Hace varios años, para la
editorial de una revista de mi universidad, escribí un artículo sobre una
preocupación enorme que tenía en aquel momento: todos mis compañeros caminaban
por los pasillos con sus cabezas agachadas, como si tuvieran la pena más
profunda en su corazón. La conclusión de mi escrito era que, en realidad, nada
de esto era cierto: lo que sucedía simplemente era que ya todos tenían
Blackberry.
Hoy, casi dos años después, puedo
darme cuenta de que la situación sigue intacta, incluso peor. No acostumbro a
incluir datos externos en mis artículos, pero me llamó la atención encontrar
una investigación cuyos resultados afirman que el 70% de los usuarios de
Blackberry consideran que no son adictos a estos aparatos; no obstante, al
mismo tiempo aceptan que no podrían vivir sin ellos. Aseguraron inclusive que sus celulares tenían
un valor sentimental porque los acompañaban y los alejaban de la soledad.
Por esto y mucho más, la nomofobia (“no mobile-phone phobia”) sigue creciendo. Y es que claro, ¿quién puede despegarse de un
aparato que le permite entrar a internet, enviar/recibir correos electrónicos,
descargar/escuchar música, tomar/editar fotografías, grabar videos, acceder a
juegos maravillosos y hablar con infinidad de personas al tiempo? Si yo tuviera
uno, de seguro viviría también con la cabeza agachada.
El problema son las dimensiones
que ha alcanzado este fenómeno social. Cobra sentido aquí aquel dicho común que
asegura que “todo en exceso es malo”, pues el uso constante de los smartphones ya
es considerado una adicción comparable con la que generan las drogas, debido a
las similitudes del perfil clínico de ambos adictos. Según un estudio realizado
en la Universidad de Maryland, la mayoría de estudiantes experimentan un
síndrome de abstinencia cuando están lejos de sus Blackberry, con síntomas como
ansiedad y preocupación. Creo yo que en nuestro país no estamos lejos de esto,
si es que no sucede ya.
Por otra parte, si bien es cierto
que a todos nos encantan aquellas cosas que nos facilitan la vida, no es
racional darle tanta importancia a un minúsculo aparato electrónico. Quizás este
fenómeno se deba a que no estábamos preparados para tanta tecnología junta y
nos dejamos deslumbrar por las maravillas que los smartphones nos ofrecen. Lo triste del asunto es que todo es mentira,
no es más que una gran fantasía: los encuentros virtuales no se compararán
nunca con los personales, ni las charlas por chat serán tan divertidas y
sinceras como lo podrán ser en un encuentro de verdad, verdad.
Así pues, aquella “moda de las
cabezas agachadas” de la que hablé en mi artículo de hace dos años sigue siendo
algo muy evidente y preocupante. Saludos a todos los nomofóbicos a quienes se les acaba el mundo cuando se les descarga
el celular, a quienes parecen morir cuando se quedan sin señal, a quienes se
sientan en grupo y no despegan los ojos de la pantalla; saludos también, claro
está, a todos aquellos que, como yo, se niegan a dejarse absorber por una caja
inerte, llena de circuitos y resistencias, que puede obligarlos incluso a
visitar a un psiquiatra.
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