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lunes, 8 de marzo de 2021

Mosca

-Octubre de 2016-

Wikipedia dice que una mosca vive entre 15 y 25 días, pero la mía lleva 19 años volando con el mismo entusiasmo. Cuando nació, cuando apenas abrió sus alitas, me pareció una criaturita fea. Fea, pero linda. Con esa belleza que ya de por sí otorga la larga espera a lo que por fin ha de llegar.

Mi mosca tiene mis mismos apellidos y aún no logro recordar por qué cuando éramos niños yo lo bauticé con semejante apodo. Mi mamá me decía que no le dijera así, que las moscas eran animales muy sucios, pero justo después del regaño yo empezaba a decírselo con más ganas. Y se lo decía con cariño, ni siquiera cuando estábamos peleando porque no recuerdo haber tenido peleas frecuentes.

Ahora, muchos años después, se me ocurre quizás que con ese apodo, sin saberlo con claridad, yo le quería dar un nombre a esa presencia que no se quedaba quieta, que estaba ahí siempre para recordarme lo mucho que uno puede amar a una persona, querer siempre lo mejor para ella. Amar, amar de verdad. Agradecer cada segundo por su existencia. Amar con todas las ganas. Encontrarle un sentido hermoso a la palabra ‘hermano’.

Llorón empedernido, sensible como ningún otro, amante de los postres después del almuerzo y geniecito para todo lo que requiera buenas ideas, mi mosca es uno de los pocos seres que me hacen dar ganas de creer, de seguir, de pensar que todo esto tiene sentido.

Varias veces, debo aceptarlo, tuve miedo de perderlo. La primera fue cuando, muy bebé, broncoaspiró flema y se quedó pasmado como una momia. No respiraba, no lloraba, creo que no vivía. Yo, que observaba todo desde la cama del lado, no tuve otra reacción que cubrirme la cara con ambas manos para llorar mientras mi mamá salía corriendo con él a ver quién le brindaba auxilio. Por fortuna hubo un médico cerca y una aspiración y un ‘de qué sufre el niño’ y un ‘de mucha gripa, doctor’ y un ‘ya, ya está bien’. Mi mosca volvió a respirar. Y a llorar de inmediato.

Otra vez, en un viaje, el picarón tuvo la grandiosa idea de esconderse detrás de una caja registradora mientras toda la familia organizaba un escuadrón de búsqueda luego de notar su ausencia. Tendría él unos cuatro años y en ese momento no tuve de otra que pedirles a todos los santos en los que no creía que me devolvieran a mi niño, que no se lo llevaran, que no se lo llevaran. Que apareciera. Cuando se aburrió de jugar salió con esa risita de siempre para hacernos entender que él había sido testigo de todo nuestro desespero.

Y entonces sí, todavía sigue revoloteándome en la vida. A veces con más fuerza que otras, a veces con un aleteo suavecito, pero siempre ahí. Siempre ahí donde quiero que esté, de donde no quiero que nunca se vaya así sepa que un día, irremediablemente, lo va a hacer. Pero ese día también voy a sentir alegría: que se vaya a recorrer el mundo, que vuele por otros lugares; que regrese al universo, que cambie de sitio, que se transforme. Amor, eso debe ser el amor.

lunes, 25 de enero de 2021

Contar hasta diez

Probé la Sertralina hace un año. Un medicamento cuyas últimas cuatro letras conformaran mi nombre parecía ser el más indicado para controlar la sensación de que el mundo se estaba acabando y que yo no podía hacer más que mirar, inmóvil, mientras todo se escurría.

Estás teniendo un episodio de ansiedad, me dijo mi amiga Andrea, la psicóloga, cuando logré que me llegara suficiente oxígeno a los pulmones para coger el impulso de escribirle por WhatsApp lo que estaba sucediendo: un llanto incontrolable, temblor en las manos, una presión en el pecho y un vacío en el estómago.

