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sábado, 22 de diciembre de 2012

Automática

Anoche también me soñé que estaba vendiendo zapatos: siga, bienvenido. ¿Qué busca? Con mucho gusto, ya se lo traigo. Como no quería pensar más en eso que había hecho los nueve días anteriores y que haría durante cuatro días más, abría los ojos y me concentraba en el techo blanco. Sin embargo, segundos después se me volvían a cerrar los párpados… y llegaba de nuevo aquel sueño fastidioso.


Al final, terminé por aceptar que ese sueño terrible sería parte, lo quisiera o no, de aquella noche de diciembre. Lo soñé con todas las ganas y me desperté cansada de tanto trabajar. Me fastidia que la rutina se me meta en los sueños. Ya la imaginación y el subconsciente no me dan para viajar de noche a otros lugares o vivir cosas fantásticas y maravillosas, sino que me tienen ahí, vendiendo zapatos… o, tal vez, soñar eso ya hace parte de mi rutina del momento.

Esto de trabajar en temporada sí que es cosa seria. El hecho es que durante el día sí debo hacerlo de verdad, verdad: buenas tardes, bienvenido. ¿Busca algo en especial? ¿Le gusta así?      Pensamiento que se cuela: estos no van a comprar nada.      ¿De qué color lo buscaba? Si gusta, puede medirse este. Claro, bien pueda siga y se sienta. Le voy a pasar el derecho.      Sensación que aflora: ¡GAS! Tiene pecueca.      ¿Cómo lo siente? Se le ve muy bonito. Tenga en cuenta que eso le cede. ¿Le traigo otro número? Mídaselo en este color para comprobar la talla. ¿Sí lo siente mejor? ¡Claro, le horma más bonito!   Mente que no se calla: eso le queda muy ancho.   Mire, le trajo el otro. Ah, ¿vuelve más tarde? Bueno, aquí lo espero. Hasta luego. Con mucho gusto.      Idea irreprimible: ¡Puta vida!

Y entonces llega otro cliente y se repite la rutina: Buenas tardes, bienvenido. No, no. Hay que cambiar: Bienvenido, buenas tardes. Y sucede una, dos, diez, quince y muchas veces más. Y se me cansan los pies y me duele la espaldita. Y salgo muy tarde y me monto en el MIO y me vengo a mi casa y como algo rápido y pierdo tiempo en internet  y me acuesto a dormir y me sueño que vendo zapatos. Y me doy cuenta de que me he vuelto automática.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Déjame encontrar las palabras


No me toques. No pronuncies. Mírame.

Mírame así no te diga nada y me quede pensando lo que te quiero decir. Mírame. Fija tus pupilas en las mías. No me toques, porque la piel se me eriza cuando siente tus dedos fríos. No me toques. No me beses. No me toques. Escucha con cuidado cómo se me acelera el corazón. Siéntelo. Imagínalo. No me preguntes en qué estoy pensando porque no logro volverlo oración. No preguntes. Espera.

Espera que dos palabras se unan en mi mente mientras nos miramos a los ojos en silencio. No te vayas. Sé paciente. Aprende a esperar. Aprende que los ojos hablan y date cuenta de que los míos te llaman a gritos. No te alejes. No te alejes, tengo frío. Tengo frío en la cabeza y se me congelan las palabras. Abrázame. Derrítelas. Sácalas. Provócalas. Provócalas como lo haces conmigo cuando me besas con afán. No te afanes. No me toques. Siente.

Siente lo que siento, no me pidas pronunciarlo. Siente que lo siento, que nunca he querido hacerte daño. Siente que no puedo, lo que pienso se me escapa. Escápate conmigo, yo voy a donde quieras. Tómame de la mano y corramos sin palabras, sin explicaciones, sin argumentos. Corramos en silencio.  No dejes de mirarme. No te vayas. Déjame encontrar las palabras, porque las búsquedas infinitas me calientan en estas noches de invierno interior.


