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lunes, 24 de julio de 2017

Diatriba contra el piropo callejero

Lunes, 8:00 p.m. Super INTER de La Luna. Salí de mi casa a comprar unos aguacates y una granola, siempre suelo hacer el mercado ahí. Tenía puesto un pantalón cortico como los que me gusta usar para sentirme cómoda. De pronto, cuando iba subiendo las escaleras que conducen al segundo nivel del supermercado, apareció frente a mí un tipo que venía diciendo en voz alta lo que le faltaba comprar. Unas cebollas y unos tomates, alcancé a oír. Cuando ya estábamos bastante cerca interrumpió su monólogo para mirarme detalladamente y pronunciar lo indeseado: “buenas noches, monita”.

Pero no, no fue así como lo acaba de leer. Cámbiele el tono. Póngale una voz un poco más nasal y una entonación cargada de morbo. Buenas noches, monita. ¿Suena asqueroso, cierto? Me voló la rabia que ya venía acumulando por situaciones similares y decidí encararlo. “¿Por qué me saluda, acaso nos conocemos?”, le dije con un gesto serio mientras seguíamos estorbando en las escaleras.

El hombre, que obviamente no esperaba mi reacción, empezó a gaguear y a decir que no, que era por formalidad, que solo me quería saludar, que “tranquila, monita”. A mí me importa un culo su formalidad. La de él y la de todos los que en la calle me dicen cosas y lanzan frases incómodas disfrazadas de inocentes saludos, de ‘piropos’ callejeros. Mientras me daba un sinfín de razones se fue alejando hasta que la distancia le permitió darme la espalda y apurar el paso para seguir con sus compras. Así, como si nada hubiera pasado.

Lo último que hice antes de voltearme yo también fue gritarle “acosador”. Porque sí, es un acosador. ¿O es que acaso su desbordante amabilidad lo estaba motivando a saludar a todas las personas con las que se topaba en el supermercado? ¿Creería que yo me iba a emocionar con su saludo, con su mirada de arriba abajo, con su cara de pervertido violador? ¿El hecho de que llevara un pantaloncito corto le daba derecho a observarme así, a saludarme, a dirigirme la palabra de esa manera?

Formalidad la del vigilante de la cuadra al que me encuentro todas las noches y con el que cruzo un saludo. A veces hasta me acompaña sin pedírselo porque de su caseta a mi casa hay una cuadra oscura. Formalidad la de todas las personas –hombres y mujeres- que saludan porque de verdad quieren desear unos buenos días o unas buenas noches y no porque mientras me hablan ya me están imaginando quién sabe en qué posición sexual.

¿Estoy exagerando? No, no lo creo. Tal vez todas las mujeres estemos hartas de que los hombres nos digan cosas en la calle cuando pasamos por su lado, o nos griten piropos desde los carros o cualquier cosa que nos haga sentir más inseguras, más vulnerables y más propensas al daño de lo que nuestra condición ya nos hace sentir. Nuestra condición en esta sociedad de machistas, de pervertidos, de “hola, monita”, de “cómo le queda de lindo ese vestido”, de “buenos días, reina”.

Una vez, cuando tenía 13 años, estaba cruzando una avenida con una amiga y pasó un tipo en bicicleta. Él se quedó mirándola detenidamente y le dijo una frase, hijueputa frase, que no se me olvida aunque hayan pasado 12 años: “en ese culo me caben mis huevos”. Ambas quedamos impactadas, nerviosas, calladas. Nos apuramos a cruzar la calle y llegamos a mi casa para sentirnos seguras. “En ese culo me caben mis huevos”, tal vez una ‘evolución’ del “buenas noches, monita” que interrumpió una lista de mercado verbal.

¿Qué podemos hacer las mujeres para que esto no suceda, para sentirnos seguras así salgamos en falda, en short o en vestido de baño? ¿Responderles el ‘piropo’ y decirles “buenas noches, indiecito bello”? ¿Enfrentarlos y gritarles “acosador”, como hice yo? ¿Hacernos las locas y fingir que nada ha pasado, y en vez de eso apurar el paso para no seguir escuchando esas frases? ¿Aprender a convivir con ellas y sacarles gusto, sentirnos elogiadas porque el otro ‘admira’ nuestra belleza?