Cómpralas y tómate la tercera parte de una pastilla cada día. Va a ser un apoyo hasta que todo pase, me indicó en su mensaje. Mientras la droguería despachaba el pedido pasaron quizás un par de horas en las que la sensación se repitió. Y yo, sin nadie más que Stefi en el apartamentito donde vivimos, solo atinaba a dar un paso en cada baldosa contando en voz alta.

Uno

Dos

 

Tres

 

 

Cuatro

Como cuando juego con mis sobrinos a caminar por la calle sin pisar las líneas que separan el concreto.

Cinco

Seis

Siete

Ya casi, es solo hasta diez. Respira. Mi voz racional me susurraba ánimos mientras el resto de la vida se hacía polvo.

Ocho

Nueve

 

Diez.

Seis meses antes, en julio de 2019, había tenido un episodio similar. Estaba en Salento investigando asuntos sobre minería, turismo y monocultivos. Con el celular olvidado en el maletín, no escuché las llamadas insistentes y lo recuperé cuando el anticipo del desastre era un mensaje de voz de mi hermana menor pidiendo ayuda a gritos ahogados por el llanto.

Hacé algo, Lina. Por favor hacé algo.

Ella, también lejos de casa, pero no tanto como yo, estaba moviendo el mundo para que alguien nos ayudara a evitar que encontráramos a mamá muerta. A cuatro horas de Cali y con la imposibilidad de regresar a tiempo, mi reacción fue dar vueltas por el parque de Salento mientras me mordía las manos, los dedos, las muñecas, y le marcaba a mi mamá con insistencia deseando escuchar su voz y saberla con vida.

Ni siquiera fui capaz de llorar y disfracé el horror con una calma que a Juan Pablo, mi compañero de viaje y reportero gráfico del medio para el que trabajaba, le aterró notarme cuando le resumí lo que había pasado.

En ese momento no se me ocurrió escribirle a mi amiga Andrea, la psicóloga, y por eso no pude llamarle ‘episodio de ansiedad’ a esa crisis que por poco me deja sin manos. Quizá lo había sentido antes, siempre motivado por asuntos puntuales: una ruptura sentimental o el susto que queda después de un atraco. En los primeros casos, casi siempre he tenido mucho llanto y vómito. En los segundos, llanto y mutismo.

Tomé Sertralina tres días, tal vez cuatro. La calma en la que me sumió hizo nulo cualquier impulso de alteración y aniquiló hasta el más mínimo deseo sexual. Eso mismo le pasó a mi mejor amiga, me dijo Andrés cuando le conté que el medicamento era un puto oxímoron: me mantenía en calma, pero sin ganas de nada. Ni siquiera de recomponerme.

Al quinto día dije no más. Así: no más.

Vas a poder seguir sin esto. Vas a poder. Vas a poder. No te acostumbres. Vas a poder.

Y entonces no las volví a tomar. Guardo la caja con la mayoría de píldoras, como recuerdo de ese enero. Ahora sé que las situaciones de profunda tristeza y miedo me disparan la ansiedad. No pasa con frecuencia. Pero si en algún momento de la vida les llamo o les escribo muy alterada, por favor ayúdenme a contar hasta diez.

miércoles, 29 de julio de 2020

Maestros

La ducha es inspiradora. En estos días me estaba bañando mientras oía una canción que mis dos hermanos –uno mayor y otro menor- cogieron como himno cuando, de adolescentes, estaban aprendiendo a tocar guitarra. La canción habla de una muchacha que no está, que se fue, que se escapa de la vida.

Mis hermanos, en distintos momentos porque se llevan 11 años, la repetían y la repetían y la repetían. Y LA REPETÍAN. Con ese y otros himnos soltaron los dedos, aprendieron a deslizarse por el diapasón* y a sacar melodías de esas cuerdas.

El profesor era mi papá. Esas imágenes que repasé mientras me bañaba me llevaron directamente a él. Por eso el recuerdo de mis hermanos cantándole mil veces a Laura se fue pronto y empecé a ver a papá en sus clases de música.

