Cuando tenía 12 años y estaba en séptimo grado tuve una gran
idea de negocio: iba a aprovechar mis tardes libres para dar clases a cambio de
dinero. Con todos los ánimos puestos en ese nuevo proyecto hice un aviso en
papel bond que decía “Asesoría en tareas y trabajos”. Lo forré con cinta transparente
para protegerlo del agua y lo pegué afuera de mi casa sin certeza alguna de que
a alguien le fuera a interesar.
Para mi sorpresa, varias personas tocaron el timbre por esos
días para preguntar de qué se trataba. Sin embargo, la necesidad recurrente era
imprimir trabajos y ese servicio no estaba incluido en mis ofrecimientos, así
que el aviso tuvo su primera reforma: “Asesoría en tareas y trabajos (no se
imprime)”.
Todo mejoró después de esa aclaración. Recuerdo que un día
timbró Geraldine, una niña casi de mi misma edad que necesitaba ayuda con una
tarea de sociales pues su mamá trabajaba todo el día y ella quedaba sola en
casa. Saqué todos mis libros y nos dispusimos a hacerla. Al final, muy
agradecida, me preguntó que cuánto me debía: “Son $3.000”, le dije con un poco
de nervios porque solo en ese instante caí en la cuenta de que no había
definido las tarifas. La niña me trajo el dinero y quedé contenta tras la
jornada de trabajo con mi primera estudiante.
Geraldine regresó unas veces más para otros trabajos, pero
también llegaron personas como Juan Felipe, un niño de unos seis años a quien
su abuelita llevaba hasta mi casa porque se rehusaba a hacer las tareas con
ella; Juan Sebastián, un adolescente claretiano que pasó el año gracias a que
hicimos juntos todos los talleres de recuperación; y Kelly, una chica mayor que
yo que se encontraba haciendo su bachillerato acelerado y necesitaba ayuda pues
no le quedaba tiempo para el estudio porque debía cuidar a su hija recién
nacida. Sé que no es arriesgado decirlo: Kelly fue bachiller gracias a mí.
Esta labor ingenua me mantuvo inserta en un camino que fui
perfilando poco a poco y que tuvo una marca importante tres años después.
Cuando estaba en décimo grado, cometí una falta grave que en mi colegio estaba
catalogada como causal de expulsión. Sin embargo, debido a mi excelente
desempeño académico durante toda la primaria y los cinco años que llevaba del
bachillerato, los rectores decidieron mermar la sanción y optaron por
suspenderme tres días en los que no estaría en mi salón de clases sino que
debería ayudarle a la profesora de preescolar con sus pequeños estudiantes.
Sin duda alguna puedo decir que fue el mejor castigo que he
tenido en mi vida. Ratifiqué mi gran vocación de maestra e incluso empecé a
dudar si lo que realmente quería estudiar era Comunicación Social o Educación
Preescolar. La profesora hacía fuerza para que me inclinara por la segunda,
pues notó un gran potencial en mí para desenvolverme en este campo. Sin embargo,
le desobedecí.
Otra experiencia fundamental fue haber tenido el privilegio
de ser monitora del Centro de Escritura Javeriano. Durante los dos años que
desempeñé esta labor estuve en contacto con decenas de estudiantes que buscaban
ayuda en todo lo relacionado con la escritura. Con ellos tuve experiencias
inigualables en lo que a enseñar se refiere y, al mismo tiempo, aprendí una
cantidad de cosas que hoy valoro sobremanera.
Así fue como mi camino se bifurcó: una ruta me invitaba a
seguir las letras y otra, la enseñanza. No obstante, no sé en qué momento ni de
qué manera, logré unir mis dos aspiraciones. Ahora soy una comunicadora
inmensamente feliz que en ningún momento
ha abandonado la labor de compartir lo que sabe con quienes lo requieren.
He tenido estudiantes de todo tipo: desde el gerente de uno
de los ingenios azucareros más importantes de la región hasta mi pequeña
Mariana, una primita de nueve años que necesitaba refuerzos en todas las
materias. He contado también con la fortuna de trabajar con grupos
empresariales y de conocer personas tan maravillosas como Valeria, una futura
comunicadora javeriana con quien trabajo actualmente y en quien he evidenciado
un enorme potencial para la escritura, área en la que he enfocado mi labor de
enseñanza.
Aunque son casos muy diferentes, con todos funciona la misma
ecuación: mi labor es ser una herramienta para que otros recuperen la
confianza, me convierto en un pretexto para que vuelvan a creer en ellos mismos
y para hacerles cambiar esos “es que soy malo”, “es que no sirvo para eso” por
unos “ahora sé que puedo”, “si sigo
trabajando así, seguro voy a mejorar aún más”. Esto va acompañado, claro está, de unos
contenidos y una metodología que he moldeado y mejorado con el paso del tiempo.
Se me ocurre entonces que, con todo esto, la ecuación de mi
vida también se organizó y generó una variable de la que estoy aún más enamorada:
el periodismo. Las letras y la gente se unen para dar cabida al periodismo.
Escribir por la gente, para la gente y con la gente. Escribir para recordar,
para informar, para homenajear y para enseñar. Meterse en ese maravilloso mundo
de las letras y esculcarlo hasta más no poder. Esculcar también a la gente y
ayudarla para que derrote sus miedos. Invitarla a escribir su historia mientras
yo escribo la mía.
Ahora ya no tengo el aviso afuera de mi casa ni cobro $3.000
por las clases. No sé qué será de las vidas de Geraldine, Juan Felipe y Juan Sebastián, pero los recuerdo siempre como los ángeles que me encaminaron en esa
maravillosa labor de compartir conocimiento.