Vistas de página en total

viernes, 12 de agosto de 2016

Junín

Alguien se asombró hace días cuando le dije que llevaba más de 20 años viviendo en el mismo barrio. Y se asombró, sobre todo, porque creo que imaginó la relación tan fuerte que tenía yo con esas cuadras que había recorrido durante tanto tiempo, con los vecinos a los que había visto a diario y con las miles de cosas que pude haber vivido durante esos días.

A mí me pareció un tanto exagerado: conozco a pocos vecinos, las calles no fueron más que el paisaje de siempre y los amigos, los escasos amigos que conseguí, se esfumaron. Así, sin más. Ya no vivo en ese barrio. Llevo una semana por fuera. No volveré a vivir ahí, al menos no por ahora.

Y entonces así, estando lejos, empiezo a ver con más claridad las cosas. A recordar. A extrañar a ratos. A sentir el olor de los buñuelos de Carlos, el de la panadería, cuando recién los sacaba del freidor. A saborear de nuevo sus arepas de setecientos a las que me parecía que antes les echaba más queso, pero que siguen estando buenísimas.

Veo en mi mente a Jimmy, el tipo del carrito de helados que vendía cremas de Don Rico y que pasaba todas las tardes con su gran sonrisa. Siempre saludaba. Siempre. Así hacía mucho tiempo yo hubiera dejado de comprarle. Escucho su "¿Van a chupar hoy?", refiriéndose a que si le íbamos a comprar conos.

Recuerdo a don Antonio, el viejo de la casa del frente al que se le murió su esposa Graciela hace muy poco. La señora tenía un montón de enfermedades y un montón de años, pero siempre era lindo verla ahí sentadita al lado de él. Don José también se murió. Y sus últimos días de vida, cuando permanecía ahí afuera de la casa, siempre lo saludé. Yo sabía que se iría pronto, entonces rompí mi silencio y empecé a regalarle un "Buenas, don José", siempre que lo veía.

Doña Inés, la modista, vive a la vuelta. Es incumplidísima, varias veces le mandé a hacer ropa y me quedó mal. Mi mamá dice que todas las modistas son incumplidas, que tienen mucho trabajo y que siempre se dejan alcanzar. Pero doña Inés es la más incumplida de todas.

Por allá por otras cuadras, más cerca a la panadería de Carlos, tengo hermosos recuerdos de un parque. Y de la casa que queda al frente. Y de la persona de esa casa a la que abracé por tantos años. Ese es quizás el recuerdo más frecuente, más abierto: mi ruta hacia esa casa, mi estancia en ella. Mis salidas de ahí por la noche, a la madrugada, al otro día. Stephany y yo jugando en ese parque. Ella, sin correa. Aprendiendo a caminar a mi lado, a seguir mis pasos.

Al otro lado de la 13, cruzando la calle en la que una vez casi me levanta una moto, vivía mi amiga Juliana. Yo la quería un montón y dejamos de ser amigas, creo, porque le bajé el novio. Con ella recorrí muchas calles, uno de nuestros planes favoritos era caminar y caminar hasta que la ruta nos pareciera peligrosa. Ahí nos devolvíamos.

La conocí en el colegio, el San Alberto Magno, donde estudié desde la tercera semana de primero de primaria hasta grado once. Si no la hubiera conocido ahí, creo que el destino igualmente iba a juntarnos. Ella estudió hasta quinto en la escuela Olga Lucía Lloreda, la misma en la que estudié las dos primeras semanas de primero y de la que mis papás me sacaron porque entró en paro indefinido. No me podía quedar sola en casa y necesitaban encontrarme un colegio con prontitud. El San Alberto era más caro, pero estaba a cuadra y media.

Afuera de la casa de Juliana una vez me robaron un anillo. Era de oro y tenía una esmeralda, una vaina lindísima que heredé de mi madre. A ella, creo, se lo había regalado mi abuela. Después del atraco a mano armada lloré por mucho tiempo, sentía que el corazón se me iba a estallar y que me iba a ganar un gran regaño por haber perdido esa reliquia.