Las daba en el garaje de la casa donde viví 20 años. Yo lo veía de un lado para otro corrigiendo a sus alumnos, ayudándoles a acomodar bien los dedos, a coordinar las manos, a no fallar, a tocar bonito, a lograr la armonía.

Su clase lo mantenía en movimiento. Dirigía. Enseñaba. Y sí, regañaba. Pero creo que le gustaba un montón ser profe y lo hacía con bastante amor.

A mí también me gusta un montón. En la ducha pensé que quizás él fue mi primer referente, mi ejemplo, la muestra de lo que significa ofrecer los conocimientos, el tiempo, las ganas y el alma para que otros aprendan algo que uno sabe.

Mi mamá también fue una gran profe. Con toda la paciencia y dulzura que la caracterizan, revisaba mis cuadernos de niña de primaria y encerraba con lápiz rojo las palabras mal escritas. Yo, que siempre he abogado por la preciosidad de la escritura, me esmeraba cada vez más para no tener errores y evitar las marcas.

Cuando entré al bachillerato recuerdo trasnochadas haciendo maquetas por las que varios compañeros preferían pagar. Una vez hicimos un libro con los trajes típicos de cada región de Colombia: los dibujé en papel pergamino y los decoré con telas. Hermoso.

Hace poco le pregunté, como lo he hecho varias veces, qué otra cosa le hubiera gustado ser en su vida.

–Profesora, -respondió.

Pero su complemento fue aún más sublime.

–Me gustaría dar una clase de amor. Los niños necesitan más amor.


Poético.
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*Cuando empecé a escribir este texto no recordaba cómo se llamaba el ‘palo de la guitarra’. Le mandé un mensaje de WhatsApp a mi papi para que me lo recordara y su respuesta en nota de voz fue una clase de dos minutos, que quiero copiar textualmente:

“Hola, hola. ¿Cómo va todo? ¿Bien? Pues el diapasón… El diapasón también lo tienen los pianos, lo tienen… los acordeones. O sea que es la estructura donde se hace todo lo que es la melodía, donde están las escalas, donde está toda la parte de la afinación del instrumento. Ahí es donde se plasma todo lo que es el pentagrama con sus escalas a precisión. Entre otras cosas le comento algo: el diapasón del violín tiene una particularidad. Si tú tocas un sonido partiendo de lo que es la boquillita, el huequito, ¿ha visto que el violín también trae un huequito donde termina el diapasón? Si tú empiezas a tocar desde allá hacia atrás y llega al punto donde toca el mismo sonido, pero si viene y lo toca no de adelante para atrás sino de atrás para delante y llega al mismo punto se encuentra que hay una mínima disonancia. Eso es algo misterioso que existe en el violín. Me explico: la misma nota que se da en el violín cuando uno empieza a traerlo de derecha a izquierda o de izquierda a derecha disuena en una milésima de sonido y todo eso obedece a que el violín no tiene los trastes, o sea, las laminitas esas que separan cada sonido. Es importante saber todas estas cositas. Bueno, hija, el mejor día”.


Si quieren seguir jalando el hilo de esta historia, aquí hay otro texto que escribí hace cinco años.


lunes, 6 de abril de 2020

Mis casas habitadas


2011

Bogotá no parecía una mala idea para vivir. La solicitud de intercambio académico salió favorable y mi nueva universidad sería la Javeriana de la capital. Me iba sola para la gran ciudad. Sola. Sin abrigo suficiente. Y yo, que a veces siento frío hasta en Cali…

Aún soy capaz de reconocer el olor de la casa a la que llegué. No puedo describirlo, pero logro reconocerlo. La habitación grande no me resultó llamativa así que elegí la pequeña, una diminuta cueva con un clóset y un baño, que parecía tener todo lo que necesitaba para salir solo por comida. Me levantaba muy temprano, como siempre, cuando aún todos dormían. Como buena cocinera inexperta, varias cosas del mercado terminaban con hongos en la nevera. A veces caminaba descalza en el patio de césped o me iba a dar vueltas por el barrio, Cedritos, intentando hacer mías esas calles que me resultaban tan ajenas. Aún en días de sol, el frío me devolvía a mi guarida. Una vez, de regreso a casa y con muchos paquetes en la mano, caí a una alcantarilla.

