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jueves, 19 de febrero de 2015

Cuando las buenas intenciones se convierten en delito

Conocer a Linda fue una grata experiencia. A sus escasos 13 años, la fluidez de su discurso y su absoluta sencillez la convertían en un buen prospecto para entablar una conversación despreocupada, como cuando uno se sienta con viejos amigos a hablar de cosas de la vida. Sus enormes ojos y su piel morena eran bandera de su nombre. Sin embargo, nunca pensé que haberme cruzado con esta niña y sus amigos pudiera traer tantos problemas.

Estaba yo en cuarto semestre de mi carrera (a principios del 2011) y tomé una materia que relacionaba directamente la comunicación con las problemáticas de la ciudad. Con el objetivo de ‘sensibilizarnos’ (como si fuéramos seres de piedra, qué se yo), el profesor optó por llevarnos a una casa cultural en el barrio Marroquín III, uno de los sesenta y pico que conforman el Distrito de Aguablanca en Cali, para que conociéramos los procesos que allí se adelantaban y lográramos relacionarnos con la comunidad.  

En el curso habíamos cerca de 25 estudiantes y la gran mayoría cumplió la cita en la Javeriana, un sábado en la mañana, para abordar una van que nos llevaría a ese barrio que, estoy segura, ninguno conocía. Cuando llegamos a las calles de Marroquín III me sentí en un safari: varios compañeros fotografiaban con vehemencia las viviendas del sector y todo lo que se encontraban a su paso. Saludaban a los niños con una amabilidad lastimera y hacían cara de ‘fo’ al ver esa realidad que distaba tanto de sus modos de vida. Aunque la intención era integrarnos con la comunidad, se sentía que la línea divisoria estaba cada vez más marcada.

Al tantear este panorama se me aumentaron las ganas de establecer una relación sincera con los habitantes de este sector, que a fin de cuentas era similar a aquel en el que yo había pasado mi feliz infancia. En ese entonces yo ni siquiera tenía Smartphone y lo único que me acompañaba era una libreta y un lápiz, pero eso y mi cabeza eran suficientes para salvaguardar las sensaciones experimentadas durante la visita.

Al final del recorrido, cuyo objetivo específico era recolectar lo necesario para elaborar una noticia, una crónica, una historia de vida y un informe general de la visita, gran parte de mis compañeros de curso tomaron un par de fotos, hicieron un par de preguntas y se fueron del lugar. Recuerdo que una, incluso, optó por llevar escolta. Y confieso que me dio más susto verle el arma al tipo que estar sentada en un andén de Marroquín.

Cuando todo el alboroto había pasado, mi equipo de trabajo (tres compañeros y yo) nos sentamos con algunos chicos de la casa cultural, entre los que estaba Linda, y empezamos a hablar de temas banales. Sin embargo, en la conversación fueron aflorando cosas fuertes que dibujaban la problemática del sector: jóvenes asesinados por cruzar fronteras invisibles, desplazamientos forzados, entre otras. Sentados en el andén de una esquina y con bananos como plato fuerte pudimos conocer a unos chicos maravillosos, llenos de ganas de cambiar el mundo y completamente de acuerdo con que la comida más rica del mundo era el arroz con huevo y salsa de tomate.

Después de un fin de semana de dedicación absoluta a escribir nuestros cuatro textos, terminamos con satisfacción. Con mucha satisfacción. En nuestra crónica “Marroquín III: un lugar donde se come arroz con huevo y se vive con swing” habíamos logrado plasmar, con la ayuda de recursos literarios y técnicas periodísticas, todas las experiencias y sensaciones que nos había suscitado la visita. O al menos eso creíamos.

Entregamos la tarea al profesor y a los pocos días recibimos una grata calificación, muy acorde a nuestro esfuerzo: 4,8. Interpretamos esa nota como una validación de nuestro trabajo y una garantía de su buena calidad, razón por la cual uno de los integrantes del grupo, mi gran cómplice de vida Carlos Castaño, optó por compartirle los textos a un estudiante de Ciencias Políticas que en aquel entonces dirigía la revista virtual de su carrera. Este chico se interesó en los escritos y nos comunicó que iba a publicar uno en su revista, noticia que nos puso muy felices.

