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jueves, 8 de agosto de 2019

Me hubiera gustado llamarme Valentina



Cuando tenía cuatro años me perdí en un parque enorme. No sé en realidad qué tan enorme era, pero yo, que debía medir un metro, lo veía como un bosque gigante. Mi papá me llevaba de la mano porque íbamos a ver la caída de unos parapentistas. Cuando noté que esos hombrecitos en el cielo se iban haciendo más grandes y ya casi, casi aterrizaban cerca de donde estábamos, corrí para ver en primerísimo plano esa bajada celestial. Le solté la mano a papá. Los vi, llena de asombro: tenían esos plásticos tan grandes que les permitían volar. Tan grandes, tan coloridos. Cuando el espectáculo terminó, recordé que yo no había ido sola. Busqué a papá y no estaba. Por ningún lado. No estaba donde nos habíamos separado, no estaba sentado en el pasto, no estaba, no estaba. No recuerdo haberme sentido nerviosa, solo quería caminar y encontrar a mi familia. Caminé un rato, no sé cuánto tiempo. Pudieron haber sido cinco minutos o dos horas, no logro saberlo. 

Escuché voces en una tarima y me fui acercando sin saber qué decían. Alguien se hizo a mi lado y me preguntó que si estaba perdida, pues estaban llamando a una niña por los altavoces. Era yo. El buen hombre me llevó hasta allá y pude ver de nuevo a mi papá, a mi mamá y a mi tía. Ellas dos se alegraron al verme, era lo normal, ¿no? Y esperaba que papá también lo hiciera, que me sonriera, que me abrazara, que me cargara, que me preguntaba dónde había estado, si me sentía bien, si estaba asustada. Pero no fue así. Estaba muy molesto, todo el camino de vuelta a casa estuvo sin pronunciar una palabra. 

Puede que la memoria me esté poniendo una trampa para pinchar el dolor, pero casi que estoy segura de que lo primero que hizo cuando me vio fue darme un regaño por haberle soltado la mano. Me asusté más con su reacción que con el hecho de estar sola en ese bosque con hombres voladores. En casa, antes de dormir, mi mamá me animó a pedirle perdón. Fui hasta su cuarto y le ofrecí disculpas por haberme perdido. ¡Disculpas por haberme perdido, cuando él era quien estaba a mi cargo y me descuidó! Tampoco me abrazó esa vez. Respondió con un monosílabo, tal vez solo un sonido. Y yo regresé al cuarto, con la satisfacción del deber cumplido y con la culpa que me generaba haber causado un disgusto familiar.

Me hubiera gustado llamarme Valentina. Las niñas con ese nombre son valientes, les gusta el rock y tienen papis que las quieren. Si yo hubiera sido una Valentina, tal vez papá hubiera corrido gritando mi nombre y yo lo hubiera podido encontrar más rápido, justo antes de fundirnos en un abrazo y de que él me dijera “¿Dónde estabas, mi Valentina?, Todo está bien, amor. Estás de nuevo con tu familia, perdóname por descuidarte. ¿Qué tal los parapentistas? Cuando seas grande te voy a llevar a volar como ellos, ¿te gustaría?”. Pero no, no soy Valentina. Por eso me siguieron ocurriendo desgracias, como si me llamara Dolores. 

Cuando tenía ocho y mi hermano tres, o tal vez siete y dos, seis y uno, papá llegó un día del trabajo con unas lámparas recubiertas de felpa que tenían un muñeco de peluche pegado con silicona en la base. La frase con la que nos las entregó se me quedó grabada para siempre: “Mis niños, les traje lamparitas”. Para mí fueron las lámparas más lindas del mundo, no tanto por la estética de la manualidad sino por el gesto, por el amor, por la ternura. En ese momento era como si me hubiera dicho “Te amo, Valentina. Aunque te pierdas, siempre te voy a encontrar”. Las lámparas estuvieron prendidas algunas noches y luego terminaron archivadas encima de un muro de concreto que servía como techo del armario. A mamá nunca le gustaron: su primera reacción fue decir que eran feas, baratas, “quién sabe de dónde las sacó”. Por eso no perdió oportunidad para regalárselas a una prima humilde, decía ella, que un día fue de visita y salió de casa con dos amores afelpados. Fui Valentina por un tiempo y me arrebataron ese nombre.

Ven acá, Valentina. Siéntate en mis piernas. No uses ese vestido si prefieres llevar pantalón. Si no te gusta la sopa, no te la tomes. Puedes perderte, pero no te asustes. Siempre hay alguien que te va a encontrar. Y te va a abrazar y te va a decir que todo está bien, que solo fue un momento de susto, que volverás a casa, que volverás con quienes te quieren, que no estás sola en el mundo. Alguien que te va a dar un beso en la frente, te va a apretar la mano, va a dormir contigo si te da miedo que una cucaracha voladora entre a tu cuarto de noche, va a estar a tu lado cuando te despiertes de golpe con miedo porque algún día los papás van a morir y tú vas a tener que ser fuerte para vivir sola. No tienes que decir nada, Valentina. Está bien si prefieres callar. Tus amigos te quieren. Eres importante para la gente. Tu familia te quiere. Yo te quiero.