Conocer a Linda fue una grata experiencia. A sus escasos 13
años, la fluidez de su discurso y su absoluta sencillez la convertían en un
buen prospecto para entablar una conversación despreocupada, como cuando uno se
sienta con viejos amigos a hablar de cosas de la vida. Sus enormes ojos y su
piel morena eran bandera de su nombre. Sin embargo, nunca pensé que haberme
cruzado con esta niña y sus amigos pudiera traer tantos problemas.
Estaba yo en cuarto semestre de mi carrera (a principios del
2011) y tomé una materia que relacionaba directamente la comunicación con las
problemáticas de la ciudad. Con el objetivo de ‘sensibilizarnos’ (como si
fuéramos seres de piedra, qué se yo), el profesor optó por llevarnos a una casa
cultural en el barrio Marroquín III, uno de los sesenta y pico que conforman el
Distrito de Aguablanca en Cali, para que conociéramos los procesos que allí se
adelantaban y lográramos relacionarnos con la comunidad.
En el curso habíamos cerca de 25 estudiantes y la gran
mayoría cumplió la cita en la Javeriana, un sábado en la mañana, para abordar
una van que nos llevaría a ese barrio
que, estoy segura, ninguno conocía. Cuando llegamos a las calles de Marroquín
III me sentí en un safari: varios compañeros fotografiaban con vehemencia las
viviendas del sector y todo lo que se encontraban a su paso. Saludaban a los
niños con una amabilidad lastimera y hacían cara de ‘fo’ al ver esa realidad
que distaba tanto de sus modos de vida. Aunque la intención era integrarnos con
la comunidad, se sentía que la línea divisoria estaba cada vez más marcada.
Al tantear este panorama se me aumentaron las ganas de
establecer una relación sincera con los habitantes de este sector, que a fin de
cuentas era similar a aquel en el que yo había pasado mi feliz infancia. En ese
entonces yo ni siquiera tenía Smartphone y lo único que me acompañaba era una
libreta y un lápiz, pero eso y mi cabeza eran suficientes para salvaguardar las
sensaciones experimentadas durante la visita.
Al final del recorrido, cuyo objetivo específico era
recolectar lo necesario para elaborar una noticia, una crónica, una historia de
vida y un informe general de la visita, gran parte de mis compañeros de curso
tomaron un par de fotos, hicieron un par de preguntas y se fueron del lugar. Recuerdo
que una, incluso, optó por llevar escolta. Y confieso que me dio más susto
verle el arma al tipo que estar sentada en un andén de Marroquín.
Cuando todo el alboroto había pasado, mi equipo de trabajo (tres
compañeros y yo) nos sentamos con algunos chicos de la casa cultural, entre los
que estaba Linda, y empezamos a hablar de temas banales. Sin embargo, en la
conversación fueron aflorando cosas fuertes que dibujaban la problemática del
sector: jóvenes asesinados por cruzar fronteras invisibles, desplazamientos
forzados, entre otras. Sentados en el andén de una esquina y con bananos como
plato fuerte pudimos conocer a unos chicos maravillosos, llenos de ganas de
cambiar el mundo y completamente de acuerdo con que la comida más rica del
mundo era el arroz con huevo y salsa de tomate.
…
Después de un fin de semana de dedicación absoluta a
escribir nuestros cuatro textos, terminamos con satisfacción. Con mucha
satisfacción. En nuestra crónica “Marroquín III: un lugar donde se come arroz
con huevo y se vive con swing” habíamos logrado plasmar, con la ayuda de
recursos literarios y técnicas periodísticas, todas las experiencias y
sensaciones que nos había suscitado la visita. O al menos eso creíamos.
Entregamos la tarea al profesor y a los pocos días recibimos
una grata calificación, muy acorde a nuestro esfuerzo: 4,8. Interpretamos esa
nota como una validación de nuestro trabajo y una garantía de su buena calidad,
razón por la cual uno de los integrantes del grupo, mi gran cómplice de vida
Carlos Castaño, optó por compartirle los textos a un estudiante de Ciencias
Políticas que en aquel entonces dirigía la revista virtual de su carrera. Este
chico se interesó en los escritos y nos comunicó que iba a publicar uno en su
revista, noticia que nos puso muy felices.
Y así pasaron un par de días, quizás unas semanas. Teníamos
una nota de 4,8, pero más allá de eso estábamos satisfechos con nuestro trabajo
y la relación que habíamos logrado establecer con los chicos de la comunidad.
