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jueves, 21 de febrero de 2013

Sigue el vivo viviendo del bobo


A mí nunca me han gustado esos eventos que alborotan a todo el mundo, regalan unas cuantas cosas, se terminan, recogen las cosas y dejan todo despelotado. Me parece que son innecesarios y que siempre la perturbación que causan es mayor a los beneficios que dejan. Y es que claro: no es para nada agradable que uno esté por ahí tranquilo y que un estruendo lo saque de ese estado, y que encima de todo vea a un poco de pendejos emocionados, esperando a ver qué se pueden ganar por ahí.

El miércoles pasado hubo un evento de estos en mi universidad. Empleados de Samsung armaron, desde el día anterior, una estructura metálica enorme que servía para sostener una réplica gigante del último celular que lanzaron al mercado. Cuando lo vi desde lejos, parecía que este aparato estuviera en el cielo. Uno tenía que levantar la cabeza y luchar con los rayos de sol que se chocaban con la retina para poder observar semejante artefacto ahí suspendido, toda una deidad.

Al otro día, a eso de las 10:00am, la fiesta comenzó. El celular gigante resultó estar lleno de papelillos plateados y varias hojitas con premios: en una, solamente en una, estaba la noticia de que se había ganado el celular (uno real, por supuesto). Con otras se obtenían descuentos para comprar el aparato. De resto,  los papeles no hicieron más que alfombrar la plazoleta con basura.

Casualmente yo pasaba por ahí y me quedé observando el espectáculo junto a dos trabajadores de la universidad. Todos nos preguntamos qué era lo que sucedía y muy pronto nos dimos cuenta: evidentemente la piñata ya se había roto porque los estudiantes se empujaban para agarrar algún papel con premio. Fue algo increíble, ni si quiera en las piñatas de niños, a las que uno iba con la ilusión de coger alguito y meterlo en la bolsa que le tenía la mamá, y si no cogía nada se iba llorando de la fiesta, sucede cosa semejante.

Lo que más extraño se me hizo fue que el día anterior, mientras armaban la estructuras, me acerqué y tuve una pequeña conversación con uno de los que ahí estaban. Me comentó que el evento lo habían hecho en muchas universidades del país y que la Javeriana no había puesto ningún problema. ¿Ningún problema?, -dije. -¡Pero si acá ponen problema para todo!  Hay ocasiones en las que uno como estudiante tiene que hablar casi que hasta con el sumo pontífice para que le permitan llevar a cabo algo.

A fin de cuentas, como dice el conocido refrán, cada loco con su cuento. Que se estreguen el sudor, que se agarren a golpes. Lo que sí me da rabia, a pesar de todos los atenuantes que pueda tener, es que sean los aseadores de la universidad los que tengan que limpiar el reguero después de que se termine todo. Lo sé porque me lo confirmaron los trabajadores con los que hablé. Samsung se encarga de montar, alborotar, regalar y desbaratar. De ahí en adelante, lo que suceda es problema de la institución. ¿Que el piso quedó lleno de papelitos plateados? Bien pueda, amigo aseador, traiga escoba y recogedor y disfrute de ese sol de mediodía.    

lunes, 4 de febrero de 2013

La supernumeraria


Cuando medio abrí el ojito, acostada en la camilla y con un pánico enorme, vi que el doctor se estaba echando la bendición. Él, al sentirse descubierto, me confesó, con una naturalidad de la que sería incapaz de dudar, que siempre se encomendaba a Dios antes de iniciar cualquier procedimiento quirúrgico. Yo suspiré e intenté relajarme un poco: “no va a doler, no va a doler. Lo puedo controlar, el dolor es mental”.

Resulta que no tenía cuatro muelas cordales sino cinco. Lo descubrió una odontóloga en la radiografía, cuando notó la presencia una especie de alien diminuto que estaba encima de la cordal superior derecha. Mi mamá dice que esa calcificación obedece a la succión excesiva de líquido materno en mi etapa lactante, es decir, que me salió otro diente por chupar tanta teta. Y yo le creo, suena coherente. El problema, a fin de cuentas, no era la supernumeraria: eran los estragos que las “muelitas del juicio” estaban causando en mi boca. Había que sacarlas.

El doctor empezó con la de arriba. Me sacaría tres y luego, en otra cita, las otras dos. Me puso la anestesia en dos lugares con la promesa de que no dolería, aunque a mí me dolió hasta el alma. Esperó un momento, pero cuando irrumpió con sus pinzas yo aún sentía dolor. Sugirió aplicarme más anestesia y acepté sin pensarlo: prefería otro dolorcito en el alma en vez de sentir cómo me arrancaban la muelita de las entrañas. Cuando me chuzó, lo sentí todo. Efectivamente, la anestesia no me había hecho suficiente efecto.

