Y ella seguía ahí, cabalgando
velozmente como quien huye de una batalla que amenaza con arrebatarle la vida.
Yo la observaba desde el balcón de mi cuarto y me dejaba seducir por los
dibujos que hacían sus rizos negros al ritmo del viento de aquella tarde de marzo.
En ocasiones me sentía preso del desespero por no poder acudir a su rescate y
ayudarla a escapar sin que sufriera ningún daño, pero al mismo tiempo sabía que
estaba actuando de la mejor manera: nadie mejor que ella para completar aquella
misión. Si mi intervención le arruinaba los planes, no iba a poder perdonármelo
jamás.
Me estremecí aún más cuando pasó
por el lado de aquel monstro con collar de cuero, que quiso derribarla del caballo para comérsela de a pedacitos. Por
fortuna, la princesa logró escapar y superar su mayor obstáculo. Sin darme
cuenta, yo ya estaba sentado en la reja, preparado para saltar hasta el primer
piso cuando el riesgo incrementara.
El sudor ya le recorría la cara y
el barro se abrazaba a sus pantalones. La princesa de rizos negros seguía
cabalgando con ímpetu, decidida a conseguir la victoria. Su bestia parecía
inanimada, sin sentimientos. Corría siempre con la misma expresión y no se estremecía
ni ante el más terrorífico ataque. Sin darme cuenta, ya estaba sudando yo
también. Tenía el corazón acelerado y me estaba mordiendo las uñas, pero seguía
bien agarrado del balcón.
De repente, en un pestañeo, la
princesa pareció perder el equilibrio y se derrumbó inevitablemente: era el
momento perfecto para mi intervención heroica. Vi el suelo demasiado lejos, así
que preferí deslizarme por la baranda de las escaleras para llegar al primer
piso. Salí a su rescate y me tropecé con la bestia tirada en el suelo, casi sin
dolor, casi sin vida. No me detuve ahí sino que fui a salvar a la dueña de
esos hermosos rizos de ensueño. Tenía un roto en su pantalón embarrado y le
chorreaban unas goticas de sangre de la rodilla derecha. Nuestro pequeño French
Poodle ladraba con vehemencia y hacía sonar la campanita que le colgaba de su
collar de cuero. Agarré a la princesa en mis brazos y traté de calmar su
llanto, pero mi esfuerzo fue inútil.
-¿Qué le pasó a tu hermana? –preguntó
mamá, desesperada, desde la puerta.
-Tranquila, madre. Se cayó de su
caballito de madera y se raspó la rodilla.
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