Incluso ya varios de ellos nos habían agregado a Facebook y hablábamos de vez
en cuando.
Pero toda calma tiene su tormenta. Un día, uno de los compañeros
de la clase le preguntó a Carlos, con un tono que me pareció burlesco y
retador, que si habíamos visto los comentarios que tenía nuestra crónica en la
publicación de la revista digital. Y no, no los habíamos visto, pero lo hicimos
de inmediato. Vasta sorpresa nos produjo
encontrar un extenso comentario que se fundamentaba en que era una falta de
respeto hablar así de los niños de Marroquín III, que no era prudente exponer
sus condiciones de vulnerabilidad y que cómo se nos ocurría burlarnos de que
tuvieran que comer arroz con huevo.
La tormenta se incrementó cuando otro grupo de trabajo del
curso regresó a Marroquín III y los niños, confundiéndolos con nosotros y quién
sabe influenciados por qué adulto irresponsable, les mentaron madres y hasta
los amenazaron de muerte por “haber hablado mal de ellos”. Hago hincapié en eso
de ‘adulto irresponsable’ porque estoy segura de que los chicos ni siquiera
habían leído la crónica, su rabia y sus argumentos se fundamentaban en el
discurso de algún adulto que los había envenenado luego de depositar todo su
resentimiento social en nuestro texto inocente. Si bien luego comprendimos que
había sido un error garrafal no haber
protegido la identidad de los niños al escribir sus nombres reales, esto no era
suficiente para generar ese rechazo y odio.
Justo ahí me di cuenta de que nuestras buenas intenciones
habían sido tiradas a la basura. El profesor de la asignatura tomó una actitud
traidora y nos dio la espalda, tal vez sin recordar que él mismo, con el 4,8
que nos puso como calificación, había validado completamente nuestros
planteamientos. Nos prohibió continuar el trabajo con la comunidad y nos obligó
a hacer una carta en la que, en forma de arrepentimiento, explicáramos al
dedillo todo lo sucedido. Pero, ¿por qué arrepentimiento? ¡Yo no me arrepentía
de nada! No podía echarme culpas por las interpretaciones erróneas que otros
habían hecho de mi trabajo, a mí me seguía pareciendo normal que la comida
favorita de alguien fuera el arroz con huevo. Es la mía también, aunque a veces
lo prefiero con pan y sin salsa de tomate.
Me ofendió profundamente que estos niños, que ya de por sí
se sentían diferentes a ‘los ricos’ (así denominaban a las personas que vivían
al otro lado de la ciudad, entre esos a nosotros y a nuestros compañeros de
universidad), se sintieran de nuevo pisoteados luego de que alguien les hubiera
dicho que nos burlamos de ellos y que los usamos para escribir un texto
macabro, al que paradójicamente no tuvieron acceso.
Yo opté por guardar silencio el resto de la materia. Por
fortuna, se acercaba el fin del semestre. Mi amigo Carlos ofreció un discurso
público el día de la presentación final de los proyectos del curso ante los
integrantes de la casa cultural. Entre las exposiciones de compañeros que
proponían como soluciones a los problemas de Marroquín III crear camisetas con
el logo de la casa cultural o botones que los identificaran, Carlos habló sobre
las buenas intenciones que siempre habíamos tenido y se disculpó por los malos
entendidos. El profesor se convirtió en nuestro enemigo momentáneo y nos puso
una calificación que apenas alcanzó para no perder la materia.
Cuatro años después, cuando revivo minuto a minuto esta poco
grata experiencia, me doy cuenta de que la supuesta integración que se
pretendía no terminó siendo más que la reafirmación de esa línea divisoria
entre nosotros y ellos, entre ‘los ricos’ y ‘los pobres’, entre los que tienen
y los que no. Haber conocido a Linda ya no es una experiencia tan grata porque nos
convertimos en sus enemigos, en los que estamos al otro lado de sus intereses,
en los que vivimos al otro lado de la línea. Y esa línea es precisamente la que
nos tiene jodidos como país, la que no nos permite que vayamos a un barrio
desconocido sin escolta, la que nos hace creer que el asistencialismo es la
solución a los problemas, la que nos impulsa a hacer un referendo a ver si
reconocemos los derechos del otro y la culpable de que, a veces, las buenas
intenciones se conviertan en delito.