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martes, 3 de mayo de 2016

Vida

De repente te das cuenta de que todo puede cambiar, de que en un minúsculo instante y tras unas cuantas palabras la vida deja de ser la misma. Llegan las dudas, las inseguridades, los reproches; aparecen la desesperanza, el llanto imparable, los 'todo va a estar bien'; hay días en los que parece encenderse la luz, pero al momento te cubre una oscuridad avasalladora.

Esos ratos de angustia en el que todas las heridas se abren al tiempo pintan también una oportunidad perfecta para empezar a sanar, para tomar la decisión de curarse, renovarse y reconocerse. Invitan a reflexionar cómo vemos al otro y, sobre todo, cómo nos vemos a nosotros mismos. Qué líos queríamos que nos resolvieran, qué dolores intentamos excusar en él, en ella, en ellos. Es duro. Duele.

Sin embargo, aunque las únicas ganas que sienta al día sean las de salir corriendo y pedirle perdón, sé que esta vez debo dejar actuar al tiempo. Será él quien, en compañía de mi trabajo profundo, me muestre el camino. Será él quien disipe toda la niebla, quien me invite a tomar decisiones sinceras.

Es fuerte cuando un día dejas el rol de conductor de tren y te animas a ser un surfista. Para el conductor, el camino siempre es el mismo. Podría decirse que casi tiene todo bajo control, su ruta en la vida no le exige mayores esfuerzos. Por su parte, el surfista debe enfrentarse a una cantidad de olas incontables, innombrables, inesperadas. Decide saltar, mojarse, intentarlo. Permite que le ardan los ojos y al final, en un final feliz, logra salir de aquel mar turbulento.

Abandoné mi tren y me lancé al agua. Es curioso ver cómo las olas traen consigo líos que pensé que ya estaban resueltos, pero que por el contrario siguen ahí… ahí, esperando a que logre superarlos con mi tabla. He tragado agua salada como nunca antes en mi vida, y yo que soy experta en tragar agua...

¿Es posible amar sin estar, sentir sin tocar, hablar sin decir? Claro, es posible. Yo todos los días le hablo, todos los días lo siento, todos los días lo amo. Desde la distancia, me da por pensar que él también lo hace: todos los días me habla, todos los días me siente, todos los días me ama. Todos los días le digo que debe confiar, es necesario confiar. Los vuelos más hermosos no los ven las aves desde el suelo sino que los viven en el aire. Todos los días le digo que confío. Confío en él, en mí. Confío en nosotros juntos y en cada uno por separado.

Confío en que la recuperación va a ser exitosa, en que van a cicatrizar las heridas que en algún momento se pusieron tan sensibles. Y va a estar bien si al final nos encontramos en el agua, en el cielo o en la tierra. Donde sea. Va a estar bien también si no nos volvemos a encontrar. Va a estar bien seguirnos comunicando desde la distancia o volver a hacerlo mirándonos a los ojos. Eso es vivir, y vivir está bien.

¿Es posible amar sin estar, sentir sin tocar, hablar sin decir? Todos los días le cuento mis días y hago un esfuerzo por escuchar los suyos. Lo siento. Yo lo siento. De repente las letras se hacen inútiles cuando la comunicación se da a través del aire, de la energía, del amor. Las letras, mis amadas letras, a veces no entienden estos lenguajes.

Llega de pronto una ola que parece hundirte en el océano, llega de repente un viento que parece fracturarte las alas fuertes. Llega así como llegan tantas cosas en la vida, como llegan las alegrías y los dolores: llegan de forma inesperada. ¿Qué sentido tendría saber todo nuestro futuro, saber qué vueltas dará el camino? Resulta quizá más divertido estar ahí, pendiente para lidiar con todo, dispuesto a superar. Superarse, renovarse, reconocerse. Ser fuerte, valiente y capaz. Fuerte, valiente y capaz.

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