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miércoles, 2 de enero de 2013

De rotos, enojos y amenazas


El 31 de diciembre del año que acaba de irse, mi hermano menor decidió hacerse una expansión de 3,5mm en la oreja derecha. Como en otros casos, en este no importó el tamaño: así hubiera sido de 1mm, mi mamá se hubiera molestado profunda y rotundamente. De hecho, su disgusto fue tanto que amenazó con irse a dormir justo después de repartir la cena a las 12 para dejarnos aburridos a todos.

Esta situación anunció una noche traumática y me hizo revivir lo sucedido seis años atrás: un sábado del 2007, a mis 14 años, salí con un grupo de amigos a un centro comercial. En el camino, decidimos entrar a un lugar donde hacían piercings y tatoos, simplemente para curiosear. Jamás se me había pasado por la cabeza perforarme algo que no fueran las orejas, pero ese día el mundo conspiró para que yo decidiera hacerme un roto en la lengua.

Aun consciente de que mi mamá, como mínimo, me echaría de la casa, acepté invertir esos 20mil pesitos que, por cierto, no salieron de mi bolsillo. Firmé los documentos con datos falsos y pasé a una salita en la que me perforarían sin compasión.  Fue un dolor traumático, molesto y fastidioso. Tenía los ojos cerrados, pero algo me impulsó a abrirlos cuando tenía una aguja gigante atravesada en la lengua y lo vi todo en el espejo. Quise no haber tomado nunca esa decisión, pero ya el hueco estaba hecho y no había marcha atrás. Introdujeron la joya, me dieron unas indicaciones básicas de higiene y cuidado y seguí mi camino con una mezcla entre felicidad y dolor.

Cuando llegué a mi casa ya estaba preparada para ocultarlo todo. Al día siguiente le regalé la arepa del desayuno a mi hermano, sin que mamá se diera cuenta, porque no podía ni siquiera mover mi músculo con papilas. De los días siguientes no recuerdo mucho, de hecho no sé qué sucedió ni cuántos días pasaron hasta aquella vez que mi hermana menor me preguntó que qué era lo que me brillaba en la boca. Estaba comiéndome un sándwich en el recreo del colegio y Karen, a sus siete años y con su curiosidad de siempre,  me hizo aquel cuestionamiento fatal. Logré convencerla de que no era nada y creí haber logrado la misión. Pero ella, muy astuta, llegó a la casa a contarle a mi mamá que yo tenía un piercing en la lengua y que ya me lo había visto.

Aquella tarde, mi mamá me dio la orden más atemorizante que recuerdo de estos 20 años de vida: “saque la lengua”. El regaño no vale la pena recordarlo, porque lo que más me dolió fue la condición: “no vuelve a salir hasta que no se quite eso”. Como buena adolescente, rebelde y caprichosa, preferí idear la forma de engañar a mamá. Y claro, me di cuenta de que, si quitaba las dos bolitas de la joya, parecía que no tuviera nada. Todo fue efectivo y puede salir aquella vez. Sin embargo, mi mamá se interesó por el estado de mi lengua después de haberme quitado esa “cosa horrible” y quiso revisarme al día siguiente. Ahí supo que aún tenía la barra incrustada.

Le expliqué que lo que sucedía era que yo no podía quitarme eso sola porque podría infectase, así que debía ir al lugar donde me habían hecho la perforación… y con esta otra mentira pude disfrutar aquel sábado con mis amigos. De ahí siguieron días de discusiones y molestias, porque nunca me quité mi piercing. Ella seguía firme en la idea de que eso era feo, que no iba conmigo, que los rotos eran para otro tipo de gente; yo decía que eso era libertad, que no tenía malos significados y que con mi lengua yo hacía lo que quisiera.

Un día cualquiera mi mamá aceptó que yo no me quitaría la joya por más de que ella insistiera y, con resignación, estuvo de acuerdo con mi piercing en la lengua. Sin embargo, por alguna de esas extrañas leyes de Murphy, después de eso dejó de gustarme mi perforación. Ya no la veía bonita, ya no me sentía mejor con ella. Ya me la quería quitar y así lo hice.

Conservo todavía el orificio y uso mi joya de vez en cuando, aunque no por más de un día. La mejor parte de esta historia desviada es que el 31 de diciembre mi mamá no se acostó temprano y pudimos compartir en familia la llegada del año nuevo, como sucede siempre. Mi hermano continúa con su expansión y el mundo no se detuvo ni se acabó, ni por los mayas ni por ese hueco en la oreja. Estamos bien y estamos vivos. Eso es lo importante. 

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