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sábado, 23 de marzo de 2013

Diatriba contra los malos profesores


Estoy cansada. No aguanto más. Llevo cuatro años soportando una cantidad de profesores mediocres. No me importa que sean unos de los mejores guionistas del país, ni que hayan publicado no sé cuántos libros, ni que sean unos empresarios exitosos y reconocidos, ni que tengan doctorado, maestría y especialización, ni que cuenten una experiencia milenaria si no son capaces si quiera de ganarse la atención de los estudiantes durante la clase.

Y es que el que es buen profesor se conoce desde un principio con cosas tan simples como la preparación de una clase. Hay algunos a los que parece que les avisan la asignación de un curso cinco minutos antes de que este inicie y no les queda más remedio que improvisar. Lo terrible llega cuando las clases continúan siendo una improvisación. Es una falta de respeto que a uno lo obliguen a asistir dos horas para escuchar a alguien que cuenta cómo estuvo su semana, cómo ha sido su vida laboral, qué experiencias ha tenido, qué miedos ha experimentado y otras cosas por este estilo.

Hay otros profesores que, aunque muy estudiados y muy juiciosos en la preparación de sus clases, carecen de las cualidades que convierten a un profesional en un verdadero maestro. De nada vale que alguien planee su curso y tenga todos los conocimientos necesarios si no es capaz, por ejemplo, de proyectar la voz; peor aún, si no es capaz de exigir silencio; mucho peor aún, si sufre de pánico escénico; muchísimo peor aún, si es una persona tan ocupada que no puede asistir a las clases. Con el respeto que se merecen estas personas, yo sugeriría que desistieran de la docencia y se dedicaran a sus profesiones. El problema es que en este país muchos son profesores porque necesitan ese sueldo.

Sin embargo, peor que los docentes acartonados pero con pocas habilidades para la enseñanza, están también los profesores odiosos y perversos por decisión propia: los favoritistas, los chismosos, los que le dicen una cosa al estudiante y le cuentan al directivo otra muy distinta y los que creen que por ser ofensivos, toscos y regañones se van a ganar el respeto de la gente. Con estos sí que no hay nada qué hacer. Que sus vidas sean así no es el problema, el problema es que le inyecten a uno toda esa mala energía y lo hagan desmotivarse cada vez más de esta triste educación.

Lo que me parece más triste de todo es que nosotros los estudiantes, los que tanto nos quejamos en el intermedio de clases, los que hacemos reuniones en los pasillos para hablar de los regulares, malos y pésimos profesores, los que siempre prometemos hacer una carta para quejarnos ante las directivas, no seamos capaces de hacer nada. Basta con que el profesor malo nos ponga una buena nota, cosa que generalmente ocurre, para que quedemos contentos y pensemos que “en el fondo no era tan malo”, así sepamos que en esa clase no aprendimos ni M.

La invitación es entonces doble: a los profesores malos, quienes estoy segura de que saben que lo son, para que replanteen su oficio, sus clases, sus actitudes e incluso sus vidas; y a los estudiantes inconformes, para que hablen, se quejen, exijan y ayuden a mejorar esta educación colombiana. Pueden empezar con algo tan simple como una entrada en un blog. 


lunes, 4 de marzo de 2013

La moda de las cabezas agachadas (II parte)


Hace varios años, para la editorial de una revista de mi universidad, escribí un artículo sobre una preocupación enorme que tenía en aquel momento: todos mis compañeros caminaban por los pasillos con sus cabezas agachadas, como si tuvieran la pena más profunda en su corazón. La conclusión de mi escrito era que, en realidad, nada de esto era cierto: lo que sucedía simplemente era que ya todos tenían Blackberry.


Hoy, casi dos años después, puedo darme cuenta de que la situación sigue intacta, incluso peor. No acostumbro a incluir datos externos en mis artículos, pero me llamó la atención encontrar una investigación cuyos resultados afirman que el 70% de los usuarios de Blackberry consideran que no son adictos a estos aparatos; no obstante, al mismo tiempo aceptan que no podrían vivir sin ellos. Aseguraron inclusive que sus celulares tenían un valor sentimental porque los acompañaban y los alejaban de la soledad.

Por esto y mucho más, la nomofobia (“no mobile-phone phobia”) sigue creciendo. Y  es que claro, ¿quién puede despegarse de un aparato que le permite entrar a internet, enviar/recibir correos electrónicos, descargar/escuchar música, tomar/editar fotografías, grabar videos, acceder a juegos maravillosos y hablar con infinidad de personas al tiempo? Si yo tuviera uno, de seguro viviría también con la cabeza agachada.

El problema son las dimensiones que ha alcanzado este fenómeno social. Cobra sentido aquí aquel dicho común que asegura que “todo en exceso es malo”, pues el uso constante de los smartphones ya es considerado una adicción comparable con la que generan las drogas, debido a las similitudes del perfil clínico de ambos adictos. Según un estudio realizado en la Universidad de Maryland, la mayoría de estudiantes experimentan un síndrome de abstinencia cuando están lejos de sus Blackberry, con síntomas como ansiedad y preocupación. Creo yo que en nuestro país no estamos lejos de esto, si es que no sucede ya.

Por otra parte, si bien es cierto que a todos nos encantan aquellas cosas que nos facilitan la vida, no es racional darle tanta importancia a un minúsculo aparato electrónico. Quizás este fenómeno se deba a que no estábamos preparados para tanta tecnología junta y nos dejamos deslumbrar por las maravillas que los smartphones nos ofrecen. Lo triste del asunto es que todo es mentira, no es más que una gran fantasía: los encuentros virtuales no se compararán nunca con los personales, ni las charlas por chat serán tan divertidas y sinceras como lo podrán ser en un encuentro de verdad, verdad.

Así pues, aquella “moda de las cabezas agachadas” de la que hablé en mi artículo de hace dos años sigue siendo algo muy evidente y preocupante. Saludos a todos los nomofóbicos a quienes se les acaba el mundo cuando se les descarga el celular, a quienes parecen morir cuando se quedan sin señal, a quienes se sientan en grupo y no despegan los ojos de la pantalla; saludos también, claro está, a todos aquellos que, como yo, se niegan a dejarse absorber por una caja inerte, llena de circuitos y resistencias, que puede obligarlos incluso a visitar a un psiquiatra.