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miércoles, 28 de noviembre de 2012

El buen ladrón

Aunque no me pidió que me acordara de él cuando llegara a mi reino, puede estar seguro de que nunca lo olvidaré. Y es que ahora hasta dudo de mi posible llegada al reino después de todas las veces que maldije a aquel verdugo que tuvo la desfachatez de quedarse con lo ajeno.

Hace poco más de un mes, esa noche de jueves, momentos previos a la desgracia, recorrí la ciudad de sur a norte y pude revivir ante mis ojos los trancones de la calle quinta, que atrapan a mucha gente ansiosa por llegar a su hogar; los mariachis que se paran en las esquinas a la espera de algún cliente que quiera pedirle perdón a su novia o celebrar el cumpleaños de su madre, y las banderas ondeantes del Parque Panamericano que se mueven sensualmente tras las caricias del viento mezclado con humo de carro.
Me acompañaban dos compañeros de la universidad en los que ahora no quiero pensar, un joven que acababa de conocer y una emisora que no se cansaba de preguntarme que qué estaba haciendo, ve. Por fin llegamos al norte después de casi una hora y media de viaje. Nos bajamos del carro y sacamos todos los equipos que llevábamos arrumazados: era nuestro segundo día de rodaje de un documental.

Después de casi tres horas de grabación, salimos a la calle con el fin de hacer unas tomas en la avenida. Ya eran cerca de las 10:00pm y el lugar estaba solo. Antes de reiniciar la grabación, uno de mis compañeros pudo abrir el automóvil sin necesidad de usar su llave. “Ay, intentaron robar el carro”, dijo con su voz de adolescente; revisó todo por dentro y lo encontró en orden. El radio estaba intacto y eso era una buena señal. Yo lo aparté del camino e ingresé con las vanas esperanzas de tomar mis pertenencias: “¡Mi maleta! ¡Se robaron mi maleta!”

“No fue tan grave”, pensé mientras lloraba sentada en las escaleras a causa de la rabia que sentía. “Apenas se me llevaron la billetera, la plata, la tarjeta débito, la cédula, el carné de la EPS, la tarjeta del MIO… el cuaderno de la universidad, una revista SEMANA, el cepillo de dientes, la crema dental… ¡Mierda!, la caja de dulces. Eso sí es gravísimo” Seguí llorando con la cara metida entre las rodillas mientras mis compañeros daban una vuelta por el sector a ver si contaban con la suerte de encontrar, al menos, mis papales tirados. “¡Puta! Los casetes” En efecto, acababa de perder cinco minicasetes en los que tenía todo el material necesario para elaborar un video que debía entregar una semana después. Lloré con más ganas.

Al ladrón lo odié, lo maldije e incluso deseé que se comiera todos los dulces él solo para que incrementara la posibilidad de morir deshidratado por una diarrea fulminante, pero al final terminé apreciándolo: el buen ladrón me llamó el día siguiente y se hizo pasar por alguien que “había encontrado mis documentos dentro de una bolsa”. Insistió en que le dijera dónde estaba para devolverme mis cosas, pero terminamos pactando otro lugar de entrega.

Fueron muchas las cosas que me llevaron a pensar que aquel hombre que me llamó no era nadie más que el mismo ladrón, así que armé un plan: le diría que nos viéramos en media hora en un lugar cercano a donde él se encontraba, pero no iría yo sino que le pediría a mis papás que me hicieran el favor. Todo salió perfecto y en 15 minutos ya mi papá lo estaba esperando.

Cuando se encontraron, la primera petición fue 50.000 pesos a cambio de mis cosas. Mi papá, como buen santandereano verraco, arrecho y tacaño, terminó por darle 8.000. Llegué a mi casa en la tarde y revisé las cosas que había recuperado: los documentos, el cuaderno y los casetes. ¡Los casetes! Todo era mejor en aquel momento. A fin de cuentas pensé que había tenido la oportunidad de ser robada por un buen ladrón. El cordial delincuente me devolvió los papeles y me evitó los trámites que hubiera tenido que hacer para obtenerlos de nuevo. En mi celular grabé el número del que me llamó dos veces y lo nombré “ladrón”. A quien quiera, le puedo pasar el dato.

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