Y resulta que ahí tampoco nos dejaron
quedar: no podían, por nada del mundo, venderle una jarra de cerveza a nueve
personas. Minutos antes habíamos llegado
a esa discoteca. Nos acomodaron la mesa y las sillas y cada uno cogió su
puesto. Todo parecía estar perfecto. Mientras unos bailaban ya en la pista, los
otros fuimos atendidos por un mesero mal arreglado: ¿qué van a pedir? ¿Cerveza? No, a ustedes no les puedo vender cerveza.
Si quieren, pueden hacerse allá afuera en la barra. De nada sirve estar en
la barra cuando lo que se tienen son ganas de bailar. Descartado. Recojan todo
que nos vamos.
Ese era el tercer sitio que visitábamos
y nuestra noche había transcurrido de la siguiente manera: después de una
comida en Crepes &Waffles en la
que pude saborear de nuevo el exquisito sabor de la limonada de coco (algo así
como un “arroz con pollo de carne”, decía un amigo), el plan era ir a un sitio
escondido de la ciudad, de cuya condición deriva su nombre. Cuando llegamos a
El Escondite desmentimos aquello de que la entrada era libre hasta antes de
determinada hora e hicimos nuestras cuentas rápidas: únicamente en entradas
debíamos invertir casi $100.000, una suma poco conveniente para un grupo de
personas con escasos recursos económicos. Además, ahí nos dimos cuenta de que
nadie, absolutamente nadie, quería tomar licor, así que el consumo sería nulo,
o por lo menos no cumpliría con lo requerido por el establecimiento: como
mínimo, una botella por mesa.
Decidimos entonces, nosotros, los
niños zanahorios de camisitas, vestiditos y tacones, ir a otro lugar mucho más
recóndito en el que sabíamos que no habría que pagar la entrada y que, si
comprábamos cerveza, nos permitirían bailar toda la noche: lo que realmente
deseábamos. Después de un gran susto que pasamos en un taxi, con un conductor
que no dejaba de mirarme por el retrovisor y que me preguntó el nombre para que
yo me distrajera mientras él cambiaba la ruta, llegamos al lugar. Sobre el
conductor, yo ya venía lo suficientemente asustada así que no le respondí y le
dije que se estaba desviando, que cuidado, que por allá no era. Nos bajamos
sanos y salvos. Con todo el dinero. Con todos los órganos. Con lo que nos quedaba
de virtud.
Por fin estábamos en el
nuevo lugar. Nos recibieron amablemente
y nos entregaron un volante que, como era de esperarse, ninguno leyó. Solo un
amigo curioso lo ojeó después y se dio cuenta de la gran noticia de la noche:
Hoy, Geovani Ayala en concierto. Cover: 25.000. La desilusión no pudo ser más
grande: estaban, la mayoría, muy lejos de su casa; no teníamos el dinero
suficiente para otro cambio de sitio; los que nos habíamos bajado del taxi con
miedo, no queríamos montarnos en otro; y, lo más grave, necesitábamos un lugar
en el que el consumo mínimo fuera realmente mínimo, porque, como ya lo dije,
nadie quería tomar licor.
Optamos por ingresar a la
discoteca de la que nos sacaron al inicio de este relato y sucedió todo lo que
ya conté. Como última opción, después de ya muchas decepciones, ingresamos a
otra en la que, según las averiguaciones de dos amigos, podíamos tomar solo
cerveza y bailar sin preocupaciones. Entramos, subimos: era un segundo piso.
Una canción, dos canciones, el que baila, el que no baila, el hueco en el piso
que hacía ir el zapato, la pista llena, el sudor en la cara, el mesero que
llega y que pregunta qué van a pedir, y la siguiente mala noticia: ¿Cerveza? ¡No! ¿Cómo se les ocurre que les
voy a vender una jarra de cerveza a todos ustedes? Palabra que va, palabra
que viene, que por favor, que es que no tomamos, que esperate, que otra cancioncita,
que hasta luego y que dígale al portero
que dé bien la información.
Era casi media noche y ya
teníamos, por lo menos, una cosa clara: no nos dejarían estar en ningún sitio
si no consumíamos licor. Última opción: casa de Lina a tres cuadras de donde
estábamos. Lo único que yo podía ofrecerles era un computador portátil con
internet para buscar la música en Youtube. No hubo problema, ganaron las ganas.
Llegamos a mi casa y los duendes hicieron de las suyas: mis vecinos del frente
estaban decorando la fachada por la navidad y tenían la música a todo volumen,
tanto así que mi terraza se convirtió en la pista de baile perfecta. Con el
descaro que nunca falta, pedimos unas cuantas veces que cambiaran las canciones
y los vecinos, disfrutando de nuestra poca vergüenza para armar rumba con
música ajena, nos complacían por completo.
Así terminó nuestra gran noche de
fiesta, que no fue para nada simple: estuvimos en cuatro discotecas y rematamos
en una casa. Además, nos tomamos una gran botella… de Colombiana. Dos horas
después, los vecinos se fueron a dormir. Nosotros finalizamos con música de
celular, todos tirados en la terraza, prometiendo que la reunión en mi casa
había que repetirla y riéndonos de nuestras zanahoriadas de sábado en la noche.