*Imagen tomada de http://vacasencontradas.blogspot.com/2008/06/y-se-cay-noms.html




jueves, 13 de diciembre de 2012

Te quiero con todo mi veneno


Siempre supe que era un juego. Un juego que, como todos los demás, tendría un único ganador y otro corazón destrozado por no haber logrado la victoria. Acepté jugar y te besé esa noche. No me importaba que en tu boca estuvieran frescas las babas de ella, la mujer engañada. Dejé que me abrazaras y metieras tu lengua hasta mi garganta. Te besé deliciosamente, con los ojos cerrados y con el corazón más acelerado que de costumbre. Tu voz me acompañó toda la noche, pero ahí sí desde lejos. Sonabas en mi cabeza y me robabas sonrisas infantiles, recordaba tu boca y me hacías morder los labios, recordaba tu olor y me hacías respirar más fuerte con el inútil deseo de encontrarte por ahí, en algún pedacito de aire. Veía por fin los frutos del amor que había empezado a sembrar unos meses atrás. Eras uno de mis sueños que se hacía realidad, una ilusión que se fortalecía con cada beso y un miedo inmenso de morir cuando te viera cogido de su mano. 

Te regalé uno de los momentos más lindos de mi vida: a ese viaje no hubiera ido con cualquier persona.  Pasé una semana deliciosa a tu lado lejos de todos, lejos del mundo, lejos de ella. Amé quererte cada noche y que te pasaras en puntitas a tu cuarto cuando empezaba a amanecer; amé conocer tus mañas y recorrer contigo esa ciudad que no conocía.

Despedirme fue difícil. Prometí reiniciar mi mente apenas nos separáramos y volviéramos al otro mundo, a ese en el que solamente nos conocíamos y yo debía saludarte con amabilidad así estuvieras con ella. Me robaste lágrimas de nostalgia en mis dos horas de viaje. Sé que tú también me extrañabas, eso no lo dudo. Al siguiente día te vi de nuevo en nuestro otro mundo y fue difícil sentir tu olor y saber que ahí ya no podía abrazarte, ahora era ella la única que podía hacer eso.

Tuve días muy confusos. Te extrañaba así te viera a diario, maldecía nuestro amor de verano que, como todos los amores de verano, se había acabado cuando se terminó el verano, continuaba pensando que mi única certeza era que te quería y, al mismo tiempo, empezaba a formarse en mí un veneno que me llevó a sentir lo que siento hoy cuando te pienso.

Es una lástima saber que no eres ni la mitad de lo que yo creía. Tu honestidad y transparencia no son más que una mentira que se disimula con tu carita coqueta. Tu fortaleza es solo cobardía y tu egolatría no es más que un sentimiento profundo de soledad y miedo. Fuiste fuego y ahora no eres más que cenizas que se barren con escoba; fuiste oxígeno y después de respirarte no eres más que dióxido de carbono. Fuiste verdades y ahora no eres más que mentiras, las mentiras que solo te cree ella, la mujer engañada.

Te dije que lo único que quería que pasara de ahí en adelante era, si acaso, que nos diéramos besos de vez en mes. No era justo con ella, así también compartiera sus babas con muchas otras personas. Como recién señalado por una varita mágica, cambiaste totalmente tu actitud conmigo. Ahora parecía que fuera un contacto más en tu Facebook, solo eso. Me dolió, debo aceptarlo, pero ahora es para mí para quien eres solamente eso: un contacto que puede estar conectado o desconectado, no importa cuál.

A pesar de todo, te quiero. Te quiero no sé por qué, te quiero aún sabiendo que no vales la pena. Te quiero incluso cuando te veo con ella, pero ahora no te quiero con tanto amor sino con veneno. Eso es, no se me ha podido ocurrir algo mejor: te quiero con todo mi veneno. 

domingo, 9 de diciembre de 2012

"Google es racista"


Estaba yo en una capacitación a docentes de colegios públicos del Valle del Cauca sobre el  manejo básico de tres programas de Microsoft Office. Entre los aproximadamente 25 asistentes estaba don Marcos, un hombre negro, alto y de cabello rapado. Soy pésima para calcular edades, pero puedo decir que tenía aproximadamente 40 años.