La canción de mi pequeña vida allí fue Como camarón, de Estopa.

2016

Lo primero que hice cuando me fui a vivir definitivamente sola fue comprar un bloque de queso mozzarella, partirlo en bastones, apanar los rectángulos y guardarlos en el congelador. Esa era la comida que más disfrutaba todas las noches cuando llegaba a casa: fritaba cinco o quizá seis deditos y me los comía con mostaza mientras veía alguno de esos realities de música que me gustan tanto. El paraíso, creía. El paraíso del silencio y de la intimidad, lejos del agite de una casa con papás y hermanos y vecinos y ruido y caos. Me perdía en el mutismo, me acostaba a mirar el techo, me asomaba por la ventana a buscar la luna llena (que coincidió con mi semana de mudanza) y disfrutaba el olor de mi nuevo hogar. Un par de domingos bajé al mirador de Sebastián de Belalcázar, que me quedaba a dos cuadras, y tuve allá mis tardes de lectura. En ese momento estaba con Tokio blues, de Murakami.

La canción de esa primera mudanza fue Me llaman calle, de Manu Chao.

2017

Mi segundo hogar en la vida de adulta independiente quedaba en un tercer piso sin ascensor. Tenía dos ventanas gigantes que durante varios meses estuvieron sin cortinas y entonces el vecino del frente, creo, logró verme muchas veces cuando el calor no me dejaba otra salida que andar sin ropa. Solo en los últimos meses que estuve en ese apartamento descubrí que debía abrir los ventanales y, además, una ventana que estaba en la parte de atrás: así lograba que el aire circulara y no me seguía cocinando al vapor. Colseguros es un barrio muy fresco. La falla era mía, definitivamente.

En la habitación que utilicé como estudio pinté un mural con tizas en la pared más grande. Del costado superior derecho salía una jirafa. Debajo, como mantra, escribí “La acción correcta del universo no requiere tu esfuerzo”. Había dibujos coloridos, muy coloridos, que me tomaron varias noches mientras me sentía feliz por aquello en lo que se iba convirtiendo mi pared. Mi espacio. Mi hogar.

En la mesa de centro de la sala me fascinaba tener flores.

Como el lugar era pequeño, en diciembre no me quedó de otra que hacer un árbol de Navidad en origami.

A veces ponía una silla al lado de una ventana, estiraba los pies y me entregaba a ver el día caer.

La canción que selló mi vida en ese momento fue Una y otra vez, de Manuel Medrano.

2018

En el apartamento de La Hacienda tuve por primera vez un comedor y una estufa con horno. Yo, acostumbrada ya a comer en los muebles o en la cama, recordé las maravillas de tener dónde apoyar el plato y minimizar los regueros. Con el horno disfruté muchos días haciendo tortas que empacaba en cajitas y les regalaba a mis amigos o a mis papás. La más grande era para mí, obvio. Tenían banano y almendras.

Por las mañanas meditaba en el balcón. Como vivía justo al frente de la zona de juegos infantiles de la unidad, en un segundo piso, oía los gritos de los niños que salían a divertirse. Alternaba mi trabajo como periodista con jornadas de refuerzo escolar para los nenes que lo necesitaran y un par de veces hice la clase con mis dos estudiantes en ese parquecito, así que era normal escuchar luego llamados insistentes: “Profe, profe, profe, ¿puedes bajar a jugar con nosotras?”. Y yo, ¿adivinen qué? Bajaba.

