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lunes, 25 de enero de 2021

Contar hasta diez

Probé la Sertralina hace un año. Un medicamento cuyas últimas cuatro letras conformaran mi nombre parecía ser el más indicado para controlar la sensación de que el mundo se estaba acabando y que yo no podía hacer más que mirar, inmóvil, mientras todo se escurría.

Estás teniendo un episodio de ansiedad, me dijo mi amiga Andrea, la psicóloga, cuando logré que me llegara suficiente oxígeno a los pulmones para coger el impulso de escribirle por WhatsApp lo que estaba sucediendo: un llanto incontrolable, temblor en las manos, una presión en el pecho y un vacío en el estómago.

Cómpralas y tómate la tercera parte de una pastilla cada día. Va a ser un apoyo hasta que todo pase, me indicó en su mensaje. Mientras la droguería despachaba el pedido pasaron quizás un par de horas en las que la sensación se repitió. Y yo, sin nadie más que Stefi en el apartamentito donde vivimos, solo atinaba a dar un paso en cada baldosa contando en voz alta.

Uno

Dos

 

Tres

 

 

Cuatro

Como cuando juego con mis sobrinos a caminar por la calle sin pisar las líneas que separan el concreto.

Cinco

Seis

Siete

Ya casi, es solo hasta diez. Respira. Mi voz racional me susurraba ánimos mientras el resto de la vida se hacía polvo.

Ocho

Nueve

 

Diez.

Seis meses antes, en julio de 2019, había tenido un episodio similar. Estaba en Salento investigando asuntos sobre minería, turismo y monocultivos. Con el celular olvidado en el maletín, no escuché las llamadas insistentes y lo recuperé cuando el anticipo del desastre era un mensaje de voz de mi hermana menor pidiendo ayuda a gritos ahogados por el llanto.

Hacé algo, Lina. Por favor hacé algo.

Ella, también lejos de casa, pero no tanto como yo, estaba moviendo el mundo para que alguien nos ayudara a evitar que encontráramos a mamá muerta. A cuatro horas de Cali y con la imposibilidad de regresar a tiempo, mi reacción fue dar vueltas por el parque de Salento mientras me mordía las manos, los dedos, las muñecas, y le marcaba a mi mamá con insistencia deseando escuchar su voz y saberla con vida.

Ni siquiera fui capaz de llorar y disfracé el horror con una calma que a Juan Pablo, mi compañero de viaje y reportero gráfico del medio para el que trabajaba, le aterró notarme cuando le resumí lo que había pasado.

En ese momento no se me ocurrió escribirle a mi amiga Andrea, la psicóloga, y por eso no pude llamarle ‘episodio de ansiedad’ a esa crisis que por poco me deja sin manos. Quizá lo había sentido antes, siempre motivado por asuntos puntuales: una ruptura sentimental o el susto que queda después de un atraco. En los primeros casos, casi siempre he tenido mucho llanto y vómito. En los segundos, llanto y mutismo.

Tomé Sertralina tres días, tal vez cuatro. La calma en la que me sumió hizo nulo cualquier impulso de alteración y aniquiló hasta el más mínimo deseo sexual. Eso mismo le pasó a mi mejor amiga, me dijo Andrés cuando le conté que el medicamento era un puto oxímoron: me mantenía en calma, pero sin ganas de nada. Ni siquiera de recomponerme.

Al quinto día dije no más. Así: no más.

Vas a poder seguir sin esto. Vas a poder. Vas a poder. No te acostumbres. Vas a poder.

Y entonces no las volví a tomar. Guardo la caja con la mayoría de píldoras, como recuerdo de ese enero. Ahora sé que las situaciones de profunda tristeza y miedo me disparan la ansiedad. No pasa con frecuencia. Pero si en algún momento de la vida les llamo o les escribo muy alterada, por favor ayúdenme a contar hasta diez.