Probé la Sertralina hace un año. Un medicamento cuyas últimas cuatro letras conformaran mi nombre parecía ser el más indicado para controlar la sensación de que el mundo se estaba acabando y que yo no podía hacer más que mirar, inmóvil, mientras todo se escurría.
Estás teniendo un
episodio de ansiedad, me dijo mi amiga Andrea, la psicóloga, cuando logré
que me llegara suficiente oxígeno a los pulmones para coger el impulso de
escribirle por WhatsApp lo que estaba sucediendo: un llanto incontrolable,
temblor en las manos, una presión en el pecho y un vacío en el estómago.
Cómpralas y tómate la
tercera parte de una pastilla cada día. Va a ser un apoyo hasta que todo pase, me
indicó en su mensaje. Mientras la droguería despachaba el pedido pasaron quizás
un par de horas en las que la sensación se repitió. Y yo, sin nadie más que
Stefi en el apartamentito donde vivimos, solo atinaba a dar un paso en cada
baldosa contando en voz alta.
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Como cuando juego con mis sobrinos a caminar por la calle
sin pisar las líneas que separan el concreto.
Cinco
Seis
Siete
Ya casi, es solo hasta
diez. Respira. Mi voz racional me susurraba ánimos mientras el resto de la
vida se hacía polvo.
Ocho
Nueve
Diez.
Seis meses antes, en julio de 2019, había tenido un episodio
similar. Estaba en Salento investigando asuntos sobre minería,
turismo y monocultivos. Con el celular olvidado en el maletín, no escuché las
llamadas insistentes y lo recuperé cuando el anticipo del desastre era un
mensaje de voz de mi hermana menor pidiendo ayuda a gritos ahogados por el
llanto.
Hacé algo, Lina. Por
favor hacé algo.
Ella, también lejos de casa, pero no tanto como yo, estaba
moviendo el mundo para que alguien nos ayudara a evitar que encontráramos a
mamá muerta. A cuatro horas de Cali y con la imposibilidad de regresar a tiempo,
mi reacción fue dar vueltas por el parque de Salento mientras me mordía las
manos, los dedos, las muñecas, y le marcaba a mi mamá con insistencia deseando
escuchar su voz y saberla con vida.
Ni siquiera fui capaz de llorar y disfracé el
horror con una calma que a Juan Pablo, mi compañero de viaje y reportero
gráfico del medio para el que trabajaba, le aterró notarme cuando le resumí lo
que había pasado.
En ese momento no se me ocurrió escribirle a mi amiga
Andrea, la psicóloga, y por eso no pude llamarle ‘episodio de ansiedad’ a esa
crisis que por poco me deja sin manos. Quizá lo había sentido antes, siempre
motivado por asuntos puntuales: una ruptura sentimental o el susto que queda
después de un atraco. En los primeros casos, casi siempre he tenido mucho
llanto y vómito. En los segundos, llanto y mutismo.
Tomé Sertralina tres días, tal vez cuatro. La calma en la
que me sumió hizo nulo cualquier impulso de alteración y aniquiló hasta el más
mínimo deseo sexual. Eso mismo le pasó a
mi mejor amiga, me dijo Andrés cuando le conté que el medicamento era un
puto oxímoron: me mantenía en calma, pero sin ganas de nada. Ni siquiera de
recomponerme.
Al quinto día dije no
más. Así: no más.
Vas a poder seguir sin
esto. Vas a poder. Vas a poder. No te acostumbres. Vas a poder.
Y entonces no las volví a tomar. Guardo la caja con la mayoría
de píldoras, como recuerdo de ese enero. Ahora sé que las situaciones de
profunda tristeza y miedo me disparan la ansiedad. No pasa con frecuencia. Pero
si en algún momento de la vida les llamo o les escribo muy alterada, por favor
ayúdenme a contar hasta diez.