Cuando se dictaba el módulo de Excel, don Marcos preguntó que cómo hacía para pasar un texto de minúsculas a mayúsculas. Mi compañero instructor no supo qué decirle, así que decidió preguntarle a Google. Después de una exhaustiva búsqueda, debió hablarle con la verdad: “don Marcos, eso es imposible”. Mi compañero afirmó, con una seguridad propia de los expertos en búsquedas en la red, que en Google no aparecía la respuesta y que, como Google lo sabía todo, significaba que no se podía.

En ese momento, don Marcos dijo algo que parecía estarlo atrancando: “No. Google no lo sabe todo. Busque ejecutiva y verá que le aparecen puras blancas”. Mi compañero, muy obediente, siguió la orden; en efecto, los primeros 103 resultados respondían a mujeres blancas con trajes de oficina. Por allá, en la tercera página, la imagen 104 era de una mujer de negra. “Don Marcos, pero mire que sí aparecen”, le dijo el instructor con un poquito de tranquilidad. “Ahora busque ejecutiva negra”, ordenó el aprendiz.

La gran sorpresa fue que la búsqueda arrojó imágenes de una silla que se veía, por cierto, muy cómoda. Mi compañero, con su afán de mejorar la situación que incomodó a varios, cambió los términos de búsqueda: “Ejecutiva africana”, escribió en la barra de Google, y salieron varias mujeres negras.

Lo cierto es que después de esas búsquedas curiosas se abrió la discusión. Don Marcos, entre risas y quejas, se excusaba en que había que segregar a los negros para poder encontrarlos, por lo menos en las búsquedas de Google; de ahí que este buscador era racista.

Mi opinión, más ingenua y sencilla, es que simplemente se ha establecido que el modelo de belleza es la mujer blanca, mona y delgada, al mejor estilo europeo. De ahí que la búsqueda arroje imágenes de este tipo en sus primeras páginas. Incluso después, ya en mi casa, busqué distintas ocupaciones y en todas sucedía lo mismo: las primeras fotos eran de mujeres hermosas, como de películas.  

Si nos vamos a extremos de sentirnos discriminados por ese tipo de sucesos, entonces que todos reclamen: los gordos, los negros, los indios, los crespos, los lisos… Pero como mi intención no es adentrarme en este tipo de discusiones, acepto simplemente que don Marcos logró ponernos nerviosos por un momento, sin saber qué hacer con su pregunta y con la silla negra que nos aparecía en pantalla.

*Imágenes tomadas de http://lajovencuba.files.wordpress.com/2012/05/racismo.jpg y http://www.makrovirtual.com/avda_boyaca/index.php/sillas-mesas-y-otros-muebles/sillas-para-oficina/silla-q-biz-ejecutiva-negra-ref-cs-221.html 

jueves, 6 de diciembre de 2012

Hay que irse para poder volver


Recuerdo que hace exactamente un año regresé a Cali después de haber estado en Bogotá cuatro meses. Ni mis papás ni nadie de la familia sabían de mi regreso, así que acudí a un amigo para que me recogiera temprano en el terminal de transportes. Mi llegada se convirtió en un gran secreto.

Me sentí muy emocionada cuando recorrí de nuevo mi ciudad y hasta alegría me dio de ver al MIO agravando uno que otro trancón. Mi papá fue el primero que me recibió en casa con un abrazo suave y, creería uno, poco emotivo. Nada qué hacer: hombre poco expresivo. Subí con alegría los tres pisos para llegar a mi casa y encontré a mi mamá tomando su baño diario. Debí esperar hasta que culminara su rutina y, cuando salió de la ducha y me encontró ahí parada, no pudo evitar el grito y las lágrimas. Yo me asusté, debo aceptarlo. Nada qué hacer: mujer muy expresiva.

Cuatro meses atrás me había ido a estudiar a la capital. Conocí personas hermosísimas y pude vivir, en carne propia, eso de que los amigos se vuelvan hermanos. Durante toda mi estadía lejos de casa comprobé la certeza de aquella ilustre frase de mi sabio padre: “cuando uno no está es que lo extrañan”. Y sí, extrañaba a mis familiares y amigos, incluso a aquellos que no soportaba antes.