Hace días, ahora lo recuerdo, salí a darle una vuelta al parque por la noche para liberar las cargas laborales. Tuve que pasar por en medio de unos muchachitos -17 años, tal vez- que estaban parados en todo el camino peatonal. Uno de ellos abrazaba a la que supongo que es su novia y le sobaba las nalgas en público. El otro esperó que yo pasara para decirme casi al oído “ay, tan linda”, con esa voz de adolescente pajizo. No lo miré, pero en medio del susto y la rabia que me dio solo atiné a decirle “madure, niño”. Una frase tonta, tontísima, lo sé. Espero no haber herido los sentimientos de esa semillita de “en ese culo me caben mis huevos”. Espero que se haya quedado pensando y haya concluido que es mejor no decir nada, guardarse las apreciaciones, disfrutar de la belleza si así lo desea, pero en silencio.

Cansada de esta misma situación, un día se me ocurrió imprimir volantes en los que les dejara claro a todos estos acosadores que a las mujeres no nos gusta escuchar sus palabras. NO NOS GUSTA. Así, cada que alguno me dijera algo, me iba a devolver amablemente para entregarle un folleto. Pero no lo hice, no lo he hecho. Me fui llenando de fastidio hasta el punto en el que hoy en día, como ya lo han visto, los enfrento. Y no me da miedo. En esos oídos les caben mis reclamos.

domingo, 7 de mayo de 2017

Amar la vida



La protagonista del acto más reciente de amor que tuve con un animal fue una polilla que se estaba ahogando en mi propia orina. Salía yo de la clase de natación y me dieron unas ganas de ir al baño que no podía aguantar. Un baño sucio, dos baños sucios… el tercero por fin estaba limpio pero tenía una particularidad: había un bichito en el agua que parecía muerto.

Cuando empecé a vaciar mi vejiga noté que la polillita empezó a aletear. Por más que intentaba salir del agua, no lo lograba. Y yo seguía orinando, claro, porque orinar es de las cosas más deliciosas que hay en la vida después de estornudar.

Sin embargo, en un momento se me ablandó el corazón al ver que seguía en su lucha, así que me armé de valor y metí la mano para sacarla y ponerla en un lugar en el que estuviera a salvo. No fue fácil y terminé con todos los dedos untados de chichí, pero la polilla estuvo fuera de la taza y pudo seguir viviendo con tranquilidad.

Los animales son tan hermosos que el mundo sería perfecto si nos comportáramos como ellos: justos, nobles, llenos de amor siempre. Porque amor a todos les sobra, estoy segura. Los rebosa.

Hace poco vi unos videos de ungallinazo al que salvaron cuando estaba a punto de morir. Después de recuperarse lucía tan lindo, tan radiante… se había convertido ya hasta en un personaje público con página propia en Facebook.

Ese amor por ellos que me rebosó a mí también me llevó a tomar la decisión de dejar de comérmelos. Ni vacas, ni pollos, ni cerdos ni peces. Nada. Nada así antes me muriera por unas costillas ahumadas, así lo diera todo a cambio de una empanada. Nada porque ellos son más importantes que mis ganas de llenar el estómago. Nada porque ninguno tiene que morir para satisfacer mi garosidad.

Y entonces desde ese momento he sido más feliz. Más feliz cuando los veo, cuando sé que en mi plato de comida hay menos sufrimiento que antes. Cuando veo historias de gatitos, de gallinazos, de perros y de zarigüeyas que también han encontrado familias llenitas de amor. Cuando rescato polillas que se ahogan en chichí. Más feliz cuando siento que ahora, más que antes, puedo amar la vida.

martes, 18 de abril de 2017

17


Pareciera que hay personas que existen para demostrarnos que esto no es tan en serio, que vivimos en una fiesta y que en los días aparentemente aburridos pueden nacer situaciones divertidísimas. Conozco una, por ejemplo, que una vez se pegó plastilina en las cejas y utilizó una máquina de afeitar como alternativa desesperada para quitársela. Recuperó los pelos varios meses después.

