a
causa de la rabia que sentía. “Apenas se me llevaron la billetera, la plata, la
tarjeta débito, la cédula, el carné de la EPS, la tarjeta del MIO… el cuaderno
de la universidad, una revista SEMANA, el cepillo de dientes, la crema dental…
¡Mierda!, la caja de dulces. Eso sí es gravísimo” Seguí llorando con la cara
metida entre las rodillas mientras mis compañeros daban una vuelta por el
sector a ver si contaban con la suerte de encontrar, al menos, mis papales
tirados. “¡Puta! Los casetes” En efecto, acababa de perder cinco minicasetes en
los que tenía todo el material necesario para elaborar un video que debía
entregar una semana después. Lloré con más ganas.
Al ladrón lo odié, lo maldije e incluso deseé que se comiera todos los
dulces él solo para que incrementara la posibilidad de morir deshidratado por
una diarrea fulminante, pero al final terminé apreciándolo: el buen ladrón me
llamó el día siguiente y se hizo pasar por alguien que “había encontrado mis
documentos dentro de una bolsa”. Insistió en que le dijera dónde estaba para
devolverme mis cosas, pero terminamos pactando otro lugar de entrega.
Fueron muchas las cosas que me llevaron a pensar que aquel hombre que me
llamó no era nadie más que el mismo ladrón, así que armé un plan: le diría que
nos viéramos en media hora en un lugar cercano a donde él se encontraba, pero
no iría yo sino que le pediría a mis papás que me hicieran el favor. Todo salió
perfecto y en 15 minutos ya mi papá lo estaba esperando.
Cuando se encontraron, la primera petición fue 50.000 pesos a cambio de
mis cosas. Mi papá, como buen santandereano verraco, arrecho y tacaño, terminó
por darle 8.000. Llegué a mi casa en la tarde y revisé las cosas que había
recuperado: los documentos, el cuaderno y los casetes. ¡Los casetes! Todo era
mejor en aquel momento. A fin de cuentas pensé que había tenido la oportunidad
de ser robada por un buen ladrón. El cordial delincuente me devolvió los
papeles y me evitó los trámites que hubiera tenido que hacer para obtenerlos de
nuevo. En mi celular grabé el número del que me llamó dos veces y lo nombré
“ladrón”. A quien quiera, le puedo pasar el dato.