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domingo, 24 de mayo de 2015

El maravilloso oficio de compartir conocimiento

Cuando tenía 12 años y estaba en séptimo grado tuve una gran idea de negocio: iba a aprovechar mis tardes libres para dar clases a cambio de dinero. Con todos los ánimos puestos en ese nuevo proyecto hice un aviso en papel bond que decía “Asesoría en tareas y trabajos”. Lo forré con cinta transparente para protegerlo del agua y lo pegué afuera de mi casa sin certeza alguna de que a alguien le fuera a interesar.

Para mi sorpresa, varias personas tocaron el timbre por esos días para preguntar de qué se trataba. Sin embargo, la necesidad recurrente era imprimir trabajos y ese servicio no estaba incluido en mis ofrecimientos, así que el aviso tuvo su primera reforma: “Asesoría en tareas y trabajos (no se imprime)”.

Todo mejoró después de esa aclaración. Recuerdo que un día timbró Geraldine, una niña casi de mi misma edad que necesitaba ayuda con una tarea de sociales pues su mamá trabajaba todo el día y ella quedaba sola en casa. Saqué todos mis libros y nos dispusimos a hacerla. Al final, muy agradecida, me preguntó que cuánto me debía: “Son $3.000”, le dije con un poco de nervios porque solo en ese instante caí en la cuenta de que no había definido las tarifas. La niña me trajo el dinero y quedé contenta tras la jornada de trabajo con mi primera estudiante.

Geraldine regresó unas veces más para otros trabajos, pero también llegaron personas como Juan Felipe, un niño de unos seis años a quien su abuelita llevaba hasta mi casa porque se rehusaba a hacer las tareas con ella; Juan Sebastián, un adolescente claretiano que pasó el año gracias a que hicimos juntos todos los talleres de recuperación; y Kelly, una chica mayor que yo que se encontraba haciendo su bachillerato acelerado y necesitaba ayuda pues no le quedaba tiempo para el estudio porque debía cuidar a su hija recién nacida. Sé que no es arriesgado decirlo: Kelly fue bachiller gracias a mí.

Esta labor ingenua me mantuvo inserta en un camino que fui perfilando poco a poco y que tuvo una marca importante tres años después. Cuando estaba en décimo grado, cometí una falta grave que en mi colegio estaba catalogada como causal de expulsión. Sin embargo, debido a mi excelente desempeño académico durante toda la primaria y los cinco años que llevaba del bachillerato, los rectores decidieron mermar la sanción y optaron por suspenderme tres días en los que no estaría en mi salón de clases sino que debería ayudarle a la profesora de preescolar con sus pequeños estudiantes.

Sin duda alguna puedo decir que fue el mejor castigo que he tenido en mi vida. Ratifiqué mi gran vocación de maestra e incluso empecé a dudar si lo que realmente quería estudiar era Comunicación Social o Educación Preescolar. La profesora hacía fuerza para que me inclinara por la segunda, pues notó un gran potencial en mí para desenvolverme en este campo. Sin embargo, le desobedecí.

Otra experiencia fundamental fue haber tenido el privilegio de ser monitora del Centro de Escritura Javeriano. Durante los dos años que desempeñé esta labor estuve en contacto con decenas de estudiantes que buscaban ayuda en todo lo relacionado con la escritura. Con ellos tuve experiencias inigualables en lo que a enseñar se refiere y, al mismo tiempo, aprendí una cantidad de cosas que hoy valoro sobremanera.

Así fue como mi camino se bifurcó: una ruta me invitaba a seguir las letras y otra, la enseñanza. No obstante, no sé en qué momento ni de qué manera, logré unir mis dos aspiraciones. Ahora soy una comunicadora inmensamente feliz  que en ningún momento ha abandonado la labor de compartir lo que sabe con quienes lo requieren.

He tenido estudiantes de todo tipo: desde el gerente de uno de los ingenios azucareros más importantes de la región hasta mi pequeña Mariana, una primita de nueve años que necesitaba refuerzos en todas las materias. He contado también con la fortuna de trabajar con grupos empresariales y de conocer personas tan maravillosas como Valeria, una futura comunicadora javeriana con quien trabajo actualmente y en quien he evidenciado un enorme potencial para la escritura, área en la que he enfocado mi labor de enseñanza.

Aunque son casos muy diferentes, con todos funciona la misma ecuación: mi labor es ser una herramienta para que otros recuperen la confianza, me convierto en un pretexto para que vuelvan a creer en ellos mismos y para hacerles cambiar esos “es que soy malo”, “es que no sirvo para eso” por unos  “ahora sé que puedo”, “si sigo trabajando así, seguro voy a mejorar aún más”.  Esto va acompañado, claro está, de unos contenidos y una metodología que he moldeado y mejorado con el paso del tiempo.

Se me ocurre entonces que, con todo esto, la ecuación de mi vida también se organizó y generó una variable de la que estoy aún más enamorada: el periodismo. Las letras y la gente se unen para dar cabida al periodismo. Escribir por la gente, para la gente y con la gente. Escribir para recordar, para informar, para homenajear y para enseñar. Meterse en ese maravilloso mundo de las letras y esculcarlo hasta más no poder. Esculcar también a la gente y ayudarla para que derrote sus miedos. Invitarla a escribir su historia mientras yo escribo la mía.

Ahora ya no tengo el aviso afuera de mi casa ni cobro $3.000 por las clases. No sé qué será de las vidas de Geraldine, Juan Felipe y Juan Sebastián, pero los recuerdo siempre como los ángeles que me encaminaron en esa maravillosa labor de compartir conocimiento.