Madre de un perro que se orina de la emoción cuando uno lo acaricia y del cual soy orgullosamente tía, esta mujer tiene unos gestos de nobleza que han sido ejemplares para todos los que la rodeamos. Cuando está comiendo algo (y esto siempre me funciona), basta con mirarla fijamente y empezar a saborearme para que ella, entre risas y resignación, me comparta un trozo de su alimento. Dos, si decido repetir mi hazaña. Tres, si lo hago de nuevo.

Por eso y mucho más, siempre he estado convencida de que su llegada al mundo hace 17 años no fue ninguna casualidad. Cuando tenía cuatro años y yo unos 12 ya se declaraba enamorada de mis compañeros del colegio. Y entonces así, con sus ocurrencias y disparates, varias veces nos ha hecho partir de la risa y amarla por montones.

La única pelea que hemos tenido sucedió cuando compartíamos cuarto y no lográbamos ponernos de acuerdo con la luz. Yo la quería prender, y ella prefería mantenerla apagada para poder dormir. En la discusión le aruñé el bracito y luego me dio tanto remordimiento, pero tanto, tanto, que aún se me parte el alma cuando recuerdo el incidente.

Karen es buena para todo lo que pueda hacerse con las manos; es buena para todo lo que necesite hacerse con amor. Sabe de colores, de combinaciones, de texturas, de trazos. Sabe cuáles son las cantidades perfectas para que las cosas salgan bien. Sabe que yo no me sé maquillar y por eso es mi gran apoyo siempre que necesito hacerlo. Y sabe también, o no sé si lo sepa, que es uno de los dos regalos más hermosos que yo he recibido en mi vida y que hoy me precio de llamar hermanos.

viernes, 3 de febrero de 2017

El hombre

Al hombre lo conocí los primeros días de marzo del 97. Mil ochocientos gramos, cuarenta y nueve centímetros. Piel trigueña. Escaso cabello. Justo en ese momento, a mis cuatro años y medio, supe lo que era el amor a primera vista. Desde aquel entonces me ha pasado dos veces más.

Con los hermanos menores uno aprende lo que es amar con todas las fuerzas. Lo aprende una vez y lo practica todos los días de ahí en adelante sin ningún esfuerzo, más bien como algo natural. Son una suerte de regalo del universo que no todos, lastimosamente, pueden recibir. Pero para ellos habrá otras recompensas, seguro que sí.

Al hombre una vez lo tuve que sacar de un baño del colegio porque se había encerrado a llorar por una niña que tendría, si mucho, los mismos ocho años que él. Y entonces yo, que hasta ese momento no había vivido la primera decepción amorosa, pensé en las palabras que tal vez pronunciaría algún adulto y me dispuse a sacar a mi hermanito de tan terrible pena: que eso se le iba a pasar, que no llorara por una mujer, que todo iba a estar bien. También le dije, con el perdón de la susodicha que era una monita preciosa, que no llorara por esa estúpida. Con esas palabras un tanto improvisadas pero llenas de amor logré que saliera de esa cueva de los lamentos de la que ningún profesor había podido sacarlo.

El hombre ahora ya tiene casi 20. Blanco, de espalda ancha y barba dispareja, desde hace varios años descubrió que su pasión y su talento estaban por el lado de la música. Del piano, para ser más exacta. Y desde esos tiempos empezó a pensar también que quería hacer su vida en otro continente. Europa se convirtió en su mejor opción.

A los 14 años, el hombre ahorró con mucho esfuerzo un poco más de dos millones y se compró su primer piano. Desde ahí no paró de tocar día y noche, provocando a veces el desespero de algunos vecinos y de toda la familia al tiempo que nos despertaba un enorme orgullo por su perseverancia.