La casa en la que me hospedé quedaba, por cálculos matemáticos simples, a más de 100 cuadras de la universidad. Para colmo de males, de martes a viernes iniciaba clases a las 7:00am. Madrugué como nunca antes y aguanté frío como un verraco, porque no me gusta el agua caliente. Soporté también, cada mañana, la respiración en mi cuello de la gente que iba apiñada en el Transmilenio, que por cierto no tenía aire acondicionado. Además, y esto sí que es un secreto de Estado que acaba de morir para ser público y publicado, desarrollé mis más bajos instintos y, en ocasiones, hice un uso descarado de la comida de la familia con la que vivía. Nada qué hacer: niña de estómago grande.

Todo lo vivido, cual libro de superación personal, me ayudó a crecer enormemente. Muestra de esto fue mi cumpleaños número 19, que tuve que pasar lejos de casa. Además, pude conocer a personas importantes que al menos me servían para aterrar y despertar la envidia de uno que otro compañero de Cali. Lastimosamente las cosas no tuvieron un final perfecto, como había sido todo lo hasta ahí vivido.

El día sábado 4 de noviembre de 2011, mi amiga-hermana-housemate María del Mar me invitó a una fiesta en casa de su novio. Además, irían su hermana y otra gran amiga. Como era de costumbre, sus papás no le iban a dar permiso, así que decidió inventar una de sus famosísimas mentiras: nos quedaríamos en casa de su mejor amiga, en una especie de “noche de niñas”, después de una pequeña celebración.

Y así como la famosa canción de Sabina, “nos dieron la una, las dos y las tres” y la fiesta aún continuaba. Mientras María le hacía justicia a su borrachera con actos incoherentes a cada instante, mis otras dos amigas y yo resolvíamos acertijos en la cocina. Llegó el momento de dormir y todos caímos en un sueño profundo… bueno… casi todos.

Nos levantamos al día siguiente y, mientras nos alistábamos para regresar a casa, entró la única llamada capaz de arruinarlo todo: en la pantalla del celular de María decía “papá”. Se le dijeron varias mentiras que él no creyó y, después de un día de discusiones y lloriqueos, terminé “de patitas en la calle”. Con mucha valentía, agarré mis enormes maletas y decidí iniciar aquella aventura: regresaría a casa sin tener nada preparado y sin que ningún familiar lo supiera. Eso fue un domingo hace 365 días.

Llegué al día siguiente con algunas partes del cuerpo adoloridas por la posición que mantuve en el bus. Ese día sentí que recuperé todo y lo valoré como nunca antes: pude sentir de nuevo y en vivo el amor de mi familia, la tranquilidad de mi hogar, el calor deliciosito de mi ciudad, la amabilidad de la gente y el cariño de mis amigos. Además, saboreé de nuevo la comida hecha en casa y mi colchón me pareció tan maravilloso como nunca antes. En ese momento, después de pensar en todo lo que había vivido, aprendido, sufrido y disfrutado, me di cuenta de que hay que irse para poder volver.

*Imagen tomada de http://mividaentacones59.blogspot.com/2012/05/regreso.html

domingo, 2 de diciembre de 2012

Instrucciones para recolectar conchas en la playa


Ubíquese en el punto exacto en el que el agua salada le moja los dedos de los pies, de frente al mar. A partir de ahí, avance aproximadamente 1,5 metros y deténgase. Gire su cuerpo 180°, de manera que ahora quede de frente a la playa. Agáchese con cuidado para que las olas no le llenen de agua la garganta y, recién pase una, introduzca las manos hasta donde la arena se las detenga. Sin dejar pasar mucho tiempo, agarre un puñado de lo que sea que haya en el suelo. Póngase de pie y párese firme para que las olas que vienen no le hagan perder el equilibrio. Con cuidado, abra la mano que tiene llena y observe lo que recogió. Con la mano vacía, escarbe sin permitir que se le caiga todo de nuevo al agua. Cuando se tope con una concha, agárrela fuertemente con la mano libre e introdúzcala al mar para quitarle el exceso de arena. Después de esto, guárdela en la bolsa que debió haber alistado cuando se le ocurrió la idea de recolectar conchas en la playa. Repita toda la operación hasta que el número de conchas recolectadas sea el deseado por usted de acuerdo a sus finalidades. Cuando haya terminado la recolección, amarre la bolsa que la que ha depositado todo y guárdela en un lugar seguro para objetos delicados. Cuando llegue al hotel, deje las conchas en un lugar fresco para evitar olores putrefactos. Haga un último filtro y conserve solo las que realmente le gusten. Ante todo, tenga muy en cuenta que no debe excederse en la recolección para no tener problemas al momento de empacar la maleta de regreso.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