Ese año pasó otra gran cosa: me llevé a Stefi a vivir conmigo definitivamente. A mis rutinas diarias se incorporaron dos salidas al parque y muchos “ven, mi amor, no tengas miedo, no te van a hacer nada. Tranquila, chiquita, estoy aquí”: Stefi quería correr hasta el fin del mundo cada vez que un perro, así fuera diminuto, se le acercaba a olerla. En el parque había un grupo de gente que cada tarde sacaba a sus mascotas. Terminamos de amigos e incluso una noche nos tumbamos a tomar cerveza al lado de nuestras bendiciones.

Mi canción del año fue, sin duda, Por fin, de Pablo Alborán.

2019

El mundo se fue haciendo pequeño y me terminé mudando a dos cuadras de un apartamento que desistí de rentar un año antes porque me parecía que estaba en una esquina del mundo. Lejos de todo. Mi nuevo hogar está en Santa Anita.

Fue amor a primera vista: paredes blancas y puertas cafés. ¿Qué otro contraste se necesita en la vida de una minimalista autoproclamada? Cuarto piso. Ascensor. Ventana. Silencio. Acostumbrada ya a vivir sola, cada espacio era una hermosa conquista. Los primeros meses tendía una cobija al lado de la ventana y me acostaba a ver las estrellas. Creo ahora que uno de mis planes favoritos siempre ha sido tumbarme a mirar hacia arriba.

Ubiqué la cama de tal manera que el ángulo en el que entra el sol por las mañanas coincidiera con el espacio que ocupa Stefi. Los domingos son casi siempre de picnic en el parque que queda a dos cuadras: sobre una manta de cuadritos, yo leo algún libro mientras ella explora los alrededores. Desde la terraza se ve un nevado que el señor portero no ha sabido decirme cuál es y yo, tan mala siempre para esas cuestiones de ubicación, tampoco he logrado descubrir.

La canción de este momento ha sido Ley de vida, de Nano Stern.

Posdata

No sé qué me enseñaron para haber crecido con ganas de que mi casa fuera la casa de todos. Cuando va alguien a verme, desde los operarios de Claro hasta los amigos más queridos, lo primero que atino a decir es “Sigue, estás en tu casa”. Si voy de viaje y hago nuevas amistades, les ofrezco mi apartamento como hospedaje en caso de una posible visita.

Podemos, algún día, no sé, tumbarnos a ver las estrellas.

La canción de mi vida ha sido Pasa, de Pedro Guerra.

lunes, 9 de marzo de 2020

Manifiesto


1.       Me gustan las flores
Crecí escuchando a mamá decir que las flores eran para los muertos. A ella no le gustan, creo. No las considera un buen regalo y solo quebró su ley cuando me compró un ramo de rosas rojas por mis 15 años. Calqué ese dicho y durante mucho tiempo repetí que las flores no me gustaban, que eran para los muertos. Pero no es así. En el forcejeo interior de mis preferencias ganó la verdad sentida y no la aprendida. Me gustan las flores. Me fascinan. Quizá no las rosas, pero sí los girasoles. Me gustan las flores porque le dan vida a la casa, vida a mi vida; me gustan las flores porque cuando alguien me las regala siento que está sembrando amor en mí.

2.       Si me aman, la aman
Tengo una hija de cinco años. No me valen los discursos de lo malo que es humanizar a una mascota, que es una animal y no una niña, los sermones de “mire, Lina, esa perra tan malcriada”. Es mi hija. Punto. Hay días en los que el único ser al que veo desde que me levanto hasta que me acuesto es a ella. Compartimos el desayuno, la salida al parque, las caricias en la cama, las siestas, las noches, las lágrimas que a veces me lame, los momentos en los que ella duerme a mi lado mientras yo estudio o escribo. Compartimos la vida y yo estoy feliz de haberme cruzado con ese pedacito de amor, la última de una caja en la que había cachorros listos para la adopción. Si alguien me quiere, debe querer a Stefi. Aceptar mi relación con ella. No pretender cambiarla. No decirme nunca que la lleve a dormir a la sala.