El hombre empezó a aprender francés, luego ruso y luego alemán. El inglés, por los laditos. El hombre es un duro para todo lo que se logre con dedicación. Y ese todo, creo, es todo en la vida. El hombre es un duro para la vida.

Se me arruga el corazón cuando hago este recuento. El hombre, dentro de algunas horas, se montará en un avión que lo pondrá a miles de millas de distancia. Alemania es su destino.

No sé cómo lo vaya a ver la próxima vez que pueda hacerlo: tal vez tenga ya el cabello largo y la barba poblada. Tal vez en ese momento me huela a europeo. O tal vez siga siendo así como es ahora. No lo sé.

Solo sé que el hombre me va a partir el corazón mañana que se vaya. Pero sé también que me lo va a sanar de inmediato con la alegría y el orgullo que me produce que esté cumpliendo sus sueños. El hombre es un duro para todo lo que se logre con dedicación. Y ese todo, creo, es todo en la vida.

jueves, 19 de enero de 2017

Lo siento

Cada vez que alguien me dice ‘perdone la molestia’ me pongo a pensar en si no sería mejor evitar dicha molestia en vez de pedir perdón por ella, perdón que muchas veces se solicita por anticipado. ¿Para qué va a hacer algo que sabe que me va a molestar? ¿Para qué viene a joderme la vida después de esa frase sosa en la que pide perdón? ¿No sería más fácil vivir sin molestarnos los unos a los otros?

Mi frase favorita para pedir perdón es ‘Lo siento’, pero la uso siempre después de haber cometido la falla. Y me parece bonita porque, cuando la pronuncio, todas y cada una de las veces, de verdad siento lo que ha pasado y me parece que debo ofrecer disculpas por ello. No por cortesía. No porque tenga que decirlo. De verdad lo siento.

Lo sentí una vez que le pregunté a mi hermano menor cuál era la primera vocal, y justo cuando me estaba respondiendo le arrojé confetis en la boquita. Al pobre lo agarró la tos y lloró un momento, y yo me sentí como una completa basura. Lo sentí. Lo siento.

Lo sentí otra vez en la que sostuve una mentira para evitar que echaran a un compañero del colegio. Él había cometido una falta grave, pero yo me eché toda la culpa para protegerlo. Al final tuve que decir la verdad y él se fue al año siguiente. Y yo lo sentí. Sentí su ausencia, su vida que no sé qué camino pudo haber cogido. Lo siento.

Lo he sentido cada una de las veces que he perdido amistades por mi ingratitud, porque me da pereza llamar a la gente a preguntarle cómo está, porque estar pendiente todos los días de los demás parece ser algo que no viene conmigo. Pero se han ido personas magníficas. Lo siento.

Si un cirujano me abriera la panza seguramente encontraría un montón de letras revueltas. Porque sí, es cierto: me gusta tragarme las palabras. Pensarlo todo y luego no decir nada. Tomar esa alternativa como respuesta a la creencia de que nadie me va a entender, a nadie le va a importar lo que yo piense sobre el tema. Sobre cualquier tema. Sobre los temas que involucran sentimientos y que hacen que dos personas se unan y tengan en común algo más que la condición humana.


Pero a veces me dan ganas de escribir, como ahora que estoy en una oficina comiendo dulce de guayaba con semillas de girasol, y ahí dejo salir un poquito esas palabras que a ratos ya me causan malestar estomacal. Hoy, que es uno de esos días que me saben a lo menos agradable en la vida, de golpe se me ha ocurrido esto. Lo siento. Y si viene a molestarme, es mejor que se vaya.

martes, 17 de enero de 2017

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Recuerdo que cuando estaba en cuarto de primaria, mi compañera Ingrid Capote me quedó debiendo 400 pesos de una chocolatina que le vendí y tuve que llevar a mi  mamá al colegio para que se los cobrara porque ella se negaba a pagármelos. Finalmente saldó su deuda. Tendríamos unos nueve años y esa imagen ha permanecido intacta en mi mente durante todo este tiempo.

