Cuando tenía cuatro años me perdí en un parque enorme. No sé
en realidad qué tan enorme era, pero yo, que debía medir un metro, lo veía como
un bosque gigante. Mi papá me llevaba de la mano porque íbamos a ver la caída de
unos parapentistas. Cuando noté que esos hombrecitos en el cielo se iban
haciendo más grandes y ya casi, casi aterrizaban cerca de donde estábamos,
corrí para ver en primerísimo plano esa bajada celestial. Le solté la mano a
papá. Los vi, llena de asombro: tenían esos plásticos tan grandes que les
permitían volar. Tan grandes, tan coloridos. Cuando el espectáculo terminó,
recordé que yo no había ido sola. Busqué a papá y no estaba. Por ningún lado.
No estaba donde nos habíamos separado, no estaba sentado en el pasto, no
estaba, no estaba. No recuerdo haberme sentido nerviosa, solo quería caminar y
encontrar a mi familia. Caminé un rato, no sé cuánto tiempo. Pudieron haber
sido cinco minutos o dos horas, no logro saberlo.
Escuché voces en una tarima y
me fui acercando sin saber qué decían. Alguien se hizo a mi lado y me preguntó
que si estaba perdida, pues estaban llamando a una niña por los altavoces. Era
yo. El buen hombre me llevó hasta allá y pude ver de nuevo a mi papá, a mi mamá
y a mi tía. Ellas dos se alegraron al verme, era lo normal, ¿no? Y esperaba que
papá también lo hiciera, que me sonriera, que me abrazara, que me cargara, que
me preguntaba dónde había estado, si me sentía bien, si estaba asustada. Pero
no fue así. Estaba muy molesto, todo el camino de vuelta a casa estuvo sin
pronunciar una palabra.
Puede que la memoria me esté poniendo una trampa para
pinchar el dolor, pero casi que estoy segura de que lo primero que hizo cuando
me vio fue darme un regaño por haberle soltado la mano. Me asusté más con su
reacción que con el hecho de estar sola en ese bosque con hombres voladores. En
casa, antes de dormir, mi mamá me animó a pedirle perdón. Fui hasta su cuarto y
le ofrecí disculpas por haberme perdido. ¡Disculpas por haberme perdido, cuando
él era quien estaba a mi cargo y me descuidó! Tampoco me abrazó esa vez.
Respondió con un monosílabo, tal vez solo un sonido. Y yo regresé al cuarto,
con la satisfacción del deber cumplido y con la culpa que me generaba haber
causado un disgusto familiar.
Me hubiera gustado llamarme Valentina. Las niñas con ese
nombre son valientes, les gusta el rock y tienen papis que las quieren. Si yo
hubiera sido una Valentina, tal vez papá hubiera corrido gritando mi nombre y
yo lo hubiera podido encontrar más rápido, justo antes de fundirnos en un
abrazo y de que él me dijera “¿Dónde estabas, mi Valentina?, Todo está bien,
amor. Estás de nuevo con tu familia, perdóname por descuidarte. ¿Qué tal los
parapentistas? Cuando seas grande te voy a llevar a volar como ellos, ¿te
gustaría?”. Pero no, no soy Valentina. Por eso me siguieron ocurriendo
desgracias, como si me llamara Dolores.
Cuando tenía ocho y mi hermano tres, o
tal vez siete y dos, seis y uno, papá llegó un día del trabajo con unas
lámparas recubiertas de felpa que tenían un muñeco de peluche pegado con
silicona en la base. La frase con la que nos las entregó se me quedó grabada
para siempre: “Mis niños, les traje lamparitas”. Para mí fueron las lámparas
más lindas del mundo, no tanto por la estética de la manualidad sino por el
gesto, por el amor, por la ternura. En ese momento era como si me hubiera dicho
“Te amo, Valentina. Aunque te pierdas, siempre te voy a encontrar”. Las
lámparas estuvieron prendidas algunas noches y luego terminaron archivadas
encima de un muro de concreto que servía como techo del armario. A mamá nunca
le gustaron: su primera reacción fue decir que eran feas, baratas, “quién sabe
de dónde las sacó”. Por eso no perdió oportunidad para regalárselas a una prima
humilde, decía ella, que un día fue de visita y salió de casa con dos amores
afelpados. Fui Valentina por un tiempo y me arrebataron ese nombre.
Ven acá, Valentina. Siéntate en mis piernas. No uses ese
vestido si prefieres llevar pantalón. Si no te gusta la sopa, no te la tomes. Puedes
perderte, pero no te asustes. Siempre hay alguien que te va a encontrar. Y te
va a abrazar y te va a decir que todo está bien, que solo fue un momento de
susto, que volverás a casa, que volverás con quienes te quieren, que no estás
sola en el mundo. Alguien que te va a dar un beso en la frente, te va a apretar
la mano, va a dormir contigo si te da miedo que una cucaracha voladora entre
a tu cuarto de noche, va a estar a tu lado cuando te despiertes de golpe con
miedo porque algún día los papás van a morir y tú vas a tener que ser fuerte
para vivir sola. No tienes que decir nada, Valentina. Está bien si prefieres
callar. Tus amigos te quieren. Eres importante para la gente. Tu familia te
quiere. Yo te quiero.