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viernes, 5 de agosto de 2016

El quesito amarillo de Melissa

Cuando estaba en el kínder, unos cinco años tendría, estudiaba en un jardín con un patio magnífico que siempre era el culpable de que llegara a casa llenita de tierra. Quedaba en el barrio Centenario, supongo, porque incluía esta palabra en su nombre. De ahí recuerdo pocas cosas como el patio, los buñuelos que una vez preparamos en una clase y a mi compañera Melissa. No tengo idea de cómo era su rostro. Pelo liso, creo. Negro. Lo que nunca he olvidado es que para el recreo le mandaban quesito amarillo y yo, tan ingenua y tan tímida, siempre quise probarlo pero nunca me atreví a pedirle un mordisco de su sándwich.

Ni siquiera sé qué me mandaban a mí para la lonchera, y ni siquiera sé si a ella le mandaban quesito amarillo todos los días o si bastaron unas cuantas veces para que esa imagen se quedara atravesada en mi mente. Quizá yo llevaba granadilla. Algo más y granadilla.

Mi amor por las granadillas había empezado unos años atrás cuando estaba en la guardería con mi hermanito. Mis papás me dejaban ahí porque nadie más me podía cuidar, entonces me llevaban justo antes del almuerzo, esperaban a que comiera y se marchaban sin más. Siempre vomitaba, la comida me llegaba hasta la parte alta del estómago y se devolvía de inmediato. Era feísima. La comida y la vomitada.

Mis papás se preocupaban. Mijo, qué le pasará a la niña que todo lo devuelve. Mija, no sé, ¿será que tiene algún problema digestivo? Profe, ¿qué le damos? Denle granadillas, eso le abre el apetito. Ahí descubrí las maravillas de ese sabor dulzón con textura extraña. Me parecía magnífico no tener que masticar las pepas, era una forma fácil de comer, sin tanto tiempo invertido. Me sabía delicioso, quizá tanto como me sabe ahora el helado de arequipe.

Pero la niña seguía vomitando los almuerzos. Mijo, sigue igual. Mija, llevémosla al médico. Profe, ¿qué hacemos? Denle 'juete', a ella lo que le hacen falta son unos buenos correazos para que deje tanto GA-DE-JO. Mijo, démosle juete. Taz, taz, taz. Vas a dejar la pendejada de estar vomitando. Te vas a comer todo sin devolverlo. La niña dejó de vomitar y, por fortuna, las granadillas siguieron siendo deliciosas.

Años más tarde, cuando iba a cumplir unos 8 años, la tía Nilsa me preguntó qué quería de regalo. Sin dudarlo ni un instante le respondí que una libra de granadillas, así, sin más. Sería un regalo perfecto para mí. No quería ropa, no quería juguetes, quería UNA-LIBRA-DE-GRANADILLAS. Me la dio y es uno de los detalles más deliciosos que he recibido en mi vida.

Por ese entonces y sobre todo en los cumpleaños, mi mamá me hacía poner unos vestidos feísimos que me confeccionaba la abuelita Nelly. Tal vez no eran tan feos, pero yo prefería vestirme siempre con pantalón y tenis. La vida sin falda me resultaba más sabrosa. La feminidad mantenía guardada en otro bolsillito. Tenía un vestido blanco con pepas rojas horroroso. Me daba rabia de solo verlo tendido en la cama. Zapaticos formales, mediecitas hasta la canilla. Amé el día en el que ya no me quedó bueno.

Hoy, veintipico años después, me acabo de comer un quesito amarillo. Lo encontré en la casa en la que estoy viviendo hace dos días y armé con él un sándwich por la mañana. Estoy ahí hace tan poco porque me fui de mi casa, probaré suerte lejos de los papás. Tal vez ese era el tema del que quería hablar desde el comienzo, porque justo en esta parte del texto me entraron unas ganas inmensas de comerme las uñas.

Me muerdo las uñas desde que tengo memoria. Cuatro años. O cinco, tal vez. Siempre me han parecido un manjar buenísimo, aunque me alteran los nervios en vez de calmármelos. Muerdo una uña y sigo escribiendo más rápido, sin pausa, ya no las ideas del texto sino los párrafos en su versión final. Este lo voy a dejar así, prometo no cambiarlo ahora que escriba en serio.

Los papás quedaron bien, tal vez un poco nostálgicos por mi partida. Los hermanitos, bellísimos como siempre, siguen estando en casa. Stephany, mi preciosa Sthephany, ha pasado algunas penas cuando nadie la acompaña al baño por la mañana y entonces no le queda de otra que hacer sus necesidades en su cuarto, en el que era nuestro cuarto, en el que ahora es de mi hermano y de ella.

El quesito amarillo es mágico, ya veo por qué me había tenido tantos años a la expectativa. Me quedan dos, quizás tres lonjas en casa. Tengo también unas cuantas granadillas, varios vestidos que uso a ratos y un montón de recuerdos que nunca se despegan. De la infancia, de la familia, de los papás, de los hermanos, de Stephany. El quesito amarillo de Melissa también hace parte de ellos.

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