Y así pasaron un par de días, quizás unas semanas. Teníamos una nota de 4,8, pero más allá de eso estábamos satisfechos con nuestro trabajo y la relación que habíamos logrado establecer con los chicos de la comunidad. Incluso ya varios de ellos nos habían agregado a Facebook y hablábamos de vez en cuando.

Pero toda calma tiene su tormenta. Un día, uno de los compañeros de la clase le preguntó a Carlos, con un tono que me pareció burlesco y retador, que si habíamos visto los comentarios que tenía nuestra crónica en la publicación de la revista digital. Y no, no los habíamos visto, pero lo hicimos de inmediato. Vasta sorpresa  nos produjo encontrar un extenso comentario que se fundamentaba en que era una falta de respeto hablar así de los niños de Marroquín III, que no era prudente exponer sus condiciones de vulnerabilidad y que cómo se nos ocurría burlarnos de que tuvieran que comer arroz con huevo.

La tormenta se incrementó cuando otro grupo de trabajo del curso regresó a Marroquín III y los niños, confundiéndolos con nosotros y quién sabe influenciados por qué adulto irresponsable, les mentaron madres y hasta los amenazaron de muerte por “haber hablado mal de ellos”. Hago hincapié en eso de ‘adulto irresponsable’ porque estoy segura de que los chicos ni siquiera habían leído la crónica, su rabia y sus argumentos se fundamentaban en el discurso de algún adulto que los había envenenado luego de depositar todo su resentimiento social en nuestro texto inocente. Si bien luego comprendimos que había sido un error garrafal  no haber protegido la identidad de los niños al escribir sus nombres reales, esto no era suficiente para generar ese rechazo y odio.

Justo ahí me di cuenta de que nuestras buenas intenciones habían sido tiradas a la basura. El profesor de la asignatura tomó una actitud traidora y nos dio la espalda, tal vez sin recordar que él mismo, con el 4,8 que nos puso como calificación, había validado completamente nuestros planteamientos. Nos prohibió continuar el trabajo con la comunidad y nos obligó a hacer una carta en la que, en forma de arrepentimiento, explicáramos al dedillo todo lo sucedido. Pero, ¿por qué arrepentimiento? ¡Yo no me arrepentía de nada! No podía echarme culpas por las interpretaciones erróneas que otros habían hecho de mi trabajo, a mí me seguía pareciendo normal que la comida favorita de alguien fuera el arroz con huevo. Es la mía también, aunque a veces lo prefiero con pan y sin salsa de tomate.

Me ofendió profundamente que estos niños, que ya de por sí se sentían diferentes a ‘los ricos’ (así denominaban a las personas que vivían al otro lado de la ciudad, entre esos a nosotros y a nuestros compañeros de universidad), se sintieran de nuevo pisoteados luego de que alguien les hubiera dicho que nos burlamos de ellos y que los usamos para escribir un texto macabro, al que paradójicamente no tuvieron acceso.

Yo opté por guardar silencio el resto de la materia. Por fortuna, se acercaba el fin del semestre. Mi amigo Carlos ofreció un discurso público el día de la presentación final de los proyectos del curso ante los integrantes de la casa cultural. Entre las exposiciones de compañeros que proponían como soluciones a los problemas de Marroquín III crear camisetas con el logo de la casa cultural o botones que los identificaran, Carlos habló sobre las buenas intenciones que siempre habíamos tenido y se disculpó por los malos entendidos. El profesor se convirtió en nuestro enemigo momentáneo y nos puso una calificación que apenas alcanzó para no perder la materia.


Cuatro años después, cuando revivo minuto a minuto esta poco grata experiencia, me doy cuenta de que la supuesta integración que se pretendía no terminó siendo más que la reafirmación de esa línea divisoria entre nosotros y ellos, entre ‘los ricos’ y ‘los pobres’, entre los que tienen y los que no. Haber conocido a Linda ya no es una experiencia tan grata porque nos convertimos en sus enemigos, en los que estamos al otro lado de sus intereses, en los que vivimos al otro lado de la línea. Y esa línea es precisamente la que nos tiene jodidos como país, la que no nos permite que vayamos a un barrio desconocido sin escolta, la que nos hace creer que el asistencialismo es la solución a los problemas, la que nos impulsa a hacer un referendo a ver si reconocemos los derechos del otro y la culpable de que, a veces, las buenas intenciones se conviertan en delito.