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domingo, 15 de marzo de 2015

La carta que le llevé a Álvaro Uribe Vélez

Hace siete años hice parte de un programa de liderazgo juvenil organizado por la Universidad Icesi. Éramos cerca de sesenta jóvenes de colegios del Valle del Cauca en busca de soluciones para las problemáticas más pronunciadas de la región, una experiencia realmente enriquecedora.

Una de las actividades finales del programa consistió en viajar a Bogotá y encontrarnos con personas influyentes en la política. Así las cosas, se programaron reuniones con Juan Lozano, Samuel Moreno (alcalde de Bogotá en ese entonces), Sergio Fajardo y, cómo no, con el excelentísimo presidente Álvaro Uribe Vélez, quien nos recibiría en el Palacio de Nariño como todos unos enviados de la paz.

Meses antes, cuando mi familia se enteró de que yo viajaría a Bogotá y estaría cara a cara con el entonces primer mandatario, me fue encomendada una labor muy especial: “Llévele esta carta y entréguesela como sea”. La carta era de parte de una de mis tías, odontóloga de profesión, y en ella le pedía una ayuda para ubicarse laboralmente. No me pareció mala idea, a fin de cuentas cualquier respuesta iba a ser ganancia.

Guardé la carta como un tesoro durante todo el viaje, pues el encuentro con Uribe sería uno de los últimos. Todos los días me cercioraba de que aún conservara el documento y estuviera en buen estado, incluso estuve practicando el pequeño discurso que precedería la entrega. En este momento ya no lo recuerdo, pero sé que durante el viaje me lo aprendí de memoria.

Por fin llegó el tan anhelado día. Ropa formal, peinado decente, buena actitud y carta en mano. Me resistí a llevar bolso porque anticipaba las estrictas medidas de seguridad de la Casa de Nariño y no quería que esculcaran mis cosas, así que guardé mi tarjeta de identidad en el bolsillo del pantalón y agarré la carta que minutos después estaría leyendo el presidente en su despacho.  

No me había equivocado con aquello de las estrictas medidas de seguridad. En efecto, tuvimos que esperar un par de horas afuera del recinto porque contamos con la mala suerte de que hubiera una protesta afuera del Palacio. Si no me equivoco, un grupo de vendedores ambulantes reclamaba las garantías que no estaba recibiendo por parte del Estado. Nada nuevo. Nada raro.

En medio del alboroto, temí por la seguridad de la carta. Y justo en ese momento se me ocurrió una grandiosa idea: Marcela, una de las encargadas de los jóvenes que hacíamos parte del programa de liderazgo, tenía un bolso gigante en el que seguramente le cabían esa y cien cartas más. Me pareció ideal pedirle que me la guardara, además sabía que a ella no le pondrían problemas por ingresar un papel revuelto con sus cosas. Muy amablemente, ella aceptó hacerme el favor. Me libré de la carta y me sentí un poco más cerca de cumplir la misión, pues el documento ya estaba en un lugar seguro y solo faltaba pedirlo cuando ya estuviéramos adentro y entregárselo al presidente.

Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar de color. En la fila previa al ingreso nos anunciaron que el presidente no estaba en casa puesto que justamente por esos días habían rescatado a Ingrid Betancourt y él se encontraba en todos los actos del recibimiento de esa apátrida que luego quiso demandar al Estado. Bajo ese panorama, nos atendería su esposa, Lina Moreno.

Entramos al Palacio de Nariño. Su primer nombre describía perfectamente el interior: era un verdadero palacio. Nos hicieron un recorrido por todas las salas, en las que había obras de arte de mucha antigüedad. Recuerdo con claridad que estuve a punto de tumbar un costosísimo jarrón de más de cuatrocientos años, del cual solo se habían fabricado tres y cada uno estaba en un país diferente. Por fortuna, la reliquia no se cayó y recobré la tranquilidad. Visitamos también una pequeña capilla enchapada en oro a la que solo habían ingresado el presidente Uribe y el papa Juan Pablo II, lo que la convertía en un lugar aún más sagrado, nos explicó el guía.

Cuando bajó Lina Moreno, con un atuendo humilde pero con una amabilidad desbordada, supe que era el momento justo para dar inicio a la ‘Misión Carta’. Busqué a Marcela por todos lados para pedirle el documento, pero no la encontré. Nadie sabía dónde estaba, ninguno me daba razón de ella. Me fui entonces hacia donde los otros encargados del grupo y ahí me dieron la noticia más desalentadora que hubiera podido recibir aquel día: Marcela había preferido quedarse afuera organizando los refrigerios.

Con el ánimo por el piso, les resumí la historia y les pedí que me ayudaran. Intentaron contactarla pero no se pudo, ya era muy complicado que dejaran ingresar a una persona sola y apartada del grupo. Me prometieron, sin embargo, que apenas regresáramos a Cali empezarían la gestión necesaria para hacerle llegar la carta al presidente o a su esposa, promesa en la que nunca confié y que hoy puedo asegurar que jamás se cumplió.


Mi tía tomó la noticia con calma y resignación. Años más tarde se destapó todo el lío de SaludCoop, en el que estaba involucrada de primera mano Lina Moreno de Uribe. Agradecí entonces que la carta no hubiera sido entregada porque, de haber corrido con suerte, mi tía estaría trabajando en esa institución. Cosas de la vida. 

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