Una de mis cualidades sobresalientes ha sido siempre la buena memoria. Tengo presentes cosas tan aparentemente insignificantes que cualquier persona hubiera podido olvidar al día siguiente.

Recuerdo que en la primaria le pegué una cachetada a mi amigo Juan Gabriel porque él me golpeó la cara sin culpa. Sí, en serio fue sin culpa. Y más allá del golpe, recuerdo que a mi amigo Juanga lo llamaba a veces al 5524033, a Daniel y a Juliana les marcaba al 5586829 y a Camilo lo ubicaba en el 5583852. Tal vez todos hayan ya cambiado de número, pero a mí no se me olvidan sus teléfonos.

Recuerdo también el nombre de la mamá de un profesor que mi amiga Diana reconoció como su primo en la universidad justo después de que él se presentara ante toda la clase: “¿Jose Luis?, ¿Vos sos el hijo de Dufai? ¡Yo soy tu prima!”. Estábamos en primer semestre, hace unos ocho años largos, y el nombre de la señora que ni siquiera conozco se me quedó tan grabado como toda la escena que me hace reír cada que la traigo a la mente.

Recuerdo perfectamente lo que el profesor de Ciencias Sociales me escribió en quinto de primaria una vez que no había hecho una tarea. Recuerdo que a ese profesor lo quería mucho, muchísimo. Y que un día vi en las noticias que lo habían metido a la cárcel por intento de extorsión. Recuerdo que esa fue la primera vez que se me partió el corazón.

Recuerdo que mi hermanito a los cuatro años tenía una novia en el jardín que se llamaba Emily. Recuerdo que cuando nació el hombrecito a mí me pareció feísimo, pero que desde ese momento se convirtió en la vida mía. Y luego Karen, que también era fea. Esos dos son la vida mía.

De esa misma época recuerdo todas las veces que, por el patio, le grité a mi primo “enano”. Él era un par de años mayor que yo y medía unos centímetros menos, por eso yo me sentía en la libertad de chantarle semejante apodo tan poco alentador.

Recuerdo una vez en la que pasé días enteros haciendo estrellas de papel para llenar una caja en la que metería un regalo para un enamorado. Recuerdo al enamorado. Y a lo que olía.

Porque eso sí, hay muchos recuerdos que me han entrado por la nariz. Recuerdo exactamente a qué huelen cada uno de los hombres que han sido importantes en mi vida. Y hasta los que no. Por eso cuando otro huele medio parecido me genera una especie de conflicto. Los olores son irreemplazables.

Recuerdo otro día de mi infancia en el que estripé un pequeño huevo pensando que era una pastilla de alcanfor que mi papá había tirado en la terraza. Después de eso quedé con remordimiento varios días, me sentía culpable de haber arruinado la vida de la torcacita que venía en camino.

Pero no todo es tan hermoso. Mi buena memoria a veces me juega malas pasadas. Recuerdo perfectamente a cada persona cuyas actitudes me han causado dolor, y recuerdo cuáles han sido esas actitudes. Los desplantes, las mentiras, las malas palabras, los gestos anti-amor. Los recuerdo tan bien que algunos me duelen cuando pienso en ellos.

Eso sí, hay algo en lo que inevitablemente me falla la memoria y que no he podido combatir aún a mis 24 años: las marcas de los vehículos. Para mí solamente existen dos tipos de carros: los que tienen colita y los que no.

Por eso cuando un carro se vuelve importante para mí, o más bien la persona que lo conduce, prefiero más bien aprenderme la placa. Se me facilita más quedarme con esas tres letras y tres números que grabarme la forma, el color, el modelo y todo lo demás por lo que la gente normal suele distinguir los vehículos.


Y hay días como hoy en los que no quisiera recordar. En los que quisiera olvidarlo todo, volver a nacer. Resetearme. No recordar, no extrañar. Pero de seguro se me pasará pronto, recuerdo que ya me he sentido así en otras ocasiones.