El buen ladrón

Aunque no me pidió que me acordara de él cuando llegara a mi reino, puede estar seguro de que nunca lo olvidaré. Y es que ahora hasta dudo de mi posible llegada al reino después de todas las veces que maldije a aquel verdugo que tuvo la desfachatez de quedarse con lo ajeno.

Hace poco más de un mes, esa noche de jueves, momentos previos a la desgracia, recorrí la ciudad de sur a norte y pude revivir ante mis ojos los trancones de la calle quinta, que atrapan a mucha gente ansiosa por llegar a su hogar; los mariachis que se paran en las esquinas a la espera de algún cliente que quiera pedirle perdón a su novia o celebrar el cumpleaños de su madre, y las banderas ondeantes del Parque Panamericano que se mueven sensualmente tras las caricias del viento mezclado con humo de carro.
Me acompañaban dos compañeros de la universidad en los que ahora no quiero pensar, un joven que acababa de conocer y una emisora que no se cansaba de preguntarme que qué estaba haciendo, ve. Por fin llegamos al norte después de casi una hora y media de viaje. Nos bajamos del carro y sacamos todos los equipos que llevábamos arrumazados: era nuestro segundo día de rodaje de un documental.

Después de casi tres horas de grabación, salimos a la calle con el fin de hacer unas tomas en la avenida. Ya eran cerca de las 10:00pm y el lugar estaba solo. Antes de reiniciar la grabación, uno de mis compañeros pudo abrir el automóvil sin necesidad de usar su llave. “Ay, intentaron robar el carro”, dijo con su voz de adolescente; revisó todo por dentro y lo encontró en orden. El radio estaba intacto y eso era una buena señal. Yo lo aparté del camino e ingresé con las vanas esperanzas de tomar mis pertenencias: “¡Mi maleta! ¡Se robaron mi maleta!”

“No fue tan grave”, pensé mientras lloraba sentada en las escaleras a causa de la rabia que sentía. “Apenas se me llevaron la billetera, la plata, la tarjeta débito, la cédula, el carné de la EPS, la tarjeta del MIO… el cuaderno de la universidad, una revista SEMANA, el cepillo de dientes, la crema dental… ¡Mierda!, la caja de dulces. Eso sí es gravísimo” Seguí llorando con la cara metida entre las rodillas mientras mis compañeros daban una vuelta por el sector a ver si contaban con la suerte de encontrar, al menos, mis papales tirados. “¡Puta! Los casetes” En efecto, acababa de perder cinco minicasetes en los que tenía todo el material necesario para elaborar un video que debía entregar una semana después. Lloré con más ganas.

Al ladrón lo odié, lo maldije e incluso deseé que se comiera todos los dulces él solo para que incrementara la posibilidad de morir deshidratado por una diarrea fulminante, pero al final terminé apreciándolo: el buen ladrón me llamó el día siguiente y se hizo pasar por alguien que “había encontrado mis documentos dentro de una bolsa”. Insistió en que le dijera dónde estaba para devolverme mis cosas, pero terminamos pactando otro lugar de entrega.

Fueron muchas las cosas que me llevaron a pensar que aquel hombre que me llamó no era nadie más que el mismo ladrón, así que armé un plan: le diría que nos viéramos en media hora en un lugar cercano a donde él se encontraba, pero no iría yo sino que le pediría a mis papás que me hicieran el favor. Todo salió perfecto y en 15 minutos ya mi papá lo estaba esperando.