Cuajada, un señor que creo que vende helados, pasaba todas las tardes con su particular sonsonete: "Cuajaaaada". Los miércoles y los sábados, a eso de las ocho y treinta, pasaba la señora de los tamales a mil. Este año subieron a mil doscientos: "Tamalejamildoscientos, a mil doscientos los tamales. Bolsas para la basura". Nunca los probé, pero la señora es inolvidable porque me despertaba todos los sábados cuando no tenía que madrugar. Andaba con megáfono y un carrito metálico en el que guardaba sus productos.

Debieron ser ricos porque doña Yolanda, mi vecina, casi siempre le compraba. Era una señora pinchadísima, esposa de don Armando, que salía bien arreglada a comprar 'tamalejamil'. Don Armando tenía una orquesta y ensayaba con ella ahí en la casa, entonces todos los jueves por la noche había una bulla tremenda de trombones, trompetas, congas y todos los demás instrumentos que participan en la salsa. Odié siempre ese sonido porque no me dejaba hacer tareas en paz. Siempre he sido malísima para el ruido, pero don Armando es un buen tipo y de algo tenía que vivir.

En el parque de La Luna pasaron también varias cosas. Una vez, trotando, pisé un hueco y me lesioné un pie. Después de eso tuve una férula que me obligó a andar con muletas durante dos semanas, y entonces la cuadra y media que me separaba del San Alberto Magno se me hacía larguísima, interminable.

A tres casas de la mía vivía Chucho, el señor de la papelería. Es un buen tipo, me fiaba cuando no tenía sencilla. De hecho creo que le quedé debiendo quinientos. Más allá, en la esquina, está el asadero de pollos de don Herman y su esposa. Antes, hace muchos años, ahí quedaba la tienda de Gustavo, un paisa buenísima gente al que recuerdo con especial cariño porque a veces me regalaba cocadas de arequipe.

Si sigo pensando, hay muchas otras cosas que hacen que el barrio cobre más sentido. Por la casa de Juliana había un árbol que se llenaba de orugas. Eran espantosamente bellas: llenas de colores, pero gusanos a fin de cuentas. Mi hermano una vez recogió varias y vendió en el colegio. Yo lo acompañé ese día.

Por la 23 quedaba Fotocírculo, un negocio que durante mucho tiempo atendió un muchacho de nombre Leo. Él era el encargado de tomarme todas las fotos para los carnés. Creo, inclusive, que me tomó la foto de la contraseña cuando cumplí los dieciocho. A mis hermanos y a mí, Leo nos tomaba fotos cada halloween con los disfraces improvisados que cosía mi mamá.

Y en diciembre la cita era afuera de la casa de doña Ruca, la esposa de don Memo y abuelita de Felipe y Nicolás. Ella armaba un pesebre grandísimo y reunía a muchos niños para rezar la novena. Nunca he sido de creencias católicas, de hecho a veces me pregunto en qué creo y creo que no creo en nada, pero doña Ruca hacía unas novenas divertidas y daba refrigerios ricos al final de los rezos. El 24 repartía regalos entre quienes habían asistido sin falta.

En 'La mocha', una calle ciega que queda a la vuelta pero hacia el otro lado, pasé gran parte de mi adolescencia. Era el punto de encuentro de mis amigos todos los fines de semana y todos los veinticuatros y los treinta y unos después de las doce. En 'La mocha' vive don Jaime, el papá de Germán, un señor al que alguna vez me encontré después de haberme escapado del colegio y con el que tuve una conversación tan linda que me hizo dar ganas de regresar y pedirle disculpas a la profesora.

A don Jaime lo veo a veces en El País, donde trabajo ahora. Va a poner unos clasificados del juzgado en el que trabaja él. Me ve siempre y me dice "Te felicito". No sé por qué me felicita, pero se siente bien que me felicite por algo.

Sos lindo, Junín. Lleno de sentido para mí. Lleno de cosas lindas, de recuerdos que dan nostalgia. Lleno de olores a parva fresca, de sonidos de "tamalejamil", de imágenes de dos amigas midiendo tus calles. Gracias siempre, gracias por tanto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario