El 31 de diciembre del año que
acaba de irse, mi hermano menor decidió hacerse una expansión de 3,5mm en la
oreja derecha. Como en otros casos, en este no importó el tamaño: así hubiera
sido de 1mm, mi mamá se hubiera molestado profunda y rotundamente. De hecho, su
disgusto fue tanto que amenazó con irse a dormir justo después de repartir la
cena a las 12 para dejarnos aburridos a todos.
Esta situación anunció una noche
traumática y me hizo revivir lo sucedido seis años atrás: un sábado del 2007, a
mis 14 años, salí con un grupo de amigos a un centro comercial. En el camino,
decidimos entrar a un lugar donde hacían piercings
y tatoos, simplemente para curiosear. Jamás se me había pasado por la
cabeza perforarme algo que no fueran las orejas, pero ese día el mundo conspiró
para que yo decidiera hacerme un roto en la lengua.
Aun consciente de que mi mamá,
como mínimo, me echaría de la casa, acepté invertir esos 20mil pesitos que, por
cierto, no salieron de mi bolsillo. Firmé los documentos con datos falsos y
pasé a una salita en la que me perforarían sin compasión. Fue un dolor traumático, molesto y fastidioso.
Tenía los ojos cerrados, pero algo me impulsó a abrirlos cuando tenía una aguja
gigante atravesada en la lengua y lo vi todo en el espejo. Quise no haber
tomado nunca esa decisión, pero ya el hueco estaba hecho y no había marcha
atrás. Introdujeron la joya, me dieron unas indicaciones básicas de higiene y
cuidado y seguí mi camino con una mezcla entre felicidad y dolor.
Cuando llegué a mi casa ya estaba
preparada para ocultarlo todo. Al día siguiente le regalé la arepa del desayuno
a mi hermano, sin que mamá se diera cuenta, porque no podía ni siquiera mover
mi músculo con papilas. De los días siguientes no recuerdo mucho, de hecho no
sé qué sucedió ni cuántos días pasaron hasta aquella vez que mi hermana menor
me preguntó que qué era lo que me brillaba en la boca. Estaba comiéndome un
sándwich en el recreo del colegio y Karen, a sus siete años y con su curiosidad
de siempre, me hizo aquel
cuestionamiento fatal. Logré convencerla de que no era nada y creí haber
logrado la misión. Pero ella, muy astuta, llegó a la casa a contarle a mi mamá
que yo tenía un piercing en la lengua y que ya me lo había visto.
Aquella tarde, mi mamá me dio la
orden más atemorizante que recuerdo de estos 20 años de vida: “saque la lengua”.
El regaño no vale la pena recordarlo, porque lo que más me dolió fue la condición:
“no vuelve a salir hasta que no se quite eso”. Como buena adolescente, rebelde
y caprichosa, preferí idear la forma de engañar a mamá. Y claro, me di cuenta
de que, si quitaba las dos bolitas de la joya, parecía que no tuviera nada.
Todo fue efectivo y puede salir aquella vez. Sin embargo, mi mamá se interesó por
el estado de mi lengua después de haberme quitado esa “cosa horrible” y quiso
revisarme al día siguiente. Ahí supo que aún tenía la barra incrustada.
Le expliqué que lo que sucedía
era que yo no podía quitarme eso sola porque podría infectase, así que debía ir
al lugar donde me habían hecho la perforación… y con esta otra mentira pude
disfrutar aquel sábado con mis amigos. De ahí siguieron días de discusiones y
molestias, porque nunca me quité mi piercing. Ella seguía firme en la idea de
que eso era feo, que no iba conmigo, que los rotos eran para otro tipo de
gente; yo decía que eso era libertad, que no tenía malos significados y que con
mi lengua yo hacía lo que quisiera.
Un día cualquiera mi mamá aceptó
que yo no me quitaría la joya por más de que ella insistiera y, con
resignación, estuvo de acuerdo con mi piercing en la lengua. Sin embargo, por
alguna de esas extrañas leyes de Murphy, después de eso dejó de gustarme mi
perforación. Ya no la veía bonita, ya no me sentía mejor con ella. Ya me la
quería quitar y así lo hice.
Conservo todavía el orificio y
uso mi joya de vez en cuando, aunque no por más de un día. La mejor parte de
esta historia desviada es que el 31 de diciembre mi mamá no se acostó temprano
y pudimos compartir en familia la llegada del año nuevo, como sucede siempre.
Mi hermano continúa con su expansión y el mundo no se detuvo ni se acabó, ni
por los mayas ni por ese hueco en la oreja. Estamos bien y estamos vivos. Eso
es lo importante.
A
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