Cuando se encontraron, la primera petición fue 50.000 pesos a cambio de mis cosas. Mi papá, como buen santandereano verraco, arrecho y tacaño, terminó por darle 8.000. Llegué a mi casa en la tarde y revisé las cosas que había recuperado: los documentos, el cuaderno y los casetes. ¡Los casetes! Todo era mejor en aquel momento. A fin de cuentas pensé que había tenido la oportunidad de ser robada por un buen ladrón. El cordial delincuente me devolvió los papeles y me evitó los trámites que hubiera tenido que hacer para obtenerlos de nuevo. En mi celular grabé el número del que me llamó dos veces y lo nombré “ladrón”. A quien quiera, le puedo pasar el dato.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Zanahoriadas de sábado en la noche


Y resulta que ahí tampoco nos dejaron quedar: no podían, por nada del mundo, venderle una jarra de cerveza a nueve personas. Minutos antes habíamos llegado  a esa discoteca. Nos acomodaron la mesa y las sillas y cada uno cogió su puesto. Todo parecía estar perfecto. Mientras unos bailaban ya en la pista, los otros fuimos atendidos por un mesero mal arreglado: ¿qué van a pedir? ¿Cerveza? No, a ustedes no les puedo vender cerveza. Si quieren, pueden hacerse allá afuera en la barra. De nada sirve estar en la barra cuando lo que se tienen son ganas de bailar. Descartado. Recojan todo que nos vamos.

Ese era el tercer sitio que visitábamos y nuestra noche había transcurrido de la siguiente manera: después de una comida en Crepes &Waffles en la que pude saborear de nuevo el exquisito sabor de la limonada de coco (algo así como un “arroz con pollo de carne”, decía un amigo), el plan era ir a un sitio escondido de la ciudad, de cuya condición deriva su nombre. Cuando llegamos a El Escondite desmentimos aquello de que la entrada era libre hasta antes de determinada hora e hicimos nuestras cuentas rápidas: únicamente en entradas debíamos invertir casi $100.000, una suma poco conveniente para un grupo de personas con escasos recursos económicos. Además, ahí nos dimos cuenta de que nadie, absolutamente nadie, quería tomar licor, así que el consumo sería nulo, o por lo menos no cumpliría con lo requerido por el establecimiento: como mínimo, una botella por mesa.

Decidimos entonces, nosotros, los niños zanahorios de camisitas, vestiditos y tacones, ir a otro lugar mucho más recóndito en el que sabíamos que no habría que pagar la entrada y que, si comprábamos cerveza, nos permitirían bailar toda la noche: lo que realmente deseábamos. Después de un gran susto que pasamos en un taxi, con un conductor que no dejaba de mirarme por el retrovisor y que me preguntó el nombre para que yo me distrajera mientras él cambiaba la ruta, llegamos al lugar. Sobre el conductor, yo ya venía lo suficientemente asustada así que no le respondí y le dije que se estaba desviando, que cuidado, que por allá no era. Nos bajamos sanos y salvos. Con todo el dinero. Con todos los órganos. Con lo que nos quedaba de virtud.

Por fin estábamos en el nuevo  lugar. Nos recibieron amablemente y nos entregaron un volante que, como era de esperarse, ninguno leyó. Solo un amigo curioso lo ojeó después y se dio cuenta de la gran noticia de la noche: Hoy, Geovani Ayala en concierto. Cover: 25.000. La desilusión no pudo ser más grande: estaban, la mayoría, muy lejos de su casa; no teníamos el dinero suficiente para otro cambio de sitio; los que nos habíamos bajado del taxi con miedo, no queríamos montarnos en otro; y, lo más grave, necesitábamos un lugar en el que el consumo mínimo fuera realmente mínimo, porque, como ya lo dije, nadie quería tomar licor.

Optamos por ingresar a la discoteca de la que nos sacaron al inicio de este relato y sucedió todo lo que ya conté. Como última opción, después de ya muchas decepciones, ingresamos a otra en la que, según las averiguaciones de dos amigos, podíamos tomar solo cerveza y bailar sin preocupaciones. Entramos, subimos: era un segundo piso. Una canción, dos canciones, el que baila, el que no baila, el hueco en el piso que hacía ir el zapato, la pista llena, el sudor en la cara, el mesero que llega y que pregunta qué van a pedir, y la siguiente mala noticia: ¿Cerveza? ¡No! ¿Cómo se les ocurre que les voy a vender una jarra de cerveza a todos ustedes? Palabra que va, palabra que viene, que por favor, que es que no tomamos, que esperate, que otra cancioncita, que hasta luego y  que dígale al portero que dé bien la información.

