Estoy cansada. No aguanto más.
Llevo cuatro años soportando una cantidad de profesores mediocres. No me
importa que sean unos de los mejores guionistas del país, ni que hayan
publicado no sé cuántos libros, ni que sean unos empresarios exitosos y
reconocidos, ni que tengan doctorado, maestría y especialización, ni que cuenten
una experiencia milenaria si no son capaces si quiera de ganarse la atención de
los estudiantes durante la clase.
Y es que el que es buen profesor
se conoce desde un principio con cosas tan simples como la preparación de una
clase. Hay algunos a los que parece que les avisan la asignación de un curso
cinco minutos antes de que este inicie y no les queda más remedio que
improvisar. Lo terrible llega cuando las clases continúan siendo una
improvisación. Es una falta de respeto que a uno lo obliguen a asistir dos
horas para escuchar a alguien que cuenta cómo estuvo su semana, cómo ha sido su
vida laboral, qué experiencias ha tenido, qué miedos ha experimentado y otras
cosas por este estilo.
Hay otros profesores que, aunque
muy estudiados y muy juiciosos en la preparación de sus clases, carecen de las
cualidades que convierten a un profesional en un verdadero maestro. De nada
vale que alguien planee su curso y tenga todos los conocimientos necesarios si
no es capaz, por ejemplo, de proyectar la voz; peor aún, si no es capaz de
exigir silencio; mucho peor aún, si sufre de pánico escénico; muchísimo peor
aún, si es una persona tan ocupada que no puede asistir a las clases. Con el
respeto que se merecen estas personas, yo sugeriría que desistieran de la
docencia y se dedicaran a sus profesiones. El problema es que en este país
muchos son profesores porque necesitan ese sueldo.
Sin embargo, peor que los
docentes acartonados pero con pocas habilidades para la enseñanza, están
también los profesores odiosos y perversos por decisión propia: los
favoritistas, los chismosos, los que le dicen una cosa al estudiante y le
cuentan al directivo otra muy distinta y los que creen que por ser ofensivos,
toscos y regañones se van a ganar el respeto de la gente. Con estos sí que no
hay nada qué hacer. Que sus vidas sean así no es el problema, el problema es
que le inyecten a uno toda esa mala energía y lo hagan desmotivarse cada vez
más de esta triste educación.
Lo que me parece más triste de
todo es que nosotros los estudiantes, los que tanto nos quejamos en el
intermedio de clases, los que hacemos reuniones en los pasillos para hablar de
los regulares, malos y pésimos profesores, los que siempre prometemos hacer una
carta para quejarnos ante las directivas, no seamos capaces de hacer nada.
Basta con que el profesor malo nos ponga una buena nota, cosa que generalmente
ocurre, para que quedemos contentos y pensemos que “en el fondo no era tan
malo”, así sepamos que en esa clase no aprendimos ni M.
La invitación es entonces doble:
a los profesores malos, quienes estoy segura de que saben que lo son, para que
replanteen su oficio, sus clases, sus actitudes e incluso sus vidas; y a los
estudiantes inconformes, para que hablen, se quejen, exijan y ayuden a mejorar
esta educación colombiana. Pueden empezar con algo tan simple como una entrada
en un blog.