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viernes, 26 de agosto de 2016

Sala de espera

De repente me parece que los aeropuertos son de los lugares más tristes que existen. Todo tan limpio, monocromático, inerte. Tanta gente que espera, que añora, que llora. La voz postiza de las azafatas, el discursito de siempre. El último llamado, la sala de abordaje. La vida que se pasa. Todo el mundo esperando los pájaros gigantes para irse y no volver. O para volver. O para irse y después volver.

Al muchacho que venía en el taxi conmigo se le olvidó imprimir su pasabordo y ahora deberá pagar una multa. En el camino prefirió ponerse sus audífonos en vez de intercambiar algunas palabras conmigo. Quizá me hubiera gustado hablarle.

Todo está en silencio. Nada rompe la calma. Se alcanzan a escuchar los aires acondicionados. Hay gente que camina de un lado a otro, otra que se queda aplastada en la silla. Yo, escribiendo para matar el tedio. Para despistar esa nostalgia que me producen estas salas de espera. Para entender que esta vez voy a viajar sola y no con mi compañía de siempre.

Allá, a mi llegada, me espera Carlos. Mañana cumple 29 y voy a pasar mi día con él. Me espera también María del Mar, que pronto se me va para Francia y no la veré por un par de años. Y la linda Dani, Diana, Viviana, el almirante... y el primo de Carlos a quien no conozco pero que de seguro es un buen tipo. Muy inteligente, dicen.

De repente me sigue pareciendo que los aeropuertos son de los lugares más tristes que existen. Hace un rato me quitaron un tenedor que llevaba en la maleta. ¿De dónde diablos salió, qué estaba pensando cuando lo empaqué ahí? Acto fallido.

Atravesar el cielo es una vaina divertida. Una cosa muy seria. Dejar abajo a la gente, a los recuerdos, a la vida. Abrirse a nuevas experiencias así las vacaciones sean cortas. Despedirse. Duele siempre despedirse.

Nada qué hacer. De repente concluyo que los aeropuertos son de los lugares más tristes que existen.

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