Vistas de página en total

lunes, 8 de marzo de 2021

Mosca

-Octubre de 2016-

Wikipedia dice que una mosca vive entre 15 y 25 días, pero la mía lleva 19 años volando con el mismo entusiasmo. Cuando nació, cuando apenas abrió sus alitas, me pareció una criaturita fea. Fea, pero linda. Con esa belleza que ya de por sí otorga la larga espera a lo que por fin ha de llegar.

Mi mosca tiene mis mismos apellidos y aún no logro recordar por qué cuando éramos niños yo lo bauticé con semejante apodo. Mi mamá me decía que no le dijera así, que las moscas eran animales muy sucios, pero justo después del regaño yo empezaba a decírselo con más ganas. Y se lo decía con cariño, ni siquiera cuando estábamos peleando porque no recuerdo haber tenido peleas frecuentes.

Ahora, muchos años después, se me ocurre quizás que con ese apodo, sin saberlo con claridad, yo le quería dar un nombre a esa presencia que no se quedaba quieta, que estaba ahí siempre para recordarme lo mucho que uno puede amar a una persona, querer siempre lo mejor para ella. Amar, amar de verdad. Agradecer cada segundo por su existencia. Amar con todas las ganas. Encontrarle un sentido hermoso a la palabra ‘hermano’.

Llorón empedernido, sensible como ningún otro, amante de los postres después del almuerzo y geniecito para todo lo que requiera buenas ideas, mi mosca es uno de los pocos seres que me hacen dar ganas de creer, de seguir, de pensar que todo esto tiene sentido.

Varias veces, debo aceptarlo, tuve miedo de perderlo. La primera fue cuando, muy bebé, broncoaspiró flema y se quedó pasmado como una momia. No respiraba, no lloraba, creo que no vivía. Yo, que observaba todo desde la cama del lado, no tuve otra reacción que cubrirme la cara con ambas manos para llorar mientras mi mamá salía corriendo con él a ver quién le brindaba auxilio. Por fortuna hubo un médico cerca y una aspiración y un ‘de qué sufre el niño’ y un ‘de mucha gripa, doctor’ y un ‘ya, ya está bien’. Mi mosca volvió a respirar. Y a llorar de inmediato.

Otra vez, en un viaje, el picarón tuvo la grandiosa idea de esconderse detrás de una caja registradora mientras toda la familia organizaba un escuadrón de búsqueda luego de notar su ausencia. Tendría él unos cuatro años y en ese momento no tuve de otra que pedirles a todos los santos en los que no creía que me devolvieran a mi niño, que no se lo llevaran, que no se lo llevaran. Que apareciera. Cuando se aburrió de jugar salió con esa risita de siempre para hacernos entender que él había sido testigo de todo nuestro desespero.

Y entonces sí, todavía sigue revoloteándome en la vida. A veces con más fuerza que otras, a veces con un aleteo suavecito, pero siempre ahí. Siempre ahí donde quiero que esté, de donde no quiero que nunca se vaya así sepa que un día, irremediablemente, lo va a hacer. Pero ese día también voy a sentir alegría: que se vaya a recorrer el mundo, que vuele por otros lugares; que regrese al universo, que cambie de sitio, que se transforme. Amor, eso debe ser el amor.