Encontrar un buen cirujano no fue tarea fácil. Averigüé primero con una doctora y todo me salía, aproximadamente, en 900mil pesos. El estómago se me retorció y preferí abandonar ese consultorio. Fue la mejor decisión. Luego visité a otro y me hicieron de nuevo toda la cotización: “te lo dejo… mm… todo, las cinco… en… mm… 650mil”. No estaba mal, pero seguía siendo muy alto para el presupuesto de una estudiante. Después averigüé con otra odontóloga que, aún con la radiografía en mano, no se dio cuenta de que tenía una muela de más. Ay, ay. Si no notó algo tan evidente, corría el riesgo de que hasta me confundiera las muelas y terminara sacándome las que no eran. Acabé en el consultorio del doctor Villada, el cirujano elegido por haber demostrado su profesionalismo en el diagnóstico y, más importante aún, por haberme dado un muy buen precio para las extracciones.

Cuando el forcejeo comenzó, empecé a gemir del dolor. Fue tanto mi lloriqueo que el odontólogo tuvo que decirme que por favor hiciera silencio porque lo inquietaba a él. Hicimos el trato de que yo solo me quejaría en caso de que me doliera, y ahí me di cuenta de que lo mío eran ganas de joder: no sentía dolor alguno, solamente la impresión de los movimientos.  Con las mejores intenciones, el cirujano me comentaba el procedimiento para que yo fuera perdiendo los nervios: “ya te cogió la anestesia, ahora voy a introducir las pinzas, voy a agarrar la muela”. Sin embargo, en un momento me confesó algo que jamás deseé haber escuchado: “ahora voy a levantarte la encía” ¿Levantar la encía? ¿Quién no se aterroriza cuando le anuncian que le van a levantar la encía? Casi me desmayo. Logré soportarlo todo y salieron las dos primeras muelas. El pequeño alien ya estaba fuera de mí.

Me dejó sola un momento y lo que más deseé fue ver a mi mamá. A ella no la habían dejado entrar que porque el consultorio era muy pequeño. A pesar de que le rogué al doctor que le permitiera pasar, le dije que no importaba porque ella era chiquita y le aseguré que se acomodaría sin problema en cualquier parte, la respuesta fue negativa siempre. Estaba yo ahí sola, tirada en una camilla, con la boca a medio cerrar y un sabor a sangre que ya me estaba hostigando. De no ser porque me fascina ese sabor a hierro, hubiera vomitado sin remedio alguno.

Momentos después, quizás unos 10 minutos más tarde, regresó el doctor Villada. Esta vez se alistaba para sacarme la muela cordal inferior derecha, la que más me molestaba. Sus raíces estaban hacia lados contrarios y esto complejizaba la situación. Gaza, pinzas y alicate: la muela no quería salir. Abajo no me cogió muy bien la anestesia y en esta ocasión no pude contener las lágrimas. Lloré tanto que, creo, la camilla quedó empapada. El doctor no me puso cuidado sino que siguió con el procedimiento: entre más rápido, mejor. No podíamos dejar que el poco adormecimiento que tenía se pasara por completo. Yo, en la mente, le hacía promesas a mi muelita para que saliera sin problemas: “Sal de ahí, chiquita, que te quiero conocer. Te prometo que no te dejaré, estarás siempre conmigo. Apúrate que me estás haciendo daño”. Por todas mis súplicas, creo, la muela se partió. El doctor la sacó en dos partes y yo seguí llorando, pero de la alegría. Me cogieron los puntos y se dio por terminada la operación. Estaba viva, eso era lo importante. Viva y con tres muelas menos.

Lo último que me preguntó del doctor, después de haberme parado de la camilla mojada y haber visto a mi madre de nuevo, no se me hizo nada gracioso: “Bueno, ¿para cuándo programamos la próxima cita?”. “Para nunca, doctor”, le grité en mis adentros. Pero como la buena educación fue algo que me enseñaron desde chiquita, preferí decirle que luego planeábamos eso. Muy bueno el doctor, pero ese tipo de dolores son poco tolerables para mí. Guardé mis muelas en una servilleta, pero antes las observé con detenimiento. Estaban asquerosas,  llenas de sangre y de tejidos blandos. Sin embargo, debía cumplirles la promesa que les hice para que salieran fácil: que las iba a conservar siempre conmigo.