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domingo, 25 de noviembre de 2012

Zanahoriadas de sábado en la noche


Y resulta que ahí tampoco nos dejaron quedar: no podían, por nada del mundo, venderle una jarra de cerveza a nueve personas. Minutos antes habíamos llegado  a esa discoteca. Nos acomodaron la mesa y las sillas y cada uno cogió su puesto. Todo parecía estar perfecto. Mientras unos bailaban ya en la pista, los otros fuimos atendidos por un mesero mal arreglado: ¿qué van a pedir? ¿Cerveza? No, a ustedes no les puedo vender cerveza. Si quieren, pueden hacerse allá afuera en la barra. De nada sirve estar en la barra cuando lo que se tienen son ganas de bailar. Descartado. Recojan todo que nos vamos.

Ese era el tercer sitio que visitábamos y nuestra noche había transcurrido de la siguiente manera: después de una comida en Crepes &Waffles en la que pude saborear de nuevo el exquisito sabor de la limonada de coco (algo así como un “arroz con pollo de carne”, decía un amigo), el plan era ir a un sitio escondido de la ciudad, de cuya condición deriva su nombre. Cuando llegamos a El Escondite desmentimos aquello de que la entrada era libre hasta antes de determinada hora e hicimos nuestras cuentas rápidas: únicamente en entradas debíamos invertir casi $100.000, una suma poco conveniente para un grupo de personas con escasos recursos económicos. Además, ahí nos dimos cuenta de que nadie, absolutamente nadie, quería tomar licor, así que el consumo sería nulo, o por lo menos no cumpliría con lo requerido por el establecimiento: como mínimo, una botella por mesa.

Decidimos entonces, nosotros, los niños zanahorios de camisitas, vestiditos y tacones, ir a otro lugar mucho más recóndito en el que sabíamos que no habría que pagar la entrada y que, si comprábamos cerveza, nos permitirían bailar toda la noche: lo que realmente deseábamos. Después de un gran susto que pasamos en un taxi, con un conductor que no dejaba de mirarme por el retrovisor y que me preguntó el nombre para que yo me distrajera mientras él cambiaba la ruta, llegamos al lugar. Sobre el conductor, yo ya venía lo suficientemente asustada así que no le respondí y le dije que se estaba desviando, que cuidado, que por allá no era. Nos bajamos sanos y salvos. Con todo el dinero. Con todos los órganos. Con lo que nos quedaba de virtud.

Por fin estábamos en el nuevo  lugar. Nos recibieron amablemente y nos entregaron un volante que, como era de esperarse, ninguno leyó. Solo un amigo curioso lo ojeó después y se dio cuenta de la gran noticia de la noche: Hoy, Geovani Ayala en concierto. Cover: 25.000. La desilusión no pudo ser más grande: estaban, la mayoría, muy lejos de su casa; no teníamos el dinero suficiente para otro cambio de sitio; los que nos habíamos bajado del taxi con miedo, no queríamos montarnos en otro; y, lo más grave, necesitábamos un lugar en el que el consumo mínimo fuera realmente mínimo, porque, como ya lo dije, nadie quería tomar licor.

Optamos por ingresar a la discoteca de la que nos sacaron al inicio de este relato y sucedió todo lo que ya conté. Como última opción, después de ya muchas decepciones, ingresamos a otra en la que, según las averiguaciones de dos amigos, podíamos tomar solo cerveza y bailar sin preocupaciones. Entramos, subimos: era un segundo piso. Una canción, dos canciones, el que baila, el que no baila, el hueco en el piso que hacía ir el zapato, la pista llena, el sudor en la cara, el mesero que llega y que pregunta qué van a pedir, y la siguiente mala noticia: ¿Cerveza? ¡No! ¿Cómo se les ocurre que les voy a vender una jarra de cerveza a todos ustedes? Palabra que va, palabra que viene, que por favor, que es que no tomamos, que esperate, que otra cancioncita, que hasta luego y  que dígale al portero que dé bien la información.

Era casi media noche y ya teníamos, por lo menos, una cosa clara: no nos dejarían estar en ningún sitio si no consumíamos licor. Última opción: casa de Lina a tres cuadras de donde estábamos. Lo único que yo podía ofrecerles era un computador portátil con internet para buscar la música en Youtube. No hubo problema, ganaron las ganas. Llegamos a mi casa y los duendes hicieron de las suyas: mis vecinos del frente estaban decorando la fachada por la navidad y tenían la música a todo volumen, tanto así que mi terraza se convirtió en la pista de baile perfecta. Con el descaro que nunca falta, pedimos unas cuantas veces que cambiaran las canciones y los vecinos, disfrutando de nuestra poca vergüenza para armar rumba con música ajena, nos complacían por completo.

Así terminó nuestra gran noche de fiesta, que no fue para nada simple: estuvimos en cuatro discotecas y rematamos en una casa. Además, nos tomamos una gran botella… de Colombiana. Dos horas después, los vecinos se fueron a dormir. Nosotros finalizamos con música de celular, todos tirados en la terraza, prometiendo que la reunión en mi casa había que repetirla y riéndonos de nuestras zanahoriadas de sábado en la noche. 

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