3.       Coqueteo con cuentos
Como amante manifiesta de la literatura, una de mis estrategias frecuentes para entablar una relación más cercana con alguien es compartirle un cuento que me guste mucho. Sí, coqueteo con cuentos: “te regalo este cuento”, digo. Y envío un enlace por WhatsApp. Por lo general empiezo con Conejo, de Alberto Chimal. Si la cosa fluye pueden seguir Pollito Chicken, de Ana Lydia Vega, o La Composición, uno bellísimo de Skármeta. A veces, alguna de las instrucciones de Cortázar. En un nivel más avanzado regalo mi crónica favorita: Fuiste mi primavera, de Pablo Ramos. Hace poco hice una antología de cuentos latinoamericanos para una persona a la que creía querer mucho. Me tardé varios meses escogiendo cada pieza y diseñando la portada. Quisiera tenerla de nuevo. La antología, claro; no la persona.

4.       Parezco ruda, pero no lo soy
Es difícil autodefinirse. Aquí va un intento: La seriedad que caracteriza un primer encuentro conmigo no es un indicador de las sustancias inalterables que me componen. Soy seria, sí. Algo tímida. No me abro en la primera conversación. Quizá tampoco en la segunda ni en la tercera. A mis veintitantos años estoy en proceso de aprender a mostrar mis vulnerabilidades sin sentir que me estoy inmolando. Ahí voy. Me gusta que me abracen y que la otra persona ponga mi cara sobre su pecho. Que me escuchen, que me cuiden. Que me desenreden el cabello. También estoy en proceso de desmitificar el amor romántico. En eso tal vez no voy tan bien.

5.       Tengo relaciones rotas
Con papá, por ejemplo. Nunca nos entendimos en el nivel en el que deben estar un padre y una hija. Cuando era muy chiquitita, él me veía y yo me sentía vulnerable y desprotegida. Crecí y fui yo la que empecé a orientar algunas decisiones en casa. Tener la relación rota con papá es algo tan frecuente como jodido para muchas mujeres. Ese vacío se filtra en otros espacios de la vida y arde, muchas veces arde.

6.       Dudo
No soy siempre lo que Google dice de mí cuando alguien escribe mi nombre en el buscador. Dudo. Caigo. Soy más que premios, reconocimientos y artículos publicados en un periódico. Soy más que fotos sonriente y redes sociales en las que la vida es perfecta. Dudo. Lloro. Me da miedo que una cucaracha se entre al apartamento. Me da miedo pensar que los seres que amo algún día se van a morir. Dudo. Temo. Me da miedo hacerle daño a la gente o que me lo hagan o que nos lo hagamos.

7.       No estaba embarazada
Cuando tenía siete años, mi panza parecía la de una niña con una dieta de ponqués al desayuno, alpinitos al almuerzo y nucitas a la cena. Era delgada, pero esa protuberancia estomacal me hacía ver un tanto extraña. En la tienda de la esquina atendía Mery, una señora diez veces más voluminosa que yo a la que le gustaba sobarme el abdomen y decirme tres palabras que odiaba: “¿Usted está embarazada?”. No sé cómo se atrevía a preguntarme eso. No sé por qué le causaba tanta gracia hacerme sentir mal. No, Mery. No estaba embarazada.

8.       Odio escribir
Me paro, me siento, dibujo, rayo, me muerdo las uñas, camino de un lado para otro, hago carteleras, tomo agua, agua, más agua. Escribir no se trata de sentarse frente a un computador y recibir la iluminación divina que dicta las palabras antes de poner un punto final. Odio escribir. A casi todos mis textos les meto el alma y por eso soy tan exigente. Lejos de lo valiosos que puedan resultar para otras personas, para mí son como un parto semanal. Y cuando los veo, tan bellos y tan valientes, impresos en la página de un periódico o publicados en un blog, solo siento gratitud y felicidad. Le robo la frase a Dorothy Parker: Odio escribir, pero amo haber escrito.

9.       Les daría un riñón
Si algo bueno hicieron papá y mamá fue criarme junto a mis hermanos como un gran equipo para afrontar la vida. Si nos peleábamos, mamá nos amarraba las manos y no nos soltaba hasta que fuéramos amigos de nuevo. En las discusiones, cada uno tenía oportunidad para exponer sus molestias. Cuando les hacía maldades, la risa me duraba cinco minutos y el remordimiento, toda la vida. Hace poco les pregunté a los tres que si ellos me donarían un riñón en caso de que lo necesitara para vivir. Estoy bien, no lo necesito. Solo quería tantear ese amor. Todos dijeron que sí. Yo también haría lo mismo. Sin duda, les daría un riñón.

10.   No sé nada de nada de nada
¿Cómo se construye lo que uno no conoce? Mi discurso más reciente es que quiero una relación madura, en la que haya confianza, en la que ambos crezcamos. En la que se pueda disfrutar la vida. Pero… ¿Cómo se construye lo que uno no conoce? Yo crecí en una montaña rusa, volando en picos de adrenalina, en un hoy estamos bien, mañana mal, pasado mañana bien, luego mal. Y así, la vida. La tranquilidad emocional es un terreno casi inexplorado. En mi búsqueda de paz, me sigue atrayendo el caos. No sé nada. Quiero deconstruir, revalorar. Quiero renacer, parirme otra vez, ver el mundo con unos ojos lejos de la convulsión. Por lo pronto, no sé nada.

lunes, 2 de marzo de 2020

Llamado

De repente sucede algo que te hace desviar la mirada, levantar la cabeza, respirar más profundo. Algo que trae otros aires, otras ilusiones, otras enseñanzas. Desde hace mucho tiempo no me veía los tan almendrados, tan abiertos, tan secos. ¿Puede uno enamorarse sin conocer, habiendo explorado solo un poco? ¿Puede enamorarse uno de una metáfora perfecta, un gran juego de palabras, mensajes que solo existen en el mundo virtual? De una anáfora inigualable, de sus palabras que ya no son para el mundo sino para mí, de sus sentimientos puestos ahí, ahí, en algo tan inerte como una pantalla.

El miedo predispone, prefiero no estar asustada. ¿Qué sería de los ríos si empezaran a dudar en su nacimiento?, ¿qué sería de las aves si no tuvieran el coraje de empezar a batir las alas sin siquiera pensar en que puede llegar una tormenta? Mientras tanto, él sigue ahí, ahí. Escribiendo, diciendo oye tengo miedo de lo que pueda pasar, oye tengo miedo de desearlo con estas ganas que tengo, y entonces yo le respondo oye no es tan chévere empezar con miedo, tengo un abrazo que sirve para eso.

jueves, 8 de agosto de 2019

Me hubiera gustado llamarme Valentina



Cuando tenía cuatro años me perdí en un parque enorme. No sé en realidad qué tan enorme era, pero yo, que debía medir un metro, lo veía como un bosque gigante. Mi papá me llevaba de la mano porque íbamos a ver la caída de unos parapentistas. Cuando noté que esos hombrecitos en el cielo se iban haciendo más grandes y ya casi, casi aterrizaban cerca de donde estábamos, corrí para ver en primerísimo plano esa bajada celestial. Le solté la mano a papá. Los vi, llena de asombro: tenían esos plásticos tan grandes que les permitían volar. Tan grandes, tan coloridos. Cuando el espectáculo terminó, recordé que yo no había ido sola. Busqué a papá y no estaba. Por ningún lado. No estaba donde nos habíamos separado, no estaba sentado en el pasto, no estaba, no estaba. No recuerdo haberme sentido nerviosa, solo quería caminar y encontrar a mi familia. Caminé un rato, no sé cuánto tiempo. Pudieron haber sido cinco minutos o dos horas, no logro saberlo. 

Escuché voces en una tarima y me fui acercando sin saber qué decían. Alguien se hizo a mi lado y me preguntó que si estaba perdida, pues estaban llamando a una niña por los altavoces. Era yo. El buen hombre me llevó hasta allá y pude ver de nuevo a mi papá, a mi mamá y a mi tía. Ellas dos se alegraron al verme, era lo normal, ¿no? Y esperaba que papá también lo hiciera, que me sonriera, que me abrazara, que me cargara, que me preguntaba dónde había estado, si me sentía bien, si estaba asustada. Pero no fue así. Estaba muy molesto, todo el camino de vuelta a casa estuvo sin pronunciar una palabra. 

Puede que la memoria me esté poniendo una trampa para pinchar el dolor, pero casi que estoy segura de que lo primero que hizo cuando me vio fue darme un regaño por haberle soltado la mano. Me asusté más con su reacción que con el hecho de estar sola en ese bosque con hombres voladores. En casa, antes de dormir, mi mamá me animó a pedirle perdón. Fui hasta su cuarto y le ofrecí disculpas por haberme perdido. ¡Disculpas por haberme perdido, cuando él era quien estaba a mi cargo y me descuidó! Tampoco me abrazó esa vez. Respondió con un monosílabo, tal vez solo un sonido. Y yo regresé al cuarto, con la satisfacción del deber cumplido y con la culpa que me generaba haber causado un disgusto familiar.

Me hubiera gustado llamarme Valentina. Las niñas con ese nombre son valientes, les gusta el rock y tienen papis que las quieren. Si yo hubiera sido una Valentina, tal vez papá hubiera corrido gritando mi nombre y yo lo hubiera podido encontrar más rápido, justo antes de fundirnos en un abrazo y de que él me dijera “¿Dónde estabas, mi Valentina?, Todo está bien, amor. Estás de nuevo con tu familia, perdóname por descuidarte. ¿Qué tal los parapentistas? Cuando seas grande te voy a llevar a volar como ellos, ¿te gustaría?”. Pero no, no soy Valentina. Por eso me siguieron ocurriendo desgracias, como si me llamara Dolores. 

Cuando tenía ocho y mi hermano tres, o tal vez siete y dos, seis y uno, papá llegó un día del trabajo con unas lámparas recubiertas de felpa que tenían un muñeco de peluche pegado con silicona en la base. La frase con la que nos las entregó se me quedó grabada para siempre: “Mis niños, les traje lamparitas”. Para mí fueron las lámparas más lindas del mundo, no tanto por la estética de la manualidad sino por el gesto, por el amor, por la ternura. En ese momento era como si me hubiera dicho “Te amo, Valentina. Aunque te pierdas, siempre te voy a encontrar”. Las lámparas estuvieron prendidas algunas noches y luego terminaron archivadas encima de un muro de concreto que servía como techo del armario. A mamá nunca le gustaron: su primera reacción fue decir que eran feas, baratas, “quién sabe de dónde las sacó”. Por eso no perdió oportunidad para regalárselas a una prima humilde, decía ella, que un día fue de visita y salió de casa con dos amores afelpados. Fui Valentina por un tiempo y me arrebataron ese nombre.

Ven acá, Valentina. Siéntate en mis piernas. No uses ese vestido si prefieres llevar pantalón. Si no te gusta la sopa, no te la tomes. Puedes perderte, pero no te asustes. Siempre hay alguien que te va a encontrar. Y te va a abrazar y te va a decir que todo está bien, que solo fue un momento de susto, que volverás a casa, que volverás con quienes te quieren, que no estás sola en el mundo. Alguien que te va a dar un beso en la frente, te va a apretar la mano, va a dormir contigo si te da miedo que una cucaracha voladora entre a tu cuarto de noche, va a estar a tu lado cuando te despiertes de golpe con miedo porque algún día los papás van a morir y tú vas a tener que ser fuerte para vivir sola. No tienes que decir nada, Valentina. Está bien si prefieres callar. Tus amigos te quieren. Eres importante para la gente. Tu familia te quiere. Yo te quiero.