Era casi media noche y ya teníamos, por lo menos, una cosa clara: no nos dejarían estar en ningún sitio si no consumíamos licor. Última opción: casa de Lina a tres cuadras de donde estábamos. Lo único que yo podía ofrecerles era un computador portátil con internet para buscar la música en Youtube. No hubo problema, ganaron las ganas. Llegamos a mi casa y los duendes hicieron de las suyas: mis vecinos del frente estaban decorando la fachada por la navidad y tenían la música a todo volumen, tanto así que mi terraza se convirtió en la pista de baile perfecta. Con el descaro que nunca falta, pedimos unas cuantas veces que cambiaran las canciones y los vecinos, disfrutando de nuestra poca vergüenza para armar rumba con música ajena, nos complacían por completo.

Así terminó nuestra gran noche de fiesta, que no fue para nada simple: estuvimos en cuatro discotecas y rematamos en una casa. Además, nos tomamos una gran botella… de Colombiana. Dos horas después, los vecinos se fueron a dormir. Nosotros finalizamos con música de celular, todos tirados en la terraza, prometiendo que la reunión en mi casa había que repetirla y riéndonos de nuestras zanahoriadas de sábado en la noche. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Papaya partida


Hace varios días envié una solicitud a los encargados de EL TIEMPO.COM para que me permitieran abrir un blog con ellos. Escribí todo lo que me pidieron: título y descripción del blog, perfil del autor, periodicidad de actualización, imagen de perfil y primer post tentativo. Y con esa certeza descarada que caracteriza a los convencidos, esperaba una respuesta afirmativa, si no el mismo día, por lo menos al día siguiente.

Un día. Dos días. Tres días. Nada. Como le pasó a El barco chiquitico, “pasaron una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete semanas”. No hubo respuesta alguna. Tal vez, pensé, no habían recibido el correo por cuestiones de tráfico internáutico, así que decidí enviar otro mensaje en el que solicitaba información: que lo que pasa es que hace días… que no me han respondido… que me gustaría  saber… que gracias por la atención… Y nada. Segundo intento fallido.

Después de todo, me quedó ese saborcito molesto que deja el hecho de sentirse ignorado. Como generalizar es tan fácil, ahora solo tengo ganas de criticar la atención que brindan estos grandes medios de comunicación a los escritores jóvenes e inexpertos que queremos salir del anonimato y contactar a ciertos lectores que nos seguirán las pistas. Si yo fuera una gran y reconocida escritora, lo más seguro es que no me vería en la necesidad de pedir un espaciecito en EL TIEMPO.COM para publicar lo que hago de cuando en vez.

A uno la mamá le enseña a responder cuando le hablan, o por lo menos eso yo lo aprendí muy bien y sin necesidad de correa. Lo que me molesta de los señores de El Tiempo es que ni siquiera se hayan tomado la molestia de decir que no les interesaba mi participación y que gracias. Probablemente me hubiera puesto triste por dos horas y media, pero al menos hubiera tenido la seguridad de que atendieron mi solicitud.

Como las cosas no siempre son malas, y mucho menos en este país del Sagrado Corazón, la decepción que tuve por esa respuesta nunca recibida se juntó con las ganas que tenía de seguir escribiendo y de ahí nació un hermoso hijo al que decidí llamar Papaya partida. Y a este blog lo quiero más porque parar abrirlo no tuve que pedirle permiso a nadie, ni siquiera al autor de la foto de la papaya porque no tengo idea de quién la tomó (lo siento, la página estaba en chino, literalmente). Serán todos bienvenidos, pues, cuando quieran leer cosas que a nadie le importan, pero que a todos terminan por interesarnos.

Y si los señores de EL TIEMPO.COM me buscan, les diré que ya no… o, bueno